viernes, 15 de agosto de 2025

Letras notadas al pasar: LA FIESTA DE DESPEDIDA DE GABRIELA MISTRAL EN LA COMEDIA DE LA HABANA.

(Sto. Domingo. Listín Diario, 6 jul. 1931 pp. 1, 6)

 (De nuestra redacción en la Habana)

Leyó la ilustre intelectual sus poemas inéditos. El producto de esa fiesta cultural se destinará a editar un tomo de poesías selectas de Martí.

Habana, julio 1º. Bella y lucida fiesta la celebrada anoche en el Principal de la Comedia, de esta capital. La gran poetisa chilena Gabriela Mistral, leyó sus últimos poemas, todavía inéditos, en una fiesta cultural cuyo producto será destinado a sufragar los gastos de la edición de un tomo de prosas selectas del gran Martí, conforme a la iniciativa del Instituto de Educación de la Liga de las Naciones, la cual se propone publicar en francés obras de autores latinoamericanos.

Interesantísimo el programa que los entusiastas propulsores de la fiesta, Francisco Ichazo y Mariano Brull, confeccionaron. La concurrencia muy selecta y brillante, integrada por un escogido grupo de la intelectualidad cubana y por la concurrencia de distinguidas personalidades del Cuerpo Diplomático extranjero y miembros del servicio consular acreditado en esta capital. Entre aquellos, en primer término, recordamos a su excelencia el Ministro de Chile, y el Embajador de la República azteca, y entre los segundos al Cónsul General de Chile, nuestro dilecto amigo Sr. Sebastián Q. Gelabert. Completaban la audiencia bellísimas mujeres, poetas, escritores, artistas y una buena representación de la prensa local y extranjera los cuales tuvimos la suerte de encontrarnos.


JOSÉ MARTÍ, CABALLERO

Comenzó la sutil y amable disertación de la señora Blanca Z. de Baralt, que durante diez años de permanencia en Nueva York conociera y tratara con casi diaria frecuencia al extremo de darle en su casa hospitalidad, a José Martí. Dijo de cómo se hacía estimar y admirar el grande hombre y fue señalando detalles de la Conversación, de sus gustos y preferencias, descubriendo rasgos esenciales en la reconstrucción de su persona.

«Recuerdo como si fuera ayer, la primera vez que vi a Martí. Era yo jovencita de 18 años y le fui presentada en una reunión. No tenía ausencias de él, era para mí un señor cualquiera, un encuentro fortuito de sociedad. Mas a los pocos minutos de conversación, con habilidad que no he visto igualada, sin interrogatorio, había averiguado cuáles eran mis gustos, mis inclinaciones, mis esperanzas. Tocó la hora del arte, señaló precisamente las obras que me apasionaban. Discutió conmigo, cuadros, música y libros de la manera más natural, con absoluta sencillez, sin hacerse sentir la diferencia que existe entre una niña y un sabio. Del mismo modo se hizo conocer de mí. Pude apreciar al instante que era un hombre superior, de vastos conocimientos y de alma grande. Nunca desmintió aquella impresión primera. No quisiera dar aquí una idea de la frivolidad de Martín sin indicar las mil facetas de su espíritu, abierto a todas las manifestaciones de la vida y al punto me permitiré contar una anécdota que se seguro sus historiadores desconocen. Pocos días antes de mi matrimonio, me dijo Martí:

-Blanca: voy a pedirle un favor.

-Usted dirá. -dije.

-Quiero que me deje ver su trousseau.

-Bueno -exclamé-. Tal día irán mis amigas a casa; venga usted también, o un poco antes si le parece.

Y continúa la señora Baralt: «Llegó y con mi madre y mis hermanas estuvo examinando como un chiquillo vestidos y sombreros, haciendo un fino comentario y poniendo nombres a varios de ellos. Un tiempo después, encontrándome con mi marido, recordó la prenda que había vestido y me dijo: Veo que lleva usted el sombrerito casto. En otra ocasión reconoció el vestido discreto, o el abanico perverso, nombres puestos por él el día de la exposición del trousseau.

Yo le recuerdo -agrega la señora Baralt- como un joven de genio alegre, y sólo en los últimos tres o cuatro años, cuando pesaba sobre su alma las grandes preocupaciones y responsabilidades que entrañaban la idea de lanzar a su pueblo a la revolución donde tenían que morir muchos combatientes, se tornó grave y pensativo. En los meses que precedieron a la guerra del 95, cuando Martí era perseguido por el espionaje de la colonia, cambiaba de residencia a menudo para despistar a los agentes que le buscaban. Venía a veces a pedirnos albergue sabiendo que nuestra casa era la suya; y cuenta mi marido (Dr. Luis A. Baralt) que una noche en que Martí durmió en su cuarto con él, lo despertaron unos suspiros profundos y unos quejidos lastimeros.

-¿Que tiene, Martí?- le preguntó Luis alarmado. Abriendo los ojos exclamó: ¡Ay las madres, las madres, cuánta sangre y cuántas lágrimas van a correr en esta revolución a que voy a lanzar a mi país! Sentía el peso de la tempestad que iba a desencadenar y su alma sensible se condolía de los sufrimientos inherentes a la revolución.

