lunes, 30 de mayo de 2016

EN CUBA NO HAY «REVOLUCIONARIOS» NI «CONTRARREVOLUCIONARIOS»

Cuba podría albergar espléndidamente una población tres veces mayor; no hay razón, pues, para que exista miseria entre sus actuales habitantes. Los mercados debieran estar abarrotados de productos; las despensas de las casas debieran estar llenas; todos los brazos podrían estar produciendo laboriosamente. La Historia me absolverá. Fidel Castro.

El 2 de enero de 1959, Fidel Castro habló por primera vez desde el balcón del Ayuntamiento de Santiago de Cuba como Jefe de una guerrilla triunfante y desde allí designó las personas que ocuparían los cargos claves del Gobierno Provisional. A partir de entonces su voz lo cubrió todo. Su elocuencia comenzó a ser proverbial, convencía con palabras o vencía con poder. Su verbo escamoteó las razones a todas las disidencias, conformó todas las consignas, las normas, transfiguró conceptos, fanatizó, e instauró el Gobierno Tribunicio más largo del que se tenga memoria en la isla.

El deber de todo revolucionarioCómo ser revolucionarios fue el primer conflicto de quienes creían en su doctrina. El 15 de enero de 1959, asistió a la sesión del Club Rotario y respondió algunas preguntas: «Yo no soy comunista», aseguró y quien dijo lo contrario fue castigado y acusado de contrarrevolucionario; sin embargo, el 16 de abril de 1961, ante una gran multitud proclamó que la revolución cubana era socialista.

Durante la zafra azucarera 69-70 la misión de un revolucionario fue colaborar con la producción de 10 millones de TM de azúcar; entonces, el Ministro del ramo se adelantó a los acontecimientos y demostró lo impracticable del propósito. El visionario estudio le costaó el puesto, el anonimato perpetuo y el peligroso estigma de contrarrevolucionario. Unos meses después, el Dr. Fidel Castro declaró ante una multitudinaria concentración que los 10 diez millones no iban.

En 1975 se inició en Cuba un período de cambios en el Sistema de Dirección y Planificación de la Economía (S.D.P.E.) El Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba había aprobado una serie de medidas que apuntaban a retomar la Ley del Valor y las Relaciones Monetario-Mercantiles como mecanismos para impulsar la economía por la vía del socialismo.

Ser revolucionario entonces era apoyar al S.D.P.E. Pero en 1985, cuando comenzaron a fluir algunas riquezas y a acumularse en otras arcas que no eran las del Estado, él comenzó desde la tribuna a desprestigiar el Sistema. Martirizó tanto con el tema, que poco después, en un Pleno del Comité Central del P.C.C., soltó uno de esos epigramas o epitafios de los que está lleno su discurso: «Lo único que creció con el S.D.P.E fue el consumo». Entonces, para ser revolucionario había que participar en la degollina del Sistema y su creador.

Y todo volvió a lo mismo de las décadas pasadas, a la economía que propició la adhesión de un sólo hombre al poder y la subversión de todos los valores sociales y económicos, creció la pobreza a extremos nunca antes vistos en Cuba, se desplomó la calidad de vida y la sociedad se dividió definitivamente en clases políticas.

Bienvenido Juan Pablo II. 
Cuando el 21 de enero de 1998 el periódico Granma publicó la noticia de la llegada a La Habana del Padre Universal, la tolerancia y el respeto a la Iglesia Católica, la fe cristiana y el proselitismo religioso se habían convertido en una misión para “revolucionarios”. Habían pasado casi 40 años de combativa, permanente y vigilante contención a todo acto de fe que no fuera la fe revolucionaria.

Para entonces, quien hubiera dicho que la Encíclica Laborem Exercens de 1981 es antimarxista. Quien hubiera hecho referencia a la Sagrada Congregación para Defensa de la Fe, donde se critica a los teólogos de la liberación, hubiera estado haciendo contrarrevolución. Si alguien hubiera apelado al texto de Carl Berstein y Marco Politi (Doubleday, 1996) Su santidad Juan Pablo II y la Historia Oculta de Nuestro Tiempo, lo hubiera lamentado porque en él se lee: «La cumbre Reagan-Wojtyla cimentó la idea compartida de que cada hombre utilizaría el enorme poder de que disponía para propiciar un cambio fundamental en el mundo que, en opinión de ambos, estaba inspirado en Dios: el eclipse del comunismo por los ideales cristianos».

