Páginas

viernes, 15 de agosto de 2025

JULIÁN ORBÓN DE SOTO (1925-1991): A PROPÓSITO DE UN CENTENARIO (*)

En su obra, elogiada por Aaron Copland y Alejo Carpentier, el compositor hispanocubano Julián Orbón buscó la universalidad a través de la síntesis de tradiciones musicales, de la música española y la hispanoamericana, de lo culto y lo popular. El centenario de su nacimiento da ocasión para recordar su inmenso legado.

por: Ernesto Hernández Busto

Julián Orbón (1925-1991)

I

Una tarde a principios de los años 40 llegó a la tertulia de la calle Neptuno 308 en casa de Josefina Badía, madre de las hermanas García Marruz. “Muchacho delgadillo, cetrino, cimbreante –recuerda Cintio Vitier–, todo nervio y gracia, el rostro muy anguloso quemado por la propia luz de sus ojos desérticos de sombras aceitunadas, los labios sumidos ceceando ráfagas de fuego y frío”. Badía, mujer de singular independencia, pianista y fundadora de orquestas femeninas de música popular, había sido amiga adolescente de su madre, y ese vínculo era la mejor tarjeta de visita posible.

Cuentan que el Músico se acodó en el respaldo de una butaca para mirar una reproducción de Goya, el retrato del niño Don Manuel Osorio de Moscoso y Manrique de Zúñiga, conocido como El niño del pájaro. El traje rojo cinabrio del modelo, que con una cuerda sujeta a la urraca negriblanca ante la mirada azorada de tres gatos, le había ganado a la estampa el sobrenombre de “la lamparita”. Al visitante, aquel pájaro con una tarjeta en el pico le recordó otro, un canario que su madre había hecho llevar de Cuba a Asturias, y que él había encontrado muerto de frío en su jaula, siendo niño. Poco después murió también la madre.

Esa noche interpretó al piano fragmentos de Noches en los jardines de España, de Falla. En las muchas veladas de los años que siguieron, tocó y cantó el Retablo de Maese Pedro y viejas tonadillas españolas del siglo XVIII, para cerrar casi siempre con sones cubanos. Una vez, Fina García Marruz le comentó su interpretación de la melismática “Ay, Melisendra” del Retablo, o su evocación de la ciudad de Sansueña, diciéndole que comunicaba a esa música algo raro, como una sensación de lejanía. El Músico, entonces, le mostró una anotación del propio Falla al margen de la partitura: “Hondas lejanías”.

II

Había llegado a Cuba en septiembre de 1940, huyendo del servicio militar tras la Guerra Civil española. Su extraordinario talento incluía dotes de gran pianista, aunque se presentó pocas veces en público, y a partir de 1944 dejó de tocar de manera profesional y se dedicó sólo a enseñar en el conservatorio de su padre y a componer sin demasiada disciplina, casi como jugando.

Orbón venía de una familia de músicos. Su padre era el pianista y compositor asturiano Benjamín Orbón, rumboso hombre de mundo que llevó una vida de músico itinerante sin renunciar del todo a Avilés, su ciudad natal. Tras establecerse en Cuba (“le debo todo a los cubanos”, dejó escrito), se casó con una de sus alumnas, la joven pianista Ana de Soto Blanch, cubana de padres españoles. Después de la boda, De Soto viajó a Avilés con su esposo, aunque nunca consiguió aclimatarse a esa ciudad.

Debido a esos desplazamientos, los primeros hijos de la pareja nacieron a ambos lados del Atlántico. No fue un matrimonio feliz: Benjamín tenía hábitos bohemios y serios problemas con el alcohol que hicieron desdichada a su esposa. Hacia 1922, tras un incidente que algunos califican de huida con un amante, Ana de Soto fue “rescatada” en Nueva Orleans por su esposo y devuelta a España. Para atender su academia, Benjamín seguía residiendo en Cuba, aunque visitaba esporádicamente a su esposa e hijos, ahora bajo la vigilancia y atención de su adusto hermano Julián en Avilés. Allí nació Julián Orbón de Soto, último descendiente del matrimonio, el 7 de agosto de 1925.

La madre murió pronto, el 3 de enero de 1932, víctima de una insuficiencia cardiaca. La familia decidió mudarse a Cuba, pero el pequeño Julián quedó al cuidado de los parientes paternos, la abuela Rosalía Fernández-Corujedo y su tío Julián Orbón Fernández-Corujedo. Gracias a la biblioteca de ese tío, que había vivido quince años en la isla antes de volver a España, el niño se convirtió en un insaciable lector. La ausencia de la madre y un temprano sentimiento de desamparo influyeron en el encierro que lo condujo a una precoz erudición melancólica, “una sensación de exilio –dice su discípulo mexicano Julio Estrada– que no lo abandonará jamás”.

Mientras tanto, el Conservatorio Orbón había logrado convertirse en una de las mejores escuelas musicales de la época, con su propio plan de estudios y numerosas sucursales en toda la isla. Allí matriculó el niño, durante unos meses que pasó en la isla, deslumbrado por la luz y el paisaje del trópico, antes de regresar a Oviedo, donde seguirá estudiando.

Vástago de una familia católica y de derechas, padeció la revuelta de los mineros en Asturias (1934) y los violentos hechos que la siguieron. Entre las casas que incendiaron los revolucionarios aquel “octubre rojo” estuvo la suya: ardieron los dos pianos con que tocaba, todos los libros de la biblioteca familiar y también el local del periódico conservador El progreso de Asturias, propiedad de su tío paterno, que se salvó de milagro, huyendo por los tejados. Era por esa época teniente de alcalde de Avilés, apoyaba la monarquía y en sus escritos combatía la propaganda soviética y el marxismo, por lo que pronto pasó a integrar la “lista negra” del bando republicano.

Tras perder todos sus bienes, la familia se trasladó a Gijón, y se mantuvo en esa ciudad hasta que estalló la Guerra Civil. Durante los primeros días de la contienda, el tío Julián fue detenido por unos milicianos y más tarde asesinado (algunos dicen que en la cárcel de Avilés, otros que vejado y tiroteado en plena calle). Esa muerte marcó para siempre a su sobrino, con el que había ejercido de padre sustituto durante años fundamentales.

Asustado por la posibilidad de que su hijo adolescente fuera llamado a filas, Benjamín Orbón decidió que embarcara hacia Cuba. Llegó en septiembre de 1940, y dos meses después dio un concierto de piano: la “Danza del fuego” de El amor brujo de Manuel de Falla y la Danza asturiana No. 2 de su padre, aunque este último ni siquiera asistió al teatro.

La recién estrenada Constitución daba preferencias laborales a los cubanos de nacimiento y los naturalizados con familia. Aunque Orbón no había nacido en Cuba, era hijo de una cubana y un naturalizado. Por eso pudo concluir sus estudios en el conservatorio familiar, centro académico avalado por la Secretaría de Educación, y comenzar una carrera profesional apoyado por su padre y las relaciones que este tenía en la isla.