Habla luego la señora Baralt de la gran facilidad que tenía Martí para escribir y comentar las obras y poemas escritos por él durante aquellos años. Refiere a su biblioteca, a sus libros predilectos, desde El Cuervo, de Poe, a Las noches, de Musset. Comenta sus gustos e inclinaciones.

José Martí 

Dice: Su preferencia por el chocolate, con poco azúcar, que acabamos de anotar, me recuerda sus aficiones gastronómicas. Como verdadero artista, Martí tenía una gran agudeza de los sentidos y el paladar estaba en él desarrollado al extremo. Era gourmet a lo Brillat-Savarin y sabía combinar el menú de la comida que hacía honor a la pericia de un embajador. Frugal en su sustento ordinario, cuando se trataba de obsequiar a sus amigos sabía elegir los platos más exquisitos y los vinos más raros, como experto que era en la materia. Conocía, a fuerza de buscarlos, los lugares de la metrópoli neoyorquina donde un especialista ignorado del gran público confeccionaba un plato suculento.

Imposible seguir a la señora Baralt en su interesantísima disertación sobre Martí, y trabajo de tan nobles y bellos aspectos en que la anécdota salta como chorro de oro, merece más bien la transcripción. La señora Baralt fue ovacionada al terminar la lectura.

La Sra. Durán Castillo

Leyó una selección de poemas de Martí la bella y distinguida dama señora Águeda Azcárate de Durán Castillo. A fe que el tino de lo escogido corrió parejo la admirable interpretación de la recitadora, a la que muy pocas veces hemos podido ver siquiera igualada en la lectura de versos de Martí.

Las señoritas García Orellana

Números de canto y piano, siguieron. La primorosa voz de la señorita Rosario García Orellana ofreció el lírico regalo de exquisitas canciones, acompañada al piano por su hermana María.

Poemas de la Mistral

Gabriela Mistral @Fuente Externa
Hubo un profundo silencio y comenzó la gran poetisa americana la lectura de sus poemas. Cruzaron por la sala, dejando en cada espíritu una trémula caricia de alados poemas:
Carta a Rodolfo Ortega; los nocturnos (tres composiciones bellísimas) El gesto, La pajarita y Canciones de Cuna… Al terminar, la concurrencia, puesta de pie, la ovacionó largo rato. Gabriela Mistral tiene el secreto de la palabra que sólo entiende el corazón. 

JULIÁN ORBÓN DE SOTO (1925-1991): A PROPÓSITO DE UN CENTENARIO (*)

En su obra, elogiada por Aaron Copland y Alejo Carpentier, el compositor hispanocubano Julián Orbón buscó la universalidad a través de la síntesis de tradiciones musicales, de la música española y la hispanoamericana, de lo culto y lo popular. El centenario de su nacimiento da ocasión para recordar su inmenso legado.

por: Ernesto Hernández Busto

Julián Orbón (1925-1991)

I

Una tarde a principios de los años 40 llegó a la tertulia de la calle Neptuno 308 en casa de Josefina Badía, madre de las hermanas García Marruz. “Muchacho delgadillo, cetrino, cimbreante –recuerda Cintio Vitier–, todo nervio y gracia, el rostro muy anguloso quemado por la propia luz de sus ojos desérticos de sombras aceitunadas, los labios sumidos ceceando ráfagas de fuego y frío”. Badía, mujer de singular independencia, pianista y fundadora de orquestas femeninas de música popular, había sido amiga adolescente de su madre, y ese vínculo era la mejor tarjeta de visita posible.

Cuentan que el Músico se acodó en el respaldo de una butaca para mirar una reproducción de Goya, el retrato del niño Don Manuel Osorio de Moscoso y Manrique de Zúñiga, conocido como El niño del pájaro. El traje rojo cinabrio del modelo, que con una cuerda sujeta a la urraca negriblanca ante la mirada azorada de tres gatos, le había ganado a la estampa el sobrenombre de “la lamparita”. Al visitante, aquel pájaro con una tarjeta en el pico le recordó otro, un canario que su madre había hecho llevar de Cuba a Asturias, y que él había encontrado muerto de frío en su jaula, siendo niño. Poco después murió también la madre.

Esa noche interpretó al piano fragmentos de Noches en los jardines de España, de Falla. En las muchas veladas de los años que siguieron, tocó y cantó el Retablo de Maese Pedro y viejas tonadillas españolas del siglo XVIII, para cerrar casi siempre con sones cubanos. Una vez, Fina García Marruz le comentó su interpretación de la melismática “Ay, Melisendra” del Retablo, o su evocación de la ciudad de Sansueña, diciéndole que comunicaba a esa música algo raro, como una sensación de lejanía. El Músico, entonces, le mostró una anotación del propio Falla al margen de la partitura: “Hondas lejanías”.

II

Había llegado a Cuba en septiembre de 1940, huyendo del servicio militar tras la Guerra Civil española. Su extraordinario talento incluía dotes de gran pianista, aunque se presentó pocas veces en público, y a partir de 1944 dejó de tocar de manera profesional y se dedicó sólo a enseñar en el conservatorio de su padre y a componer sin demasiada disciplina, casi como jugando.

Orbón venía de una familia de músicos. Su padre era el pianista y compositor asturiano Benjamín Orbón, rumboso hombre de mundo que llevó una vida de músico itinerante sin renunciar del todo a Avilés, su ciudad natal. Tras establecerse en Cuba (“le debo todo a los cubanos”, dejó escrito), se casó con una de sus alumnas, la joven pianista Ana de Soto Blanch, cubana de padres españoles. Después de la boda, De Soto viajó a Avilés con su esposo, aunque nunca consiguió aclimatarse a esa ciudad.