Hay que esperar la seña. 
De esto no habló el Comandante en ninguna de sus referencias al Papa, cuando abordó el tema apuntó otras virtudes de Wojtyla, fue conformando la imagen a su manera mientras todo el mundo estaba «quieto en base». Incluso, la comparecencia del Arzobispo de La Habana, Cardenal Jaime Ortega Alamino por Cubavisión la noche del martes 13 de enero convocando a los cubanos para darle un merecido recibimiento a su Santidad, no tuvo la menor resonancia en los medios de difusión locales ni en la ciudadanía, había que esperar «la seña». No sería hasta tres días después que el fervor revolucionario se volcara, entusiasta y combativo, a cumplir la nueva tarea asignada por la revolución: Recibir al Sumo Pontífice.

Durante la noche del 16 de enero de ese año, Castro compareció en la televisión cubana. Habló por más de tres horas sobre las elecciones parlamentarias realizadas el día 11 del mismo mes, y después, en las primeras horas de la madrugada, y como quien no quiere las cosas, comenzó a hablar sobre la visita del Papa.

En primer término dejó esclarecido que con esa visita el Gobierno no buscaba beneficios políticos o económicos y dejó sentado que es la contrarrevolución quien describe al Papa «como alguien cuya visita pudiera ser perjudicial para Cuba y para la revolución, lo presentan –dijo- como una especie de ángel exterminador de socialismos, comunismos y revoluciones».

Quedaba dicho que quien reconociera en Wojtyla a un anticomunista y expresara en palabras o actos su sentir usando las viejas reglas sería clasificado entre los contrarrevolucionarios. Ahora ser revolucionario era recibir al Papa como a un Jefe de Estado. «Recibir al Papa con todo el respeto que merece el Jefe de una Iglesia que ejerce la mayor influencia en el mundo occidental» -fue lo que él dijo-, y esta sería la nueva misión de los revolucionarios.

Más adelante hizo la clásica polarización revolución-exilio, recurso eficaz que pretende colocar en Cuba sólo a los revolucionarios y en el exterior a los contrarrevolucionarios, para darle el tono nacionalista que él manejaba cual si fuera el líder de una secta apocalíptica. «Algunos –dijo- no entienden y están descontentos de que el mensaje religioso del Papa haya salido en la primera página de Granma». Y más adelante precisó: «Hay gente por allá por Miami tan confundida porque vieron eso en Granma o porque escucharon las palabras del Cardenal en la Televisión, que se preguntan si es que no se estará cayendo el comunismo en Cuba». Quedaba dicho que sólo los contrarrevolucionarios dudaban de la justeza de la visita papal. Era al llamado de la revolución y no al de la Iglesia al que estaba respondiendo el pueblo, era al llamado del Comandante al que estaba respondiendo el pueblo y no al llamado del Arzobispo de La Habana. Era a Castro y no a Dios a quien respondía el pueblo cubano. 
Amordazó durante décadas a la Iglesia Católica cubana y después llevó al Papa Juan Pablo II por toda la isla en un inigualable tour... de force.

Castro dijo en 1959: «Yo no soy comunista», y acusó de contrarrevolucionarios a quienes no le creyeron; luego, cuando se declaró comunista, acusó de contrarrevolucionarios a quienes no le siguieron en el Partido Comunista. En 1970 dijo: «Los 10 millones van», y acusó de contrarrevolucionarios a quienes creyeron que no era posible.
 
No sucedió nada en la isla durante el último medio siglo que no fuera absoluta responsabilidad de Fidel Castro, quien desbrozó toda oposición quitando del camino a quienes intentaron entorpecer su accionar en todas las esferas. Desde las artes culinarias, hasta las artes de pesca; desde el expolio de la banca privada, hasta la abolición de la moneda nacional; desde la abolición de la propiedad privada, hasta la hecatombe económica que provocó el deshacerse de los Estados Unidos como el socio comercial más importante; desde el paternalismo que anquilosó la iniciativa individual, hasta las leyes que persiguen todo vestigio de ingenio mercantil; desde el alegre despilfarro de las riquezas materiales y humanas en guerras megalomaníacas, hasta el intercambio de profesionales por favores políticos.

Y nada cambió con el traspaso del poder de un Castro a otro. Cuba sigue siendo el reino de un dictador, donde no hay "revolucionarios" ni contrarrevolucionarios, sino castristas y anticastristas.

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