Además de sus conciertos en el barco que lo llevaba a su nuevo país, la primera actuación oficial de Orbón como pianista ocurrió en la Academia Margot Alfonso de Matanzas, en octubre de 1940. Dos meses después, el 11 de diciembre, hizo su debut en la Academia Nacional de Artes y Letras de la capital, donde fue elogiado por importantes intérpretes y compositores locales, como Joaquín Nin Castellanos y Olga de Blanck. Sus dotes pianísticas y la preparación alcanzada en Oviedo le permitieron continuar estudios de nivel superior del conservatorio familiar. En agosto de 1941 se tituló como Profesor de Solfeo y Teoría de la música, y maestro de piano. Ese mismo año ganó el Diploma de Honor y la medalla de oro por la interpretación de la Toccata, adagio y fuga en do mayor de J. S. Bach en el concurso de piano del conservatorio Orbón, celebrado en la Academia Nacional de Artes y Letras. Con apenas 15 años, había dado también una conferencia sobre Manuel de Falla y leído algunos escritos suyos en la emisora radiofónica del Ministerio de Educación.

Tras egresar del conservatorio, sus inquietudes creativas lo llevaron a tomar las clases de composición del catalán José Ardévol, que detectó en aquel joven un talento fuera de lo común y decidió incorporarlo al Grupo de Renovación Musical (GRM). Por esa época, Orbón llega a la tertulia de la calle Neptuno, que Agustín Pí bautizó como “El Turco Sentado” y donde coincidieron muchos de los futuros miembros del grupo Orígenes. Durante esos primeros años 40, ofreció conciertos públicos con el mismo repertorio español: Falla y Albéniz. Aunque sus dotes parecían augurarle un éxito sin precedentes, abandonó la carrera de concertista tras el fallecimiento de su padre en 1944. Para esta fecha ya había reestrenado en Cuba el Concierto para clavecín de Falla y el ballet Petrouchka de Stravinsky. Nunca más tocó en público, sólo en reuniones de amigos. Quizás porque con apenas 19 años le tocó asumir la dirección del conservatorio familiar y sus más de doscientas filiales, mientras impartía clases en el curso superior. Pero también es posible especular que Orbón se negó conscientemente a convertirse en un virtuoso del piano, según los argumentos que aparecen expuestos por Ardévol en su único artículo publicado en la revista Orígenes: “El virtuosismo”. Siguiendo al Stravinsky de la Poética musical, Ardévol oponía el trabajo del virtuoso de un instrumento a una relación más auténtica con la música. El virtuosismo, concebido como el intento de ganarse al público a través de la técnica, no sólo le parecía “uno de los pecados que ha hecho y hace más daño a la música”, sino también un impedimento para cualquier intento de música nueva.

Orbón, sin embargo, era un divo por temperamento y le resultaba difícil ocultar su talento de superdotado. Quería vivirlo todo, sentirlo todo, y a menudo sus nervios lo traicionaban. Por ese exceso de vehemencia, que le causó numerosos conflictos, Lezama lo llamaba “el apocalíptico Julián”. Su avasalladora personalidad acabó chocando con la de Ardévol: el discípulo había resultado ser más brillante que el maestro y no estaba dispuesto a ocultarlo. Comenzaron los celos profesionales, porque el joven no sólo escribía crítica musical en el periódico Alerta, sino que se convirtió también en amigo de Erich Kleiber, llegado a La Habana de la postguerra para dirigir la Filarmónica local. La publicación de uno de los manifiestos del GRM, donde creyó ver tergiversadas sus ideas sobre la relación de lo popular con la música culta, provocó finalmente la ruptura con Ardévol y el Grupo: fue una sonada polémica, dirimida en la prensa habanera en mayo-junio de 1945. Detrás de él, se fueron también otros dos integrantes del Grupo: Hilario González y Gisela Hernández.

Ese mismo año, Orbón estrena su Sinfonía en do, dirigida por Kleiber, y poco después gana una beca para estudiar en el Berkshire Music Center, en Tanglewood, Massachusetts, bajo la tutela de Aaron Copland, que se convertirá en una de sus influencias fundamentales. El músico neoyorquino llegó a definir a su alumno como “el mejor dotado compositor de la nueva generación de Cuba”. Con Copland, Orbón perfeccionó su conocimiento orquestal, y la beca también le permitió entrar en contacto con otros jóvenes compositores que poco después serán figuras clave en la música latinoamericana (Alberto Ginastera, Juan Orrego-Salas, Héctor Tosar y Antonio Estévez) o estadounidense (Lucas Foss y Leonard Bernstein).

Beneficiado de un creciente prestigio, que le permitía dialogar a la vez con figuras de Europa, Estados Unidos y una generación de nuevos compositores latinoamericanos, Orbón se convirtió en el más importante de los jóvenes músicos cubanos, la encarnación unipersonal de aquella Escuela Cubana de Composición que Ardévol había aspirado a crear. Basta leer los elogios que le dedica Carpentier en La música en Cuba (1946) y que, según se dice, dejaron a Ardévol, Salieri local, hundido en la amargura: “Incapaz de contentarse con miniaturas, ávido de riesgos y de logros difíciles, Orbón está decidido a permanecer en el mundo de las formas grandes, enfrentándose con los problemas más serios que puedan ofrecerse a un músico de nuestro continente. Antes de haber doblado el cabo de los veinte años, Orbón se encuentra ya en posesión de una obra considerable que no contiene una página carente de interés”.

En 1947, felizmente enamorado y a punto de casarse con la joven Mercedes Vicini, a quien todos llamaban Tangui, Orbón enfermó de tuberculosis y tuvo que refugiarse en un sanatorio de Santiago de Cuba. Las severas costumbres de la época lo obligaron a mantener en secreto esa convalecencia. Ese año y el siguiente escribió varias cartas a Lezama que son pruebas de cercanía espiritual; juzga su enfermedad como el resultado de una vida disipada que jura enmendar, mientras disfruta del paisaje oriental y del naciente idilio que pronto lo hará padre –y a Lezama, padrino de bautizo.

Tras la muerte de su padre, Orbón convirtió a Lezama en sustituto de la figura paterna. Varios testimonios también coinciden en que éste lo trataba como a un hijo consentido: era, por ejemplo, el único de los origenistas al que tuteaba. Después de la boda, el poeta se convirtió en asiduo visitante del matrimonio: en aquella casa, a la que llamaba con ironía “el Palacio Orbón”, tenía su “trono”, un butacón de hierro forjado con mullidos cojines, que si hacía mucho calor se arrastraba hasta la terraza. Allí transcurrían apasionantes conversaciones en las que Lezama siempre llevaba la voz cantante, exhibiciones verbales para el más bondadoso y tolerante de sus amigos. “Julián –cuenta Leonardo Acosta– encargaba enormes sándwiches y cervezas al gallego Paco, dueño del aledaño Victory Bar, quien enviaba todo con el imprescindible sobrín”.

Esas reuniones de los años 40, asaltadas por lo que Vitier llama “el presentimiento de su condición futura de paraíso perdido”, solían terminar con improvisaciones y adaptaciones de sones montunos o guajiras populares con letras de poetas como Eugenio Florit –la Guajira guacanayara– o de Martí, en la Guajira guantanamera. En esta última, Orbón fusionó, a manera de divertimento, el punto criollo, algunos de los Versos sencillos del prócer cubano, un “bajo ostinato” a la manera del son cubano y un breve estribillo cuyo texto improvisaba en programas de radio durante los años 30 el cantante Joseíto Fernández para resumir la crónica roja. Nació así la famosa canción, popularizada en los años 60 por Pete Seeger y cuya autoría fue mal atribuida a Héctor Angulo, alumno de Orbón, y al propio Seeger.

De izquierda a derecha: José Lezama Lima,
Lilia Esteban, Julián Orbón y Alejo
Carpentier, 1953,

En Orígenes, Orbón divulgó algunas de sus ideas musicales: primero algo sobre “Las tonadillas” y luego una necrológica de su querido Falla (“Y murió en Altagracia”; invierno de 1946). En 1947, publica su ensayo “De los estilos trascendentales en el postwagnerismo” y en el verano de 1949, una nota sobre Richard Strauss. Tanto Lezama como el resto de los origenistas le profesaban verdadera devoción y escribieron sobre su obra en varias ocasiones. Más allá de la melomanía que compartían todos los integrantes del grupo, fue Orbón quien otorgó a Orígenes una poética musical, más compleja de lo que parece a primera vista.

Si una década antes el musicólogo Adolfo Salazar había objetado a García Caturla que se olvidara de la música española para priorizar lo afrocubano, y que su plan armónico careciera de base (“como una catedral que pretendiera elevarse sobre la arena”), en los años 40 y 50 Orbón va a dedicarse a levantar esa catedral musical aprovechando no sólo las lecciones de Ardévol sino también, como recomendaba Salazar, absorbiendo la modernidad española desde Albéniz hasta Halffter. Su obra mezclaba el canto gregoriano con las viejas formas hispanas, fusionadas a su vez con nuevas modalidades, avanzadas armonías contemporáneas y ritmos cubanos para crear una música poderosa que derrochaba magnificencia y excelencia técnica. En los años que siguen irá más allá de lo preconizado por Ardévol, insistiendo en el diálogo entre la música española y la hispanoamericana con renovadas nociones de “lo culto” y “lo popular”.

Desde su comienzo, el Grupo de Renovación Musical había asumido las grandes formas, cierto neoclasicismo “a la española”, en correspondencia con los juicios estéticos que Ardévol intentaba inculcar a sus discípulos. Pero en Cuba eran inevitables otros influjos, que llevaron a la diversidad de estilos personales. El de Orbón combinó el conocimiento y dominio de pequeñas y grandes formas –sonatas, variaciones, rondós– y el retorno a la artesanía en la composición con ideas muy particulares sobre la relación entre el pueblo y su idiosincrasia musical, sin anclarse en los dogmas de su maestro catalán. En la polémica que llevó a su ruptura con este, por ejemplo, Orbón dice: “No puede admitirse que un compositor sea por sí mismo (?) fuente de idiosincrasia sonora. Esto equivale a afirmar que un hombre puede modificar en una producción culta toda una creación popular de tipo tradicional, o sea, pasar de su recepción a una inventiva que sea válida en lo sucesivo dentro de la música de su nación”.

Esta disputa, que giró sobre la figura de Scarlatti, cuya relación con la música española Ardévol habría malinterpretado, implicaba un menosprecio de la tradición popular que Orbón nunca aceptó, y que en el caso de la música cubana terminaba siendo una propuesta aún más absurda y forzada que en la tradición española:

Al defender con tanta insistencia la suficiencia del individuo para llegar por sí solo a construir un sistema que sea válido para trabajar en lo sucesivo la música de un pueblo, el Grupo olvida, o quiere olvidar, como lo demuestra el ejemplo de Scarlatti en que con tan poca discreción y juicio se apoyan (pudieron haber buscado algún artista menos sensible al reflejo de la fragante y cultísima vida popular), que mientras la principal dimensión de la historia sea el hombre no se podrá hacer arte viviendo al margen de lo que le da su categoría como tal: la gracia y la pasión, elementos que nos son suministrados por el Jordán vivificante que es el pueblo. 

Lezama, que en los años 30 había estado cerca de la tesis voluntarista de Ardévol, acabó favoreciendo una idea más compleja de las relaciones entre la tradición popular y la alta cultura, que la obra de Orbón ilustra mejor que ninguna otra. Otros origenistas, como Vitier y Fina García Marruz, encontraron en el músico las claves de una relación entre lo sacro y lo popular que será decisiva en sus obras futuras.

III

La madurez y consagración musical de Orbón se produjeron en los años 50. Su obra de esta década refleja una búsqueda de universalidad a través de la síntesis de tradiciones musicales, con un lenguaje armónico más audaz y cierta expresividad romántica, influida por su relación con compositores como Copland y Heitor Villa-Lobos. Atrás quedaban los seminarios del GRM, sus polémicas con Ardévol, los paseos casi diarios con Kleiber por el Malecón, la estancia en el Berkshire Music Center. Después de su matrimonio, se dedicó dos años a estudiar los cuartetos de Béla Bartok. El resultado es una de sus obras fundamentales, su propio Cuarteto de cuerdas (1951), obra estrenada dos años después en Estados Unidos por el Fine Arts Quartet. En ella se produce una fusión de tradiciones que incluye tanto al son cubano como la forma sonata, en un marco que oscila desde lo modal hasta lo atonal. Ese mismo año, su amistad con el guitarrista Rey de la Torre, primo de su esposa, lo lleva a componer Preludio y danza (1951), también conocido como Preludio y tocata, donde hay una evidente fusión entre los modos renacentistas y las estructuras rítmicas de la música negra.