Debido a esos desplazamientos, los primeros hijos de la pareja nacieron a ambos lados del Atlántico. No fue un matrimonio feliz: Benjamín tenía hábitos bohemios y serios problemas con el alcohol que hicieron desdichada a su esposa. Hacia 1922, tras un incidente que algunos califican de huida con un amante, Ana de Soto fue “rescatada” en Nueva Orleans por su esposo y devuelta a España. Para atender su academia, Benjamín seguía residiendo en Cuba, aunque visitaba esporádicamente a su esposa e hijos, ahora bajo la vigilancia y atención de su adusto hermano Julián en Avilés. Allí nació Julián Orbón de Soto, último descendiente del matrimonio, el 7 de agosto de 1925.

La madre murió pronto, el 3 de enero de 1932, víctima de una insuficiencia cardiaca. La familia decidió mudarse a Cuba, pero el pequeño Julián quedó al cuidado de los parientes paternos, la abuela Rosalía Fernández-Corujedo y su tío Julián Orbón Fernández-Corujedo. Gracias a la biblioteca de ese tío, que había vivido quince años en la isla antes de volver a España, el niño se convirtió en un insaciable lector. La ausencia de la madre y un temprano sentimiento de desamparo influyeron en el encierro que lo condujo a una precoz erudición melancólica, “una sensación de exilio –dice su discípulo mexicano Julio Estrada– que no lo abandonará jamás”.

Mientras tanto, el Conservatorio Orbón había logrado convertirse en una de las mejores escuelas musicales de la época, con su propio plan de estudios y numerosas sucursales en toda la isla. Allí matriculó el niño, durante unos meses que pasó en la isla, deslumbrado por la luz y el paisaje del trópico, antes de regresar a Oviedo, donde seguirá estudiando.

Vástago de una familia católica y de derechas, padeció la revuelta de los mineros en Asturias (1934) y los violentos hechos que la siguieron. Entre las casas que incendiaron los revolucionarios aquel “octubre rojo” estuvo la suya: ardieron los dos pianos con que tocaba, todos los libros de la biblioteca familiar y también el local del periódico conservador El progreso de Asturias, propiedad de su tío paterno, que se salvó de milagro, huyendo por los tejados. Era por esa época teniente de alcalde de Avilés, apoyaba la monarquía y en sus escritos combatía la propaganda soviética y el marxismo, por lo que pronto pasó a integrar la “lista negra” del bando republicano.

Tras perder todos sus bienes, la familia se trasladó a Gijón, y se mantuvo en esa ciudad hasta que estalló la Guerra Civil. Durante los primeros días de la contienda, el tío Julián fue detenido por unos milicianos y más tarde asesinado (algunos dicen que en la cárcel de Avilés, otros que vejado y tiroteado en plena calle). Esa muerte marcó para siempre a su sobrino, con el que había ejercido de padre sustituto durante años fundamentales.

Asustado por la posibilidad de que su hijo adolescente fuera llamado a filas, Benjamín Orbón decidió que embarcara hacia Cuba. Llegó en septiembre de 1940, y dos meses después dio un concierto de piano: la “Danza del fuego” de El amor brujo de Manuel de Falla y la Danza asturiana No. 2 de su padre, aunque este último ni siquiera asistió al teatro.

La recién estrenada Constitución daba preferencias laborales a los cubanos de nacimiento y los naturalizados con familia. Aunque Orbón no había nacido en Cuba, era hijo de una cubana y un naturalizado. Por eso pudo concluir sus estudios en el conservatorio familiar, centro académico avalado por la Secretaría de Educación, y comenzar una carrera profesional apoyado por su padre y las relaciones que este tenía en la isla.

Además de sus conciertos en el barco que lo llevaba a su nuevo país, la primera actuación oficial de Orbón como pianista ocurrió en la Academia Margot Alfonso de Matanzas, en octubre de 1940. Dos meses después, el 11 de diciembre, hizo su debut en la Academia Nacional de Artes y Letras de la capital, donde fue elogiado por importantes intérpretes y compositores locales, como Joaquín Nin Castellanos y Olga de Blanck. Sus dotes pianísticas y la preparación alcanzada en Oviedo le permitieron continuar estudios de nivel superior del conservatorio familiar. En agosto de 1941 se tituló como Profesor de Solfeo y Teoría de la música, y maestro de piano. Ese mismo año ganó el Diploma de Honor y la medalla de oro por la interpretación de la Toccata, adagio y fuga en do mayor de J. S. Bach en el concurso de piano del conservatorio Orbón, celebrado en la Academia Nacional de Artes y Letras. Con apenas 15 años, había dado también una conferencia sobre Manuel de Falla y leído algunos escritos suyos en la emisora radiofónica del Ministerio de Educación.

