En 1997, en el glamoroso espectáculo donde cada año se entregan los premios Grammy, sucedió algo insólito. Esa noche, un disco hecho en Cuba saltó al estrellato, a la fama que da una imagen repetida en millones de televisores alrededor del mundo. Esa noche, un disco hecho en Cuba, por cubanos que residen en la isla, fue tocado por la inconmensurable nombradía que da uno de los certámenes más importantes en el mercado de la música. Esa noche los presentadores dijeron: «Y el Grammy va a Buena Vista Social Club».
La producción impactó por el contenido musical, un sonido añejo, de remembranzas, interpretado por glorias olvidadas para unos y desconocidas para otros. Nombres como Compay Segundo, Ibrahím Ferrer, Manuel Puntillita Licea, Manuel El Guajiro Mirabal, Eliades Ochoa, Pío Leyva y Rubén González habían tenido una resonancia indiscutible durante las décadas del cuarenta, cincuenta y principios de los sesenta para la música bailable latino americana; sin embargo, algo muy grande hubo de suceder para que esos legendarios del mercado de la música quedaran borrados, para que carreras fulgurantes quedaran consumidas, para que quienes disfrutaron de días de bonanza económica quedaran en una modestísima situación de sobrevivencia.
Las economías y las políticas dislocadas erosionaron las carreras y las vidas de estos y otros miles de músicos cubanos durante las últimas cuatro décadas, pero para 1997 se habían producido algunas de esas inevitables sacudidas que de cuando en cuando estremecen hasta a los más cerrados y supuestamente monolíticos sistemas. Para la noche en que se presentó en Los Ángeles, California, la producción Buena Vista Social Club, como la ganadora en la categoría de Música Tropical, muchas cosas habían sucedido en Cuba y alrededor de Cuba, entonces, algunos obstinados como Juan de Marcos González, Ry Cooder y Nick Gold pudieron romper algunas reglas y crear un producto de gran aceptación en el mercado.
La música cubana, que dominó el ámbito latinoamericano desde el siglo XIX, se posicionó, durante la primera mitad del siglo XX, de una gran parte del mercado de la música bailable. Existían, sobre todo en el área del Caribe y algunas ciudades de los Estados Unidos, gran cantidad de agrupaciones que interpretaban los ritmos elaborados en Cuba durante siglos con materiales sonoros venidos de los cuatro puntos cardinales. En Santo Domingo, San Juan, Caracas, Veracruz o New York se bailaba el danzón, el son, el cha-cha-cha y el mambo con igual ímpetu que en La Habana, Santiago de Cuba, Matanzas, Aguada de Pasajeros o Pedro Betancourt. Billo Frómeta, Alberto Beltrán, Johnny Pacheco, Cortijo y su legendario combo, Ismael Rivera, Tito Puente o Joseíto Mateo jamás negaron su pertenencia a la cofradía de los soneros.
La producción y comercialización de la música bailable cubana fue un negocio en el que estuvieron involucrados los músicos de toda el área. Los creadores y sus creaciones se movían fluidamente en todas direcciones y lo que se tocaba un día en los salones de baile de Prado y Neptuno, en La Habana, al otro se conocía en Puerto Príncipe, Chicago, San Juan, Ponce o cualquiera de las ciudades del continente. El vínculo de los creadores con las raíces de la música cubana era absoluto. Se escribía en Santo Domingo lo que se cantaría luego en Radio Progreso y se grababa en Campanario y San Miguel la música que se bailaría durante los próximos meses en cualquier lugar.
Ese flujo y reflujo de los músicos y la música cubana, ese ir y venir de La Habana a cualquier sitio del mundo, quedó dramáticamente cortado durante los primeros años de la década del sesenta del siglo XX.
Durante la década del sesenta, murieron Benny Moré (1919-1963) y Roberto Faz (1914-1966), dos de los grandes. Rolando Laserie, Celia Cruz, Bienvenido Granda, Olga Guillot, La Sonora Matancera y muchos, afectados económicamente por las nuevas reglas del mercado cubano, salieron a radicarse en el extranjero. Otros, como Vicentico Valdés o Pérez Prado, no volvieron nunca. La política y la economía diseñada por el gobierno de Castro propiciaron que se creara a finales de esa misma década, y tomando como referencia el sistema de administración económica de la cultura en los países de Europa del este, un sistema de evaluación artística que, en la música, puso un muro ante cualquier intento de libre comercialización de la creación musical.
Los músicos, debieron someterse a un sistema de audiciones ante tribunales para defender el monto de sus salarios, desvinculándose así el sueldo del producto final del trabajo. El salario mensual, comenzó a percibirlo un músico del mismo modo que un empleado público, completamente al margen de la comercialización que se hiciera de la orquesta a la cual pertenecía.
La industria discográfica en todas sus fases quedó también en manos del Estado y los jornales de quienes se emplearon en ella también se fijaron al margen de la comercialización, con lo que ese rubro sufrió también las consecuencias del anquilosamiento y la pérdida de los mercados. Los salones de baile también fueron expropiados y pasaron a ser administrados por el Estado lo que causó que en poco tiempo los lugares donde tradicionalmente se bailó por toda la isla, quedaran cerrados. Otro tanto sucedió con la radio y la televisión.
La música cubana, que durante décadas iba y venía sin cesar, quedó encerrada en la isla. Afuera quedó un mercado que fue perdiendo el vínculo con la raíz, y cuando no pudieron más, ni los músicos ni los bailadores, ni los empresarios, apareció una etiqueta para toda esa música cubana que habían conservado al margen de la base y le llamaron salsa.
Dentro de la isla, la música siguió su curso a pesar de todo y, en esa contienda, el sistema de evaluación artística se llevó de cuajo a muchos que por no solfear o no cumplir cualquiera de los requisitos establecidos, quedaron imposibilitados de tocar la percusión o cantar o hacer lo que sabían hacer muy bien. De nada valdría que los directores de orquestas y grupos los llamaran para que formaran parte de su equipo, no eran buenos para la comisión de evaluación y así, de un plumazo, quedaban descontinuados. Esta ley, que aun rige para los músicos en Cuba, ha permitido los dislates más sorprendentes; entre ellos, que luminarias como Carlos Embale o El Niño Rivera hayan desaparecido del ámbito musical cuando aún estaban en plenas facultades artísticas o que cientos de músicos cobren un salario subsidiado por el Estado sin hacer prácticamente ninguna labor, amparados en que ante el tribunal de evaluación obtuvieron una calificación adecuada.
En 1989, con la caída del muro de Berlín, casualmente unos doscientos años después de la toma de La Bastilla, se dio inicio a una nueva Era para los países que una vez estuvieron bajo la égida de la Unión Soviética. Las reglas del mercado, para bien y para mal, comenzaron a cambiar drásticamente en todo el mundo. En Cuba, comenzó un coqueteo errático, pero coqueteo al fin, con los mercados capitalistas.
Para esa fecha, las trágicas consecuencias de las políticas y los sistemas económicos dislocados aplicados por el Gobierno Cubano y contra el Gobierno Cubano tenían un saldo impresionante de víctimas fatales en el mercado de la música bailable. Entre otras desgracias, dicho mercado había sido absorbido por la industria de otros países, gran cantidad de músicos cubanos habían quedado, o marginados por la burocracia, o habían tenido que emigrar a otras tierras, o permanecían subutilizados y subsidiados a la espera de una oportunidad para vender su producto allende los mares.
En 1996, varios de los músicos que fueron citados para grabar en los estudios de la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales (EGREM) lo que después sería la producción Buena Vista Social Club, habían sido molidos por economías y políticas erráticas, habían sufrido la anulación burocrática. En plenas facultades y con un mercado carente del producto que finamente ellos saben crear, habían quedado marginados; sin embargo, algunas reglas se habían flexibilizado y a la vista de un inversionista extranjero, con moneda dura, se podían obviar ciertos artículos de la ley de evaluación artística. En 1997, esos marginados eran ganadores de un Grammy con auténtico sabor retro. Producido por quienes tuvieron la suerte de evadir los mecanismos establecidos, por quienes llegaron justo a tiempo, por los rechazados del sistema.
Ese Grammy, que ahora se anotan como un logro las autoridades que rigen los destinos de la música y los músicos cubanos, es ni más ni menos que la prueba más contundente de lo equivocado del régimen. Pero ni aun así quieren verlo. Parece ser éste el colmo de lo que pudiera ocurrirle a un ciego: Llamarse Casimiro y vivir en Buena Vista. (Santo Domingo, [A]hora, 7 ago. 2000)
(*) Este artículo lo publicó la extinta revista Ahora en Santo Domingo hace 23 años, y no me pregunten por qué no lo había subido antes al Tren de Yaguaramas porque no tengo ni idea. Que lo disfrutes.