1953 fue un año clave para Orbón. Nace su primer hijo (Julián, apadrinado por Lezama y Fina) y casi al mismo tiempo se anuncia la convocatoria para el concurso de composición del Primer Festival de Música Latinoamericana, organizado en Caracas. Cuando recibe las bases, Orbón se encierra durante cuatro meses. “Según iba componiendo y cada vez que terminaba un cuadernillo –cuenta–, lo iba pasando al copista, pues no había tiempo que perder”. Así se escribió esa obra maestra que son las Tres versiones sinfónicas, pieza estructurada en diversos movimientos –Pavana (basada en Luis de Milán), Organum-Conductus (inspirada en Perotino) y Xylophone (de raíces africanas)– donde lo mismo muestra su admiración por la tradición española del siglo XVI que su capacidad para integrar elementos afrocubanos. Los jurados del concurso fueron Kleiber, Villa-lobos, Edgar Varèse, Vicente Emilio Sojo y Adolfo Salazar. El primer lugar lo obtuvo el argentino Juan José Castro; el segundo fue compartido por Orbón y el mexicano Carlos Chávez. El Festival, que tuvo lugar en Caracas a finales de 1954, le abrió a Orbón las puertas del reconocimiento internacional. Para ese entonces, también era una gloria de la escena cubana: dejaba de ser una promesa para convertirse en “el primer compositor cubano de la era actual” (Carpentier).

Después del hito que representaron sus Tres versiones…, Orbón compone Danzas sinfónicas (1955), obra para orquesta donde amplia el concepto de lo hispanoamericano para abarcar el folklore mexicano y venezolano, fundidos con el canto gregoriano, danzas cortesanas del siglo XVIII, sones criollos y formas barrocas. El coreógrafo George Balanchine lo transformó en coreografía, consolidando su prestigio internacional.

En 1955 también empieza a componer una cantata para soprano y orquesta de cámara, el Himnus ad galli cantum (Himno al canto del gallo) a partir de un texto del poeta sacro del siglo IV Aurelius Prudentius. El Himnus forma parte del Cathermerinom liber, una especie de Libro de horas, y alude al episodio bíblico en el que Jesús le profetiza a Pedro que este lo negará tres veces antes de que cante el gallo e irrumpa la luz del amanecer. La elección de este texto es un ejemplo de la mezcla entre su interés por la más antigua tradición hispana y la profunda religiosidad que define la intención última de Orbón. Su ambición, ahora, es encontrar ese perfecto equilibrio entre texto y música que se desprende de ciertos modos medievales.

Esta búsqueda de perfección atrae también a su amigo Carpentier, que en Los pasos perdidos incluye a Orbón, junto a Hilario González y Tony de Blois Carreño, como modelo para el personaje de El Músico. El ambicioso Treno que aparece en esa novela estuvieron a punto de escribirlo a cuatro manos, aunque luego el novelista presumirá de precursor: “Le resolví su misa, dándole la solución del Tropo compostelano, que usa, en Los pasos perdidos, el personaje principal. Con el desarrollo instrumental de lo melismático, y el trabajo de las voces en discantus, terminó de modo magnífico, el Credo”.

Rafael Rojas ha leído muy bien esa relación entre Orbón y Carpentier, que admiraba la capacidad de su joven amigo para plantearse los mayores retos:

A Carpentier le atraía el empeño de Orbón de “tener sinfonía” –equivalente al de Lezama de “tener novela”– y que se resumía en su reproche a la música española y, en general, hispanoamericana, que “esquivaba la gran sinfonía, con todas sus implicaciones, por el afán de permanecer en una zona artísticamente aséptica”. Carpentier se hacía eco de Orbón: “el músico que logre ser un Brahms español –o americano– con un idioma que responda a nuestra sensibilidad de hoy, habrá dado con la clave del problema”. ¿Qué problema? El mismo que aparece en Doktor Faustus de Thomas Mann, que Carpentier se jacta de haberle recomendado a Orbón, o en la música de Beethoven o Bartok, y que es, en resumidas cuentas, el dilema de inventar la fórmula precisa para la conversación entre lo local y lo universal.

Rojas también habla de una pugna entre Carpentier y Lezama, que se imaginaban como preceptores literarios y espirituales del músico. En esta lucha por el alma de Orbón, Carpentier critica su fervor católico –“por influencia de Lezama (posiblemente)” por autores franceses como Charles du Bos, Léon Bloy o Gabriel Marcel, que lo acercaban al filofascismo y le provocan demasiada angustia: “pasa del más tremendo abatimiento a la mayor alegría, sin transición. He observado esa característica, muchas veces, en hombres de genio”.

Toda la música que Orbón compuso en los años 50 refleja esa angustia personal y la tensión creadora entre su identidad hispana y su adopción de la cubanidad, así como un interés en estudiar ciertas referencias a la música antigua, como el canto gregoriano y las formas renacentistas, que servían como puente entre lo culto y lo popular.

En 1958, Orbón recibió una beca de la Fundación Koussevitzky para componer su Concerto grosso, obra para cuarteto y orquesta que destaca por su estructura compleja y su diálogo entre solistas y orquesta. Su concepción sincrética había encontrado un nuevo público. En 1958 recibió la beca Guggenheim y al año siguiente viaja a Nueva York, donde conoce al clavecinista Rafael Puyana, que le encarga la pieza Tres cantigas del rey (1960).

Julián Orbón con el clavecinista Rafael Puyana,
Nueva York, 1950, (Archivo Julián Orbón, Lilly 
Library, Bloomington, Indiana University) 

En enero de 1959 triunfa la Revolución cubana y Orbón comenzó a enfrentar nuevos dilemas políticos y personales. Aunque inicialmente mostró simpatías por los rebeldes (Vitier asegura que a finales de los 50 refugió a varios de ellos en su casa y Cabrera Infante, con humor delicioso, cuenta en sus memorias una visita suya y de Lezama al Consejo Nacional de Cultura, donde ambos origenistas se refirieron a la bajada de los barbudos de la Sierra como “momento auroral”), los fusilamientos y la radicalización del régimen lo empezaron a preocupar. En noviembre de 1959, gracias a una invitación de Carlos Chávez, se trasladó a México para enseñar como profesor asistente en el Taller de Creación Musical del Conservatorio Nacional. Ese periodo mexicano, y su huella en personalidades como Eduardo Mata o Julio Estrada, ha sido bastante comentado. Baste decir que, aunque sólo estuvo tres años en el Taller, dejó una huella definitiva en toda una generación de jóvenes músicos. Mexico, sin embargo, no le ofrecía las garantías que necesitaba un músico de su talla. Cuba tampoco era una opción. Por eso, en 1963, prefirió saltar a un apartamento frente al Central Park de Nueva York, donde era vecino de su amigo Andrés Segovia.

En Cuba, su partida fue vista con alivio por alguien que apenas conseguía ocultar su envidia: como presidente de la Comisión Nacional de Música y máximo responsable del Primer Festival de Música Cubana realizado en junio de 1961, Ardévol justificó la exclusión de la música de Orbón de este evento citando su salida de la isla y la ambigüedad de su postura política en relación con la Revolución.

IV

A principios de los años 60 casi todos los origenistas, con excepción de Lezama, valoraron seriamente la posibilidad de abandonar el país al que habían dedicado tantos desvelos intelectuales. La Revolución había arrinconado a aquel grupo de amigos, colocándolos en la disyuntiva de escoger entre su religión y el nuevo credo social. El cierre de los colegios religiosos, la traumática expulsión de los sacerdotes españoles de la isla y otra serie de acontecimientos políticos consolidaron un cerco de intolerancia que llegó a volverse asfixiante. Como criollas antígonas, aquellos católicos tuvieron que escoger entre la política y la familia: querían para sus hijos una educación religiosa y temían que el Estado les arrebatara la patria potestad, rumor que provocó el triste éxodo de niños conocido como “Operación Pedro Pan”.

De aquel grupo, se exiliaron primero Julián Orbón (espantado por los primeros fusilamientos, que le recordaban lo vivido en España de niño) y Carlos M. Luis. Vitier hizo gestiones con Eugenio Florit para que le consiguiera una plaza en la Universidad de Columbia, pero se arrepintió a última hora. Eliseo Diego también tenía prevista la salida de Cuba con su madre, su esposa e hijos, para el 4 de junio de 1962. Había sacado el pasaporte, el comprobante de vacunación, la visa y los pasajes por la compañía KLM. El problema era su esposa Bella García Marruz, que dejaba atrás familiares a los que estaba muy apegada. Esta disyuntiva irresoluble la puso un día al borde de la muerte. “Era diabética y su azúcar se descontroló”, me cuenta su hija Josefina, que en ese entonces tenía apenas diez años. “El día que presentaron la renuncia a sus trabajos, me la encontré en nuestro cuarto con un profundo coma hipoglucémico. Un médico le dijo a papá: va a salvar a sus hijos del comunismo, pero los va a dejar huérfanos”. Al final, Eliseo renunció a emigrar y empezó a trabajar junto con Cintio y Fina en la Biblioteca Nacional.

En la poco conocida correspondencia de Eliseo Diego con Carlos M. Luis se respira una atmósfera de decepción que había calado en la “familia de Orígenes”. Diego le cuenta del sufrimiento de Bella y dice, atormentado: “¿Cómo voy a insistir en algo que así la desgarra?”. Habla también de lo que ha sido “quedarse atrás como tiesas estatuas de sal” y le explica a su amigo que “esa Cuba de que me hablas no existe ya: es la imagen de un Paraíso que hemos perdido todos, los que estamos dentro y los que estamos fuera”. Vitier, por su parte, le confirma a Carlos M. que La Habana que conocieron “ya sólo existe en la imaginación”.

Luego de sus tentativas abortadas de exilio, Vitier y Diego empiezan a ver lo que los rodea como si fueran herederos de los primeros cristianos, descifrando entre la pesadumbre y las penurias del momento los signos de una realidad mayor, agónica: “Voy creyendo –le escribe Diego a Carlos M.– que todo lo que ocurre hoy es mucho más profundo que su simple apariencia política, y que para decidirse entre la luz y la tiniebla tanto da un sitio como otro: el César es siempre un césar, y su papel no es nunca más que el del mayordomo que cuida de la arena donde combatirán los verdaderos campeones. Resulta después de todo un poco ingenuo emprenderla con el criado mientras el amo se reviste de todas sus armas, o cambiar de mayoral cuando tanto el nuevo como el viejo obedecen a un mismo señor”.

Otro suceso someramente mencionado en estas cartas, y del cual se sabe muy poco, es el encarcelamiento de Cleva Solís a mediados de 1964. Al parecer, la poeta tenía relación con un grupo de conspiradores anticastristas y fue detenida en una de las abundantes redadas de esos años. Vitier, según cuenta Lorenzo García Vega, intercedió por ella ante algún político y la escritora al final fue liberada.

Por causas similares, es decir, por conspirar contra la Revolución, un medio hermano de las García Marruz, el músico Felipe Dulzaides, pasará tres años en la cárcel. Su participación en los hechos que le imputaron había sido muy tangencial (otras personas arrestadas con él fueron condenadas a 20 años), pero aun así debió cumplir pena en La Cabaña y luego en el Presidio Modelo de Isla de Pinos. Su madre, Josefina Badía, sufrió mucho por este asunto y acabó muriendo el 7 de febrero de 1962, tras un derrame cerebral, con su hijo todavía en prisión.

Todos estos sucesos los vivió de cerca Lezama. En una carta a sus hermanas menciona la muerte de Badía y a su hijo preso. Lo de Cleva, por la que sentía gran cariño, lo espantó: García Vega dice que el poeta, “mirando para los lados por si no lo fueran a oír”, comentaba que en la cárcel la poeta “había tenido que beber de un balde con agua sucia”. A pesar de todo esto –o tal vez por ello– Lezama fue muy prudente con cualquier gesto o declaración política en esos años.

Colocado en una situación incómoda tras el exilio de sus hermanas, debe haber temido llamar la atención. Tenía terror a ser encarcelado (“Si voy a la cárcel, muero porque me ahogo. Yo no puedo aguantar la cárcel”, decía). Tras decidir no separarse de su casa y sus libros, el escritor pareció más interesado en convencer a su hermana Eloísa para que volviese, o en defenderse de algunos ataques hechos desde el exilio, que en entender la verdadera naturaleza política de aquel proceso, a la sombra de cuyas instituciones se mantenía guarecido. Sufría, pero aún le quedaba ánimo para soltar sus típicas frases memorables, como recuerda Fina en una carta a Orbón de septiembre de 1961: “Cuando alguien le pregunta cómo está, dice ‘Bien porque estoy sufriendo mucho’. Lezama será de los últimos hombres que queden que dirá una frase en su lecho de muerte. Ahora la gente sufre en seco, es lo moderno, sin un lujo retórico, sin esa pobre fiesta de la frase”.

Mientras que Orbón detectó muy pronto los peligros de la intolerancia revolucionaria que reactivó sus pesadillas de la Guerra Civil, y Cintio, Fina y Eliseo, resignados, se veían a sí mismos como los primeros cristianos víctimas del césar, Lezama parecía incapaz de culpar directamente a la Revolución por unos excesos cada vez más evidentes. Según Leonardo Acosta, fue él quien le aconsejó a Orbón que se exiliara: “Tú no vas a aguantar esto, Julián; mejor vete”, le habría dicho. En otras versiones, la decisión del músico de no regresar fue tomada en México, y tuvo que ver también con los problemas políticos de un hermano de su esposa.

Por supuesto, Lezama no estaba ciego; podía describir al Estado revolucionario como “la más fría ballena”, constatar el descalabro nacional, o las arbitrariedades de un gobierno que se sumaba a una serie de “disparates históricos”. Pero algo más fuerte le impedía dejar su país, es decir, su mundo, incluso si este amenazaba con reventar. En vísperas de la Crisis de Octubre, sus dudas eran: “¿Qué expandirá su reventazón? ¿Acaso mero cachumbambé americano?”.

Hay una carta a su amigo Carlos M. Luis, fechada en mayo de 1962, que es un perfecto ejemplo de esa distancia con que Lezama contempla el tormentoso panorama político que lo rodea. “El tiempo ha colocado su sinsentido” –le escribe–. “Fluye, pero son aguas indeterminadas. Carecemos de su principio y el fin ondula. Una experiencia en el vacío, sin puntos de intensidad en el centro. Todo lejos, los lejos de que hablaban los pintores clásicos españoles, de la era del Pacheco. Los lejos, el fondo. ¿Recuerdas La tempestad, de Giorgione? Las figuras delante, al fondo un rayo que nadie logra descifrar”. Como en el cuadro aludido, la vida cotidiana parece transcurrir de manera apacible en primer plano, más acá de las columnas rotas, mientras al fondo, en el lejos, la realidad relampaguea entre cielos cubiertos.

Hacia 1968, desvanecida ya cualquier ilusión de que la situación cubana fuera a cambiar, Lezama le confiesa a Orbón su verdadero estado de ánimo. En esas cartas a Nueva York la circunstancia cubana es descrita como “la prueba tan terrible que todos hemos tenido que soportar”, que “va agrandando su herida al paso de los años”. En diciembre de 1968, por ejemplo, trata de explicarle el origen de tanta pesadumbre:

Un conjuro, una llave que se nos perdió cuando estábamos tan cerca del castillo. Eso es lo terrible, la llave que tuvimos y que se nos perdió. En el sueño la apretábamos en nuestras manos, pero ya por la mañana no estaba. Fue un conjuro, una inseguridad en el sueño. Como los malos le pasaron al sueño en el Caballero, soñaba despierto, pero en el sueño lo traspasaba y confundía. Quien vive para la imagen tiene que sufrir y perecer dentro de ella.

La alusión al Quijote apenas disimula el desencanto tras las ilusiones frustradas. Lezama llega incluso a sugerir que ahora toca pagar el precio de aquel sueño colectivo, parangonado con la locura quijotesca. 

Nada de este desencanto se podía expresar en voz alta. Mientras Vitier y Diego se sumaban al “proceso” haciendo de la necesidad virtud, Lezama publica en La Gaceta de Cuba su texto “El 26 de julio, imagen y posibilidad”, donde exalta el ataque al cuartel Moncada como un fracaso generador capaz de romper los “hechizos infernales” para inaugurar la era cubana de la imago. Al mismo tiempo, le asegura a su amigo exiliado que la llave de aquel castillo que había comenzado a fundarse con el asalto a la “fortaleza maldita” se ha perdido para siempre. Esta lectura de la Revolución en un contexto mitológico, como de aventuras artúricas o pugnas zoroástricas, propicia una ambivalencia que se prolonga hasta 1971, cuando el “Caso Padilla” lo deja todo claro. Si a finales de 1968, el escritor le había confesado a su amigo músico lo terrible del recuerdo de aquella “llave que se nos perdió cuando estábamos tan cerca del castillo”, en octubre de 1971, reitera y profundiza esa melancolía:

Pudimos alcanzar una plenitud, un esplendor casi sobrenatural en los días en que nos veíamos con mágica frecuencia. Y eso no puede olvidarse, a veces nos obsesiona, parece como si fuera a cerrarnos el paso o como si ya no hubiera más camino. Pero en su realidad profunda es un soporte para ayudarnos a vivir. Pero al menos podemos alcanzar una hilacha, un fragmento que tenía toda la energía y la belleza de una totalidad, pues a pocos les está concedido ver un momento de su vida con un esplendor que basta para un contentamiento eterno. A veces yo también me desespero, pues íbamos alcanzando todos la madurez para la compañía maravillosa, en la que el tiempo se borra, pero entonces ocurrió la gran prueba definitiva, la que nos llevó a vivir en una terra aliena, en el mundo desconocido de la dispersión y la secreta vida heroica.

Han pasado los años; con las antiguas creencias sometidas al inapelable examen de la vida, Lezama padece “la terrible soledad de las cabras”. La “gran prueba definitiva” impide que los viejos amigos puedan salir “impulsados más allá de nuestros tejados”, como mágicas criaturas sin fronteras, para conversar de todo lo que ha pasado en la última década (“Tendríamos, queridísimo Julián, montañas de cosas que contarnos. Algunas te harían reír, aunque son de un trasfondo sombrío”).

Para Orbón, sin embargo, era difícil tolerar el silencio o el abierto colaboracionismo de sus viejos compañeros de ruta. Desde su exilio neoyorquino, lee indignado las frases de Vitier a Ernesto Cardenal sobre los fusilamientos de religiosos en La Cabaña.También se las arregla para hacerle llegar a Lezama el número de la revista Exilio, donde aparece su ensayo “José Martí: poesía y realidad”. Allí el músico dialoga y reconoce sus deudas con Lezama, Cintio y Fina pero, al mismo tiempo, polemiza con el reduccionismo de Ezequiel Martínez Estrada y su idea del “Martí revolucionario” asegurando que “junto a una idea trascendente de justicia llevan las revoluciones un peso de odio que aumentará a medida que los objetos intencionales se vayan alejando de las zonas de valor más altas”. El ensayo termina acusando a la Revolución de haber traicionado la esencia martiana al plegarse a las formas marxistas del peligro totalitario y recuerda la terrible división nacional, el desgarro que esa traición ha implicado:

Como hace cien años, cientos de miles de cubanos vuelven a llenar Tampa, Cayo Hueso, Jacksonville, New York, México, Costa Rica, Venezuela, en la aciaga permanencia de un destino migratorio que parece estar en la entraña misma de nuestro ser. No buscaremos razones que nos llevarían a un maniqueísmo fatal; el destino más desgarrador, sea dado desde la prisión, desde el destierro, desde la muerte, desde la permanencia honesta en la actual vida política del país, lo da la horrenda división en sí misma. En medio de esta división debe estar, despedazado, como el cuerpo de Osiris, el cuerpo de José Martí.

Sólo creeremos en la revolución que le envuelva de nuevo y le haga “casa” a “todos sus cubanos”, en la revolución que no implique necesariamente, en un juego dialéctico infernal, la contrarrevolución cargada con los mismos males que la revolución que divide y odia.

En otra carta a Orbón, Lezama le dice que el ensayo le pareció “magistral, por las sugerencias que entraña y por la forma que reviste”, y vuelve al espacio reconfortante de la nostalgia: “qué bien hubiera lucido en Orígenes, cómo hubiéramos celebrado tu triunfo. Es tan necesario que nos encontremos que tendrá que suceder”. El poeta también pide a su “queridísimo amigo” que disculpe su silencio, le confiesa estar al borde de una depresión y reconoce que “ver cómo va desapareciendo nuestra familia, la lejanía de amigos como tú, a veces me llena de pavor”.

Orbón tampoco era feliz en Nueva York. Hay consenso en que, a pesar del reconocimiento que recibió en Estados Unidos (en 1967 se le otorgó el Premio de la Academia Norteamericana de Artes y Letras), su capacidad creativa se vio afectada por aquella forzada distancia de la tierra elegida como segunda patria. Evitaba hablar de política, pero le resultaba doloroso que los mismos amigos que décadas atrás habían formado parte de su hermandad espiritual parecieran ahora incapaces de criticar los más que evidentes desmanes propios de cualquier régimen totalitario.

En una obra que empezó a componer en 1962, cuando ya sabía que no volvería a la isla, trató de dar forma musical a aquel cambio radical en su vida. El modelo de Monte Gelboé es un episodio bíblico, la batalla contra los filisteos en la que mueren Saúl y sus tres hijos, incluido el príncipe Jonatán, y el posterior lamento de David. El tema, que también había sido tratado en los años 40 en un famoso poema de Gastón Baquero, “Saúl sobre su espada”, se convierte en una evidente alusión a las consecuencias de una guerra civil o un cambio histórico que parece un castigo por desobedecer los mandamientos divinos. El tono trágico de esta composición para recitador, tenor y orquesta abre el último periodo musical de Orbón, que entra, según dice Eduardo Mata, “en zonas expresivas mucho más comprometidas. Se ensimisma. Va perdiendo la luz caribeña y el optimismo extrovertido de la tonalidad de los años cincuenta. En Monte Gelboé abundan los gritos angustiosos del ser atormentado, separado de todo lo que le es entrañable”.

En mayo de 1981, Fina García Marruz y Cintio Vitier viajaron a Nueva York y pudieron encontrarse con Orbón, cuyo nombre seguía estando vetado en la isla. Aquel encuentro después de 20 años liberó un torrente de emociones, a tal punto que debieron dosificar las citas. Hubo desencuentros por culpa de la política, pero con Orbón todo volvió a fluir. Verlo era, como le dice Fina en una carta, “ver nuestra juventud, Lezama, la fiesta del nacimiento de mis hijos”. Grabaron unos casetes (¿qué habrá sido de ellos?), y el día que regresaron a La Habana estuvieron hasta las tres de la mañana escuchándolos con sus hijos y la familia de Eliseo Diego. Un conmovedor párrafo de una carta inédita de Fina resume aquel encuentro: “Cuánto se nos quedó por decir. Hay cosas que he soñado muchos años explicarte y que mi hambre de verlos y oírlos me impidió dilucidar. Y algunas eran muy importantes para nosotros. Y quizás ya no haya oportunidad de aclararlas. Pero quizás haya sido así mejor. El único lenguaje humano debía ser la música. La razón todo lo confunde. El co-razón (como decía Unamuno) todo lo entiende”.

Los últimos años de Orbón fueron melancólicos. Inició un proceso legal para que se reconociera su autoría de la Guantanamera, pero en Cuba siguió siendo un innombrable. La edición revolucionaria de La música en Cuba de Carpentier eliminó el capítulo donde se le mencionaba (con la anuencia de su autor, cuya traición molesta más porque antes fue no sólo valedor, sino amigo muy cercano del censurado). Julio Estrada recuerda que tampoco había la menor mención a Orbón en el Museo Nacional de la Música de La Habana, y cuenta su “experiencia demoledora” cuando asistió allí a un festival para presentar su obra: “el encargado del festival en la Unión de Escritores y Artistas Cubanos y el de música en el Instituto Superior de Arte me eliminaron sin mediar explicación alguna, ante lo cual invité a quien quisiera escuchar en el rincón de un modesto salón la grabación de Doloritas, sobre Pedro Páramo de Rulfo, y a los estudiantes a escuchar en los jardines del ISA mis palabras al aire libre sobre Orbón, donde cincuenta jóvenes pudieron enterarse de su existencia”.

En tierra ajena, el más importante de los músicos cubanos también iba quedando relegado, aunque sus amigos nunca dejaron de ayudarlo. Recibió por segunda vez la beca Guggenheim y otros grants, pero no tuvo una cátedra importante. Varios discípulos (Mata, Rafael Puyana) le comisionaban obras que nunca eran entregadas en plazo. Su vida sentimental también se empezó a derrumbar. Enamorado de una sobrina suya, se arriesgó al escándalo familiar con un breve viaje a España. Tras el previsible fracaso de aquella aventura de improvisado don Gayferos, volvió a ser acogido, cual hijo pródigo, por la sufrida Tangui.

Huyendo del invierno terminó, como tantos otros cubanos, refugiado en Miami. Se dice que de noche le gustaba caminar solo por la playa, y algo de ese vagabundeo desolado, ya extintos aquellos ojos vivaces y fervientes de su juventud, se puede sentir en sus últimas y magníficas Partitas. Como aquel alfarero chino que se inmoló en el horno para darle un alma a su obra, nuestro Músico había conseguido encarnar el apunte de su admirado Falla: su vida era una suma de “hondas lejanías”.

Murió de cáncer en el hospital Mount Sinaí de la Florida, el 21 de mayo de 1991. ~

Bibliografía comentada y referencias:

Las citas iniciales de Vitier pertenecen a su libro de memorias noveladas De Peña pobre (1978), donde Orbón aparece evocado como “el Músico”. La anécdota de las “hondas lejanías” (imagen que aparece también, por cierto, en uno de los “Sonetos del amor oscuro” de Lorca), la solía hacer Fina, y quedó escrita en un ensayo suyo: “El padre Gaztelu en los tiempos del jardín”, publicado en la revista Opus Habana, n. 2, vol. I, enero-marzo de 1997. La referencia está también en una conmovedora carta de García Marruz a Orbón, del 13 de abril de 1981.

Sobre Julián Orbón Fernández-Corujedo y su triste destino vale la pena consultar un librito suyo, Avilés en el movimiento revolucionario de Asturias (octubre de 1934), Talleres Tipográficos La Fe, Gijón, 1934, y los artículo de Juan Carlos de la Madrid, “Julián Orbón en flashback” (I y II), aparecidos en su blog Noticias que hacen historia. Links: http://noticiasquehacenhistoria.blogspot.com/2015/03/julian-orbon-en-flashback-i y http://noticiasquehacenhistoria.blogspot.com/2015/03/julian-orbon-en-flashback-yii.html.

El clásico de Carpentier La música en Cuba fue publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1946. La edición cubana postrevolucionaria (Letras Cubanas, 1979) omite las páginas sobre Orbón.

Para entender el ambiente musical en la Cuba de los años 40 y 50 recomiendo los libros de Cristóbal Díaz-Ayala, las memorias de Hilario González, Vicisitudes de la luz (Letras Cubanas, 2009); la selección de la correspondencia de Ardévol hecha por Clara Díaz (José Ardévol. Correspondencia cruzada, Letras Cubanas, 2004) y la “Conversación de verano”, reveladora entrevista al músico Aurelio de la Vega que Enrico Mario Santí incluye en El otro tiempo. Aurelio de la Vega y la música (Aduana Vieja, 2021).

Copias de las primeras cartas de Orbón a Lezama están en el Fondo Julián Orbón de la Lilly Library, en la Universidad de Bloomington, Indiana. Algunas han sido publicadas en dos números indispensables de la revista mexicana Pauta (el 21, de enero de 1986, y el 133, de enero-marzo de 2015) que traen dosieres sobre Orbón. Muchas otras cartas, de y para el músico (incluidas las aquí citadas que le envió Fina García Marruz) permanecen inéditas, aunque yo he podido consultarlas gracias a la profesora Anke Birkenmaier.

El artículo de Orbón sobre su ruptura con Ardévol y el GRM “por culpa” de Scarlatti, “Contra Presencia cubana en la música universal”, fue publicado en el diario cubano El País, en varias partes, entre el 27 de mayo y el 10 de junio de 1945.

Hay numerosas menciones de Carpentier a Orbón en su Diario de Venezuela (1951-1957), publicado por Siglo XXI en 2016. Los artículos de Rafael Rojas “El ocaso de la nación sinfónica” y “Carpentier contra Lezama (por el alma de Julián Orbón)”, aquí citados, los leí en diciembre de 2014 en su blog, Libros del crepúsculo.

La correspondencia entre Carlos M. Luis, Eliseo Diego y Cintio Vitier se publicó en la revista Újule (n. 1-2, Miami, verano-otoño de 1994). Las citas de Lorenzo García Vega proceden de Los años de Orígenes. Las de Leonardo Acosta, de “Homenaje a Julián Orbón”, ensayo que publicó en la revista cubana Clave (año 3, n. 1, 2001). Josefina de Diego ha comentado la historia de su abuela Josefina, el exilio abortado de su padre Eliseo y el encarcelamiento de su tío Dulzaides en un libro notable: ¿Y ya no tocan valses de Strauss?, Ediciones Matanzas, 2019.

La correspondencia de Lezama Lima con Orbón y Carlos M. Luis luego de 1959 está en Cartas a Eloísa y otra correspondencia (Verbum, Madrid, 1998).

Sobre el tema de Orbón y la Guantanamera son de indispensable lectura el artículo “Guantanamerías” de Guillermo Cabrera Infante (Vuelta, n. 203, octubre de 1993) y el detallado análisis de Antonio Gómez Sotolongo “Tientos y diferencias de la Guantanamera compuesta por Julián Orbón. Política cultural de la revolución cubana de 1959”, publicado en Cuadernos de música, artes visuales y artes escénicas, 2 (2), Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, abril-sept. de 2006.

El ensayo más importante y definitivo sobre Orbón y su obra es a mi juicio el de Eduardo Mata, publicado en tres partes en la citada revista Pauta: “Julián Orbón: Hacia una música latinoamericana” (Pauta 19; julio-septiembre, 1986): pp. 15-24; “Julián Orbón (II)” (Pauta 20, pp. 39-48), e “Himno al canto del gallo y Tres cantigas del rey: Julián Orbón” (Pauta 21, pp. 31-39). Del último procede la cita aquí incluida.

Mención aparte para el libro que recopila la mayoría de los ensayos de Orbón publicados en las revistas Orígenes y Exilio, incluido el aquí citado sobre Martí: En la esencia de los estilos y otros ensayos, con prólogo de Julio Estrada, publicado en 2000 por Colibrí, la editorial madrileña de Víctor Batista Falla.

En la última década hemos asistido a un renovado interés por Orbón y su obra, tanto en México como en España. Mata y el Cuarteto Latinoamericano grabaron varias de sus obras. A la biografía “oficial” escrita en inglés por Velia Yedra, Julián Orbón: A Biographical and Critical Essay (Research Institute of Cuban Studies, University of Miami, Coral Gables, Florida, 1990) vino a sumarse una tesis de la compositora e investigadora Mariana Villanueva, luego vuelta libro: El latido de la ausencia. Una aproximación a Julián Orbón, el músico de Orígenes (UNAM, Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, Editorial Itaca, 2014). Aunque de escritura algo descuidada y con errores garrafales concernientes a la historia de Cuba (uno de ellos, llamar Fulgencio Batista de Falla a Fulgencio Batista y Zaldívar), se trata de un útil e informativo resumen.

Otra investigadora y pianista, cubana aunque establecida en México, Ana Gabriela Fernández de Velazco Casanova, recogió el testigo de su madre Ana Casanova y escribió en 2021 una interesante tesis para su doctorado en la UNAM, Julián Orbón y el Grupo de Renovación Musical de Cuba (1942-1945). Contexto y análisis del Capriccio concertante (1943-1944), que es la investigación más exhaustiva que he leído sobre Orbón y su circunstancia cubana. Ana Gabriela también salvó del olvido su Piano sonata de 1947, que se daba por perdida.

En España, donde aún tiene familia, Orbón sigue siendo una figura importante. No sólo como gloria local (un conservatorio y la orquesta de Avilés llevan su nombre), sino gracias a los sostenidos esfuerzos de su sobrino Armando Orbón, importante guitarrista, y a los de la pianista Noelia Rodiles, que grabó hace poco su Partita núm. 4, movimiento sinfónico para piano y orquesta (1985).

En Cuba, Orbón venció a la censura. Tras su muerte, pasaron obras suyas por la radio. En 1994, Danilo Orozco ofreció en La Habana una conferencia sobre su vida y obra, y se estrenó su Cuarteto de cuerdas. En 1997, la Orquesta Sinfónica Nacional estrenó Tres versiones sinfónicas, y ese el mismo año Vitier publicó en La Gaceta de Cuba un artículo titulado: “Julián Orbón, música y razón”. En 2001, la revista Clave (año 3, n. 1) dedicó al músico un dossier que incluye una entrevista a Vitier titulada “Julián Orbón, la música inocente” y el ya citado ensayo de Leonardo Acosta. A partir de 2010 se grabaron algunas de sus composiciones (por el sello Colibrí, del Instituto Cubano de la Música). En el “Palacio Orbón” de la Calle Calzada también pusieron una tarja que debe seguir ahí, si es que la vieja casona aún no se ha derrumbado.

(*) Tomado de: Letras Libres

Autor

Ernesto Hernández Busto

(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Están permitidos todos los argumentos, sobre todo los que están en contra de los expresados en este blog. No están permitidas las ofensas personales por innecesarias para defender una idea. Así que me tomaré el trabajo de censurarlas.