Por Roberto Sotolongo (**)
«Ya no sabremos nunca como fue la muerte de Martí».
En la oscura madrugada del 19 de mayo, a las 4, Martí y los hombres que le siguen rumbean hacia La Vuelta Grande, a reunirse con las tropas del General Masó. Allá aguardan por Gómez. La aparición del General en Jefe ocurre más de ocho horas después. Entonces el monte pierde el letargo de lo cotidiano ante el entusiasmo de los bravos insurrectos, que responden con vítores a la oración patriótica de cada uno de los tres jefes.
Martí fue el último en hablar. Desde su brioso corcel su palabra, cual himno avasallador, dominó el aire y los ruidos, penetró las mentes y los corazones de aquellos hombres que apenas le conocían. El poderoso misterio de su verbo logró el milagro del impacto inmediato y la aceptación unánime. Y cuando afirmó que por Cuba estaba dispuesto a dejarse clavar en la cruz, la apoteosis lo cubrió con un refulgente manto de admiración.
Al concluir su arenga, ni Gómez pudo evitar que la tropa proclamara en un solo grito: «¡Viva el Presidente!». Al mismo tiempo que esto ocurría en el campamento mambí, seiscientos españoles comandados por el coronel José Ximénez de Sandoval comienzan a avanzar hacia los potreros de Dos Ríos. Marchaba el oficial con seguridad y profesionalismo por la sencilla razón de que ya contaba con información precisa sobre la presencia insurrecta por aquella zona. Además un traidor les sirve de guía: el campesino Carlos Chacón, apresado por la extrema vanguardia enemiga.
Aquí ocurre algo raro: si este es el mismo convoy que el 17 salió Gomez a hostilizar, ¿por qué no se tomaron con antelación medidas organizativas de precaución que impidieran a las tropas españolas posicionarse estratégicamente, como así lo hicieron?
Efectivamente, el experimentado enemigo llega hasta Las Bijas, lugar situado en el mismo centro de Boca de los Dos Ríos y ya allí se ordena una maniobra de dispersión de la nutrida tropa, que copa las posibles rutas de acceso y los lados vulnerables. De esa forma le han tomado la delantera a los insurrectos.
En el campamento mambí han terminado el pase de revista y los discursos. Almuerzan y cuando ya se disponían a preparar las hamacas para una siestecita, son abruptamente interrumpidos por un oficial de las tropas de Masó, quien a toda velocidad llega para informar que se habían escuchado disparos por la vuelta de Dos Ríos. Entonces, todo ocurre en un santiamén: el General en Jefe da la orden de «¡A caballo!», en tanto le indica a Masó que cabalgue con sus tropas a la espalda de las suyas.
¿Qué ocurre con Martí? Se sabe que marchaba junto a Masó y los ayudantes de este, los hermanos Dominador y Ángel de la Guardia. Hay gran confusión entre los mambises y bastante desorganización, y aunque conocían el terreno mejor que el enemigo, no lo dominaban.
En un momento del combate Gómez le indica al Delegado que vuelva a la retaguardia; pero es demasiado tarde para convencer a un convencido de que no debía abandonar el frente, de que su lugar estaba allí. Más en una lastimosa situación en que el ímpetu inicial de los insurrectos había decaído frente a un enemigo bien organizado. Muy bien pudo pensar el Apóstol que con su ejemplo levantaría los ánimos de la tropa. Además quería demostrar que él no era solo un hombre de palabras (por lo que tanto fue vituperado antes del comienzo de la contienda), sino también de acción. Y él no era otro que el mismo cubano que momentos antes había enardecido a los soldados con su encendida arenga. ¿Qué pensarían de él los que dieron la cara a las balas enemigas, si se hubiera quedado imperturbable en el campamento a la espera del final del combate? No tenía alternativa, no la tendría nadie en su lugar.
El organizador de la contienda, el Delegado del PRC y el Mayor General del Ejército Libertador, no podía sino estar entre los primeros en blandir armas contra el enemigo. Por todo ello es que Martí hace caso omiso de la orden del Generalísimo y se lanza al combate, secundado por Ángel de la Guardia.
Bajo un sol centelleante, cerca ya de la una de la tarde de aquel domingo de inmolación, los dos cabalgadores se ubican prácticamente por delante de Gómez, a 50 metros y a su derecha. Y es entonces que ocurre el infortunio que nos acompaña hasta hoy.
Desde unos tupidos arbustos comienzan a sonar nutridos disparos. Martí, que se desplazaba entre un dagame muerto y un descomunal fustete derribado es alcanzado por tres disparos: el primer impacto lo produjo una bala que le destrozó el esternón, empujando el cuerpo hacia atrás sobre el caballo; otro proyectil le desbarató la mandíbula después de penetrar por el cuello; y un tercer impacto hizo blanco en el muslo derecho mientras el cuerpo giraba hasta caer a tierra.
El joven de la Guardia salió ileso, no así su corcel, que fue herido, aunque no de muerte. En vano intentó hacerse del cuerpo del Apóstol. También Gómez, al enterarse del terrible suceso, hizo todo lo posible por rescatar el cadáver, aun sin saber si vivía o estaba muerto. En definitiva los españoles cargaron con él. Y luego de identificar al caído lo despojaron de todas sus pertenencias excepto el pantalón: la carta inconclusa a Manuel Mercado, el reloj, el revólver, la sortija de hierro, el cinto, las polainas, los zapatos, la escarapela, una moneda de cinco duros y tres duros de plata —dinero que utilizaron en la compra de aguardiente y tabaco para la tropa--; también quedó en poder del enemigo una breve y tierna carta que le había entregado al Maestro, Clemencia, hija de Gómez; acompañaba a la misiva. una cinta azul.
A partir de ese momento comienzan las peripecias del cadáver de Martí, que ofrecen suficientes argumentos para otro comentario. Sólo recordemos que durante el recorrido hacia Santiago de Cuba, los despojos del Maestro fueron enterrados tres veces. Posteriormente ocurriría un cuarto enterramiento en 1907 y el último el 29 de junio de 1951, que se produjo para depositar sus restos en el Mausoleo, donde hasta hoy reposan, protegidos contra la traición, la envidia, la maldad, la incomprensión y la ignorancia de los hombres.
Mucho se ha escrito sobre las circunstancias de la muerte del Apóstol, incluido un breve ensayo mío; pero prefiero no hacer llover sobre lo mojado, más cuando el mismísimo Cintio Vitier aseguró el 19 de mayo de 1996: «Ya no sabremos nunca como fue la muerte de Martí». Sin embargo, antes de hacer mutis, quiero dejar constancia de mi criterio sobre la más aciaga de todas las muertes, la más lacerante, inoportuna, desconcertante, e irreparable. Y la que pudo haberse evitado.
Cuando he preguntado a alguien, sea o no cristiano, sobre los culpables de la muerte de Jesucristo, me han respondido casi invariablemente: «los romanos». Y esta no es la verdad histórica exacta. Cuando Jesús fue llevado al pretorio, ante Pilato, este lo interrogó, haciéndole varias preguntas, tras lo cual volvió el Procurador ante los judíos y les dijo: «Yo no hallo en él ningún delito»; y les propuso liberarlo por las fiestas de pascuas, según la costumbre hebrea; mas, prefirieron los judíos soltar al ladrón Barrabás. Y empezó el calvario del Mesías hasta el instante trágico de la crucifixión. Cierto, los romanos ejecutaron el asesinato, pero los verdaderos responsables de la muerte del hijo del carpintero fueron los judíos. Y así se cumplía la profecía: Dios entregaba a su unigénito para redimir a la humanidad del pecado.
Si se le pregunta a cualquiera en Cuba por los culpables de la muerte de José Martí responderían sin vacilación: «los españoles». Sin embargo la responsabilidad por aquella desgarradora muerte, cae sobre las vidas y la memoria de los propios cubanos que lo llevaron a la única alternativa posible ante tanta desidia, burlas, críticas, desconocimiento e incomprensiones. Ellos no supieron -¿o no quisieron- preservar la vida del mejor de los hijos de este pueblo. Y hay evidencias suficientes que lo demuestran.
El que se dejó clavar en la cruz por Cuba, no tuvo tregua en su vida, todo lo sacrificó por su país, por nuestra América y por todos los pobres de este mundo. Nos dejó su ejemplo y su obra. Sus restos físicos descansan en el Mausoleo y su espíritu vibra en las páginas que nos legó, como pidiéndonos que lo recordemos siempre «como un hombre sin odio, cultivador de la rosa blanca, como hombre de amor, que siempre fue fiel a una grande y sola pasión por su simbólica novia Cuba, por la que vivió y murió».
La ofrenda del primogénito nos acompañará siempre, aun cuando tengamos la certeza de que «no sabremos nunca como fue la muerte de Martí».
La última décima de «Corazón a diario», pone el punto final de esta invocación ineludible, como ofrenda sagrada para el más puro de la raza.
76
¡Martí, usted no debe ir!
-grita una voz que no atiendo.
La balacera creciendo.
Cabalgo hacia el porvenir.
Vivir para mí es servir.
Más que exaltación urgente,
es mi palpitar creciente
como el más fino soldado.
Fue mi día desventurado;
se apagó el sol de repente.
(*) Tomado de Facebook, publicado el 20 de mayo a las 6:41 pm
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