Tras egresar del conservatorio, sus inquietudes creativas lo llevaron a tomar las clases de composición del catalán José Ardévol, que detectó en aquel joven un talento fuera de lo común y decidió incorporarlo al Grupo de Renovación Musical (GRM). Por esa época, Orbón llega a la tertulia de la calle Neptuno, que Agustín Pí bautizó como “El Turco Sentado” y donde coincidieron muchos de los futuros miembros del grupo Orígenes. Durante esos primeros años 40, ofreció conciertos públicos con el mismo repertorio español: Falla y Albéniz. Aunque sus dotes parecían augurarle un éxito sin precedentes, abandonó la carrera de concertista tras el fallecimiento de su padre en 1944. Para esta fecha ya había reestrenado en Cuba el Concierto para clavecín de Falla y el ballet Petrouchka de Stravinsky. Nunca más tocó en público, sólo en reuniones de amigos. Quizás porque con apenas 19 años le tocó asumir la dirección del conservatorio familiar y sus más de doscientas filiales, mientras impartía clases en el curso superior. Pero también es posible especular que Orbón se negó conscientemente a convertirse en un virtuoso del piano, según los argumentos que aparecen expuestos por Ardévol en su único artículo publicado en la revista Orígenes: “El virtuosismo”. Siguiendo al Stravinsky de la Poética musical, Ardévol oponía el trabajo del virtuoso de un instrumento a una relación más auténtica con la música. El virtuosismo, concebido como el intento de ganarse al público a través de la técnica, no sólo le parecía “uno de los pecados que ha hecho y hace más daño a la música”, sino también un impedimento para cualquier intento de música nueva.

Orbón, sin embargo, era un divo por temperamento y le resultaba difícil ocultar su talento de superdotado. Quería vivirlo todo, sentirlo todo, y a menudo sus nervios lo traicionaban. Por ese exceso de vehemencia, que le causó numerosos conflictos, Lezama lo llamaba “el apocalíptico Julián”. Su avasalladora personalidad acabó chocando con la de Ardévol: el discípulo había resultado ser más brillante que el maestro y no estaba dispuesto a ocultarlo. Comenzaron los celos profesionales, porque el joven no sólo escribía crítica musical en el periódico Alerta, sino que se convirtió también en amigo de Erich Kleiber, llegado a La Habana de la postguerra para dirigir la Filarmónica local. La publicación de uno de los manifiestos del GRM, donde creyó ver tergiversadas sus ideas sobre la relación de lo popular con la música culta, provocó finalmente la ruptura con Ardévol y el Grupo: fue una sonada polémica, dirimida en la prensa habanera en mayo-junio de 1945. Detrás de él, se fueron también otros dos integrantes del Grupo: Hilario González y Gisela Hernández.

Ese mismo año, Orbón estrena su Sinfonía en do, dirigida por Kleiber, y poco después gana una beca para estudiar en el Berkshire Music Center, en Tanglewood, Massachusetts, bajo la tutela de Aaron Copland, que se convertirá en una de sus influencias fundamentales. El músico neoyorquino llegó a definir a su alumno como “el mejor dotado compositor de la nueva generación de Cuba”. Con Copland, Orbón perfeccionó su conocimiento orquestal, y la beca también le permitió entrar en contacto con otros jóvenes compositores que poco después serán figuras clave en la música latinoamericana (Alberto Ginastera, Juan Orrego-Salas, Héctor Tosar y Antonio Estévez) o estadounidense (Lucas Foss y Leonard Bernstein).

Beneficiado de un creciente prestigio, que le permitía dialogar a la vez con figuras de Europa, Estados Unidos y una generación de nuevos compositores latinoamericanos, Orbón se convirtió en el más importante de los jóvenes músicos cubanos, la encarnación unipersonal de aquella Escuela Cubana de Composición que Ardévol había aspirado a crear. Basta leer los elogios que le dedica Carpentier en La música en Cuba (1946) y que, según se dice, dejaron a Ardévol, Salieri local, hundido en la amargura: “Incapaz de contentarse con miniaturas, ávido de riesgos y de logros difíciles, Orbón está decidido a permanecer en el mundo de las formas grandes, enfrentándose con los problemas más serios que puedan ofrecerse a un músico de nuestro continente. Antes de haber doblado el cabo de los veinte años, Orbón se encuentra ya en posesión de una obra considerable que no contiene una página carente de interés”.

En 1947, felizmente enamorado y a punto de casarse con la joven Mercedes Vicini, a quien todos llamaban Tangui, Orbón enfermó de tuberculosis y tuvo que refugiarse en un sanatorio de Santiago de Cuba. Las severas costumbres de la época lo obligaron a mantener en secreto esa convalecencia. Ese año y el siguiente escribió varias cartas a Lezama que son pruebas de cercanía espiritual; juzga su enfermedad como el resultado de una vida disipada que jura enmendar, mientras disfruta del paisaje oriental y del naciente idilio que pronto lo hará padre –y a Lezama, padrino de bautizo.

Tras la muerte de su padre, Orbón convirtió a Lezama en sustituto de la figura paterna. Varios testimonios también coinciden en que éste lo trataba como a un hijo consentido: era, por ejemplo, el único de los origenistas al que tuteaba. Después de la boda, el poeta se convirtió en asiduo visitante del matrimonio: en aquella casa, a la que llamaba con ironía “el Palacio Orbón”, tenía su “trono”, un butacón de hierro forjado con mullidos cojines, que si hacía mucho calor se arrastraba hasta la terraza. Allí transcurrían apasionantes conversaciones en las que Lezama siempre llevaba la voz cantante, exhibiciones verbales para el más bondadoso y tolerante de sus amigos. “Julián –cuenta Leonardo Acosta– encargaba enormes sándwiches y cervezas al gallego Paco, dueño del aledaño Victory Bar, quien enviaba todo con el imprescindible sobrín”.

Esas reuniones de los años 40, asaltadas por lo que Vitier llama “el presentimiento de su condición futura de paraíso perdido”, solían terminar con improvisaciones y adaptaciones de sones montunos o guajiras populares con letras de poetas como Eugenio Florit –la Guajira guacanayara– o de Martí, en la Guajira guantanamera. En esta última, Orbón fusionó, a manera de divertimento, el punto criollo, algunos de los Versos sencillos del prócer cubano, un “bajo ostinato” a la manera del son cubano y un breve estribillo cuyo texto improvisaba en programas de radio durante los años 30 el cantante Joseíto Fernández para resumir la crónica roja. Nació así la famosa canción, popularizada en los años 60 por Pete Seeger y cuya autoría fue mal atribuida a Héctor Angulo, alumno de Orbón, y al propio Seeger.

De izquierda a derecha: José Lezama Lima,
Lilia Esteban, Julián Orbón y Alejo
Carpentier, 1953,

En Orígenes, Orbón divulgó algunas de sus ideas musicales: primero algo sobre “Las tonadillas” y luego una necrológica de su querido Falla (“Y murió en Altagracia”; invierno de 1946). En 1947, publica su ensayo “De los estilos trascendentales en el postwagnerismo” y en el verano de 1949, una nota sobre Richard Strauss. Tanto Lezama como el resto de los origenistas le profesaban verdadera devoción y escribieron sobre su obra en varias ocasiones. Más allá de la melomanía que compartían todos los integrantes del grupo, fue Orbón quien otorgó a Orígenes una poética musical, más compleja de lo que parece a primera vista.

Si una década antes el musicólogo Adolfo Salazar había objetado a García Caturla que se olvidara de la música española para priorizar lo afrocubano, y que su plan armónico careciera de base (“como una catedral que pretendiera elevarse sobre la arena”), en los años 40 y 50 Orbón va a dedicarse a levantar esa catedral musical aprovechando no sólo las lecciones de Ardévol sino también, como recomendaba Salazar, absorbiendo la modernidad española desde Albéniz hasta Halffter. Su obra mezclaba el canto gregoriano con las viejas formas hispanas, fusionadas a su vez con nuevas modalidades, avanzadas armonías contemporáneas y ritmos cubanos para crear una música poderosa que derrochaba magnificencia y excelencia técnica. En los años que siguen irá más allá de lo preconizado por Ardévol, insistiendo en el diálogo entre la música española y la hispanoamericana con renovadas nociones de “lo culto” y “lo popular”.

Desde su comienzo, el Grupo de Renovación Musical había asumido las grandes formas, cierto neoclasicismo “a la española”, en correspondencia con los juicios estéticos que Ardévol intentaba inculcar a sus discípulos. Pero en Cuba eran inevitables otros influjos, que llevaron a la diversidad de estilos personales. El de Orbón combinó el conocimiento y dominio de pequeñas y grandes formas –sonatas, variaciones, rondós– y el retorno a la artesanía en la composición con ideas muy particulares sobre la relación entre el pueblo y su idiosincrasia musical, sin anclarse en los dogmas de su maestro catalán. En la polémica que llevó a su ruptura con este, por ejemplo, Orbón dice: “No puede admitirse que un compositor sea por sí mismo (?) fuente de idiosincrasia sonora. Esto equivale a afirmar que un hombre puede modificar en una producción culta toda una creación popular de tipo tradicional, o sea, pasar de su recepción a una inventiva que sea válida en lo sucesivo dentro de la música de su nación”.

Esta disputa, que giró sobre la figura de Scarlatti, cuya relación con la música española Ardévol habría malinterpretado, implicaba un menosprecio de la tradición popular que Orbón nunca aceptó, y que en el caso de la música cubana terminaba siendo una propuesta aún más absurda y forzada que en la tradición española:

Al defender con tanta insistencia la suficiencia del individuo para llegar por sí solo a construir un sistema que sea válido para trabajar en lo sucesivo la música de un pueblo, el Grupo olvida, o quiere olvidar, como lo demuestra el ejemplo de Scarlatti en que con tan poca discreción y juicio se apoyan (pudieron haber buscado algún artista menos sensible al reflejo de la fragante y cultísima vida popular), que mientras la principal dimensión de la historia sea el hombre no se podrá hacer arte viviendo al margen de lo que le da su categoría como tal: la gracia y la pasión, elementos que nos son suministrados por el Jordán vivificante que es el pueblo. 

Lezama, que en los años 30 había estado cerca de la tesis voluntarista de Ardévol, acabó favoreciendo una idea más compleja de las relaciones entre la tradición popular y la alta cultura, que la obra de Orbón ilustra mejor que ninguna otra. Otros origenistas, como Vitier y Fina García Marruz, encontraron en el músico las claves de una relación entre lo sacro y lo popular que será decisiva en sus obras futuras.

III

La madurez y consagración musical de Orbón se produjeron en los años 50. Su obra de esta década refleja una búsqueda de universalidad a través de la síntesis de tradiciones musicales, con un lenguaje armónico más audaz y cierta expresividad romántica, influida por su relación con compositores como Copland y Heitor Villa-Lobos. Atrás quedaban los seminarios del GRM, sus polémicas con Ardévol, los paseos casi diarios con Kleiber por el Malecón, la estancia en el Berkshire Music Center. Después de su matrimonio, se dedicó dos años a estudiar los cuartetos de Béla Bartok. El resultado es una de sus obras fundamentales, su propio Cuarteto de cuerdas (1951), obra estrenada dos años después en Estados Unidos por el Fine Arts Quartet. En ella se produce una fusión de tradiciones que incluye tanto al son cubano como la forma sonata, en un marco que oscila desde lo modal hasta lo atonal. Ese mismo año, su amistad con el guitarrista Rey de la Torre, primo de su esposa, lo lleva a componer Preludio y danza (1951), también conocido como Preludio y tocata, donde hay una evidente fusión entre los modos renacentistas y las estructuras rítmicas de la música negra.

1953 fue un año clave para Orbón. Nace su primer hijo (Julián, apadrinado por Lezama y Fina) y casi al mismo tiempo se anuncia la convocatoria para el concurso de composición del Primer Festival de Música Latinoamericana, organizado en Caracas. Cuando recibe las bases, Orbón se encierra durante cuatro meses. “Según iba componiendo y cada vez que terminaba un cuadernillo –cuenta–, lo iba pasando al copista, pues no había tiempo que perder”. Así se escribió esa obra maestra que son las Tres versiones sinfónicas, pieza estructurada en diversos movimientos –Pavana (basada en Luis de Milán), Organum-Conductus (inspirada en Perotino) y Xylophone (de raíces africanas)– donde lo mismo muestra su admiración por la tradición española del siglo XVI que su capacidad para integrar elementos afrocubanos. Los jurados del concurso fueron Kleiber, Villa-lobos, Edgar Varèse, Vicente Emilio Sojo y Adolfo Salazar. El primer lugar lo obtuvo el argentino Juan José Castro; el segundo fue compartido por Orbón y el mexicano Carlos Chávez. El Festival, que tuvo lugar en Caracas a finales de 1954, le abrió a Orbón las puertas del reconocimiento internacional. Para ese entonces, también era una gloria de la escena cubana: dejaba de ser una promesa para convertirse en “el primer compositor cubano de la era actual” (Carpentier).

Después del hito que representaron sus Tres versiones…, Orbón compone Danzas sinfónicas (1955), obra para orquesta donde amplia el concepto de lo hispanoamericano para abarcar el folklore mexicano y venezolano, fundidos con el canto gregoriano, danzas cortesanas del siglo XVIII, sones criollos y formas barrocas. El coreógrafo George Balanchine lo transformó en coreografía, consolidando su prestigio internacional.

En 1955 también empieza a componer una cantata para soprano y orquesta de cámara, el Himnus ad galli cantum (Himno al canto del gallo) a partir de un texto del poeta sacro del siglo IV Aurelius Prudentius. El Himnus forma parte del Cathermerinom liber, una especie de Libro de horas, y alude al episodio bíblico en el que Jesús le profetiza a Pedro que este lo negará tres veces antes de que cante el gallo e irrumpa la luz del amanecer. La elección de este texto es un ejemplo de la mezcla entre su interés por la más antigua tradición hispana y la profunda religiosidad que define la intención última de Orbón. Su ambición, ahora, es encontrar ese perfecto equilibrio entre texto y música que se desprende de ciertos modos medievales.

Esta búsqueda de perfección atrae también a su amigo Carpentier, que en Los pasos perdidos incluye a Orbón, junto a Hilario González y Tony de Blois Carreño, como modelo para el personaje de El Músico. El ambicioso Treno que aparece en esa novela estuvieron a punto de escribirlo a cuatro manos, aunque luego el novelista presumirá de precursor: “Le resolví su misa, dándole la solución del Tropo compostelano, que usa, en Los pasos perdidos, el personaje principal. Con el desarrollo instrumental de lo melismático, y el trabajo de las voces en discantus, terminó de modo magnífico, el Credo”.

Rafael Rojas ha leído muy bien esa relación entre Orbón y Carpentier, que admiraba la capacidad de su joven amigo para plantearse los mayores retos:

A Carpentier le atraía el empeño de Orbón de “tener sinfonía” –equivalente al de Lezama de “tener novela”– y que se resumía en su reproche a la música española y, en general, hispanoamericana, que “esquivaba la gran sinfonía, con todas sus implicaciones, por el afán de permanecer en una zona artísticamente aséptica”. Carpentier se hacía eco de Orbón: “el músico que logre ser un Brahms español –o americano– con un idioma que responda a nuestra sensibilidad de hoy, habrá dado con la clave del problema”. ¿Qué problema? El mismo que aparece en Doktor Faustus de Thomas Mann, que Carpentier se jacta de haberle recomendado a Orbón, o en la música de Beethoven o Bartok, y que es, en resumidas cuentas, el dilema de inventar la fórmula precisa para la conversación entre lo local y lo universal.

Rojas también habla de una pugna entre Carpentier y Lezama, que se imaginaban como preceptores literarios y espirituales del músico. En esta lucha por el alma de Orbón, Carpentier critica su fervor católico –“por influencia de Lezama (posiblemente)” por autores franceses como Charles du Bos, Léon Bloy o Gabriel Marcel, que lo acercaban al filofascismo y le provocan demasiada angustia: “pasa del más tremendo abatimiento a la mayor alegría, sin transición. He observado esa característica, muchas veces, en hombres de genio”.

Toda la música que Orbón compuso en los años 50 refleja esa angustia personal y la tensión creadora entre su identidad hispana y su adopción de la cubanidad, así como un interés en estudiar ciertas referencias a la música antigua, como el canto gregoriano y las formas renacentistas, que servían como puente entre lo culto y lo popular.

En 1958, Orbón recibió una beca de la Fundación Koussevitzky para componer su Concerto grosso, obra para cuarteto y orquesta que destaca por su estructura compleja y su diálogo entre solistas y orquesta. Su concepción sincrética había encontrado un nuevo público. En 1958 recibió la beca Guggenheim y al año siguiente viaja a Nueva York, donde conoce al clavecinista Rafael Puyana, que le encarga la pieza Tres cantigas del rey (1960).

Julián Orbón con el clavecinista Rafael Puyana,
Nueva York, 1950, (Archivo Julián Orbón, Lilly 
Library, Bloomington, Indiana University) 

En enero de 1959 triunfa la Revolución cubana y Orbón comenzó a enfrentar nuevos dilemas políticos y personales. Aunque inicialmente mostró simpatías por los rebeldes (Vitier asegura que a finales de los 50 refugió a varios de ellos en su casa y Cabrera Infante, con humor delicioso, cuenta en sus memorias una visita suya y de Lezama al Consejo Nacional de Cultura, donde ambos origenistas se refirieron a la bajada de los barbudos de la Sierra como “momento auroral”), los fusilamientos y la radicalización del régimen lo empezaron a preocupar. En noviembre de 1959, gracias a una invitación de Carlos Chávez, se trasladó a México para enseñar como profesor asistente en el Taller de Creación Musical del Conservatorio Nacional. Ese periodo mexicano, y su huella en personalidades como Eduardo Mata o Julio Estrada, ha sido bastante comentado. Baste decir que, aunque sólo estuvo tres años en el Taller, dejó una huella definitiva en toda una generación de jóvenes músicos. Mexico, sin embargo, no le ofrecía las garantías que necesitaba un músico de su talla. Cuba tampoco era una opción. Por eso, en 1963, prefirió saltar a un apartamento frente al Central Park de Nueva York, donde era vecino de su amigo Andrés Segovia.

En Cuba, su partida fue vista con alivio por alguien que apenas conseguía ocultar su envidia: como presidente de la Comisión Nacional de Música y máximo responsable del Primer Festival de Música Cubana realizado en junio de 1961, Ardévol justificó la exclusión de la música de Orbón de este evento citando su salida de la isla y la ambigüedad de su postura política en relación con la Revolución.

IV

A principios de los años 60 casi todos los origenistas, con excepción de Lezama, valoraron seriamente la posibilidad de abandonar el país al que habían dedicado tantos desvelos intelectuales. La Revolución había arrinconado a aquel grupo de amigos, colocándolos en la disyuntiva de escoger entre su religión y el nuevo credo social. El cierre de los colegios religiosos, la traumática expulsión de los sacerdotes españoles de la isla y otra serie de acontecimientos políticos consolidaron un cerco de intolerancia que llegó a volverse asfixiante. Como criollas antígonas, aquellos católicos tuvieron que escoger entre la política y la familia: querían para sus hijos una educación religiosa y temían que el Estado les arrebatara la patria potestad, rumor que provocó el triste éxodo de niños conocido como “Operación Pedro Pan”.

De aquel grupo, se exiliaron primero Julián Orbón (espantado por los primeros fusilamientos, que le recordaban lo vivido en España de niño) y Carlos M. Luis. Vitier hizo gestiones con Eugenio Florit para que le consiguiera una plaza en la Universidad de Columbia, pero se arrepintió a última hora. Eliseo Diego también tenía prevista la salida de Cuba con su madre, su esposa e hijos, para el 4 de junio de 1962. Había sacado el pasaporte, el comprobante de vacunación, la visa y los pasajes por la compañía KLM. El problema era su esposa Bella García Marruz, que dejaba atrás familiares a los que estaba muy apegada. Esta disyuntiva irresoluble la puso un día al borde de la muerte. “Era diabética y su azúcar se descontroló”, me cuenta su hija Josefina, que en ese entonces tenía apenas diez años. “El día que presentaron la renuncia a sus trabajos, me la encontré en nuestro cuarto con un profundo coma hipoglucémico. Un médico le dijo a papá: va a salvar a sus hijos del comunismo, pero los va a dejar huérfanos”. Al final, Eliseo renunció a emigrar y empezó a trabajar junto con Cintio y Fina en la Biblioteca Nacional.

En la poco conocida correspondencia de Eliseo Diego con Carlos M. Luis se respira una atmósfera de decepción que había calado en la “familia de Orígenes”. Diego le cuenta del sufrimiento de Bella y dice, atormentado: “¿Cómo voy a insistir en algo que así la desgarra?”. Habla también de lo que ha sido “quedarse atrás como tiesas estatuas de sal” y le explica a su amigo que “esa Cuba de que me hablas no existe ya: es la imagen de un Paraíso que hemos perdido todos, los que estamos dentro y los que estamos fuera”. Vitier, por su parte, le confirma a Carlos M. que La Habana que conocieron “ya sólo existe en la imaginación”.

Luego de sus tentativas abortadas de exilio, Vitier y Diego empiezan a ver lo que los rodea como si fueran herederos de los primeros cristianos, descifrando entre la pesadumbre y las penurias del momento los signos de una realidad mayor, agónica: “Voy creyendo –le escribe Diego a Carlos M.– que todo lo que ocurre hoy es mucho más profundo que su simple apariencia política, y que para decidirse entre la luz y la tiniebla tanto da un sitio como otro: el César es siempre un césar, y su papel no es nunca más que el del mayordomo que cuida de la arena donde combatirán los verdaderos campeones. Resulta después de todo un poco ingenuo emprenderla con el criado mientras el amo se reviste de todas sus armas, o cambiar de mayoral cuando tanto el nuevo como el viejo obedecen a un mismo señor”.

Otro suceso someramente mencionado en estas cartas, y del cual se sabe muy poco, es el encarcelamiento de Cleva Solís a mediados de 1964. Al parecer, la poeta tenía relación con un grupo de conspiradores anticastristas y fue detenida en una de las abundantes redadas de esos años. Vitier, según cuenta Lorenzo García Vega, intercedió por ella ante algún político y la escritora al final fue liberada.

Por causas similares, es decir, por conspirar contra la Revolución, un medio hermano de las García Marruz, el músico Felipe Dulzaides, pasará tres años en la cárcel. Su participación en los hechos que le imputaron había sido muy tangencial (otras personas arrestadas con él fueron condenadas a 20 años), pero aun así debió cumplir pena en La Cabaña y luego en el Presidio Modelo de Isla de Pinos. Su madre, Josefina Badía, sufrió mucho por este asunto y acabó muriendo el 7 de febrero de 1962, tras un derrame cerebral, con su hijo todavía en prisión.

Todos estos sucesos los vivió de cerca Lezama. En una carta a sus hermanas menciona la muerte de Badía y a su hijo preso. Lo de Cleva, por la que sentía gran cariño, lo espantó: García Vega dice que el poeta, “mirando para los lados por si no lo fueran a oír”, comentaba que en la cárcel la poeta “había tenido que beber de un balde con agua sucia”. A pesar de todo esto –o tal vez por ello– Lezama fue muy prudente con cualquier gesto o declaración política en esos años.

Colocado en una situación incómoda tras el exilio de sus hermanas, debe haber temido llamar la atención. Tenía terror a ser encarcelado (“Si voy a la cárcel, muero porque me ahogo. Yo no puedo aguantar la cárcel”, decía). Tras decidir no separarse de su casa y sus libros, el escritor pareció más interesado en convencer a su hermana Eloísa para que volviese, o en defenderse de algunos ataques hechos desde el exilio, que en entender la verdadera naturaleza política de aquel proceso, a la sombra de cuyas instituciones se mantenía guarecido. Sufría, pero aún le quedaba ánimo para soltar sus típicas frases memorables, como recuerda Fina en una carta a Orbón de septiembre de 1961: “Cuando alguien le pregunta cómo está, dice ‘Bien porque estoy sufriendo mucho’. Lezama será de los últimos hombres que queden que dirá una frase en su lecho de muerte. Ahora la gente sufre en seco, es lo moderno, sin un lujo retórico, sin esa pobre fiesta de la frase”.

Mientras que Orbón detectó muy pronto los peligros de la intolerancia revolucionaria que reactivó sus pesadillas de la Guerra Civil, y Cintio, Fina y Eliseo, resignados, se veían a sí mismos como los primeros cristianos víctimas del césar, Lezama parecía incapaz de culpar directamente a la Revolución por unos excesos cada vez más evidentes. Según Leonardo Acosta, fue él quien le aconsejó a Orbón que se exiliara: “Tú no vas a aguantar esto, Julián; mejor vete”, le habría dicho. En otras versiones, la decisión del músico de no regresar fue tomada en México, y tuvo que ver también con los problemas políticos de un hermano de su esposa.

Por supuesto, Lezama no estaba ciego; podía describir al Estado revolucionario como “la más fría ballena”, constatar el descalabro nacional, o las arbitrariedades de un gobierno que se sumaba a una serie de “disparates históricos”. Pero algo más fuerte le impedía dejar su país, es decir, su mundo, incluso si este amenazaba con reventar. En vísperas de la Crisis de Octubre, sus dudas eran: “¿Qué expandirá su reventazón? ¿Acaso mero cachumbambé americano?”.

Hay una carta a su amigo Carlos M. Luis, fechada en mayo de 1962, que es un perfecto ejemplo de esa distancia con que Lezama contempla el tormentoso panorama político que lo rodea. “El tiempo ha colocado su sinsentido” –le escribe–. “Fluye, pero son aguas indeterminadas. Carecemos de su principio y el fin ondula. Una experiencia en el vacío, sin puntos de intensidad en el centro. Todo lejos, los lejos de que hablaban los pintores clásicos españoles, de la era del Pacheco. Los lejos, el fondo. ¿Recuerdas La tempestad, de Giorgione? Las figuras delante, al fondo un rayo que nadie logra descifrar”. Como en el cuadro aludido, la vida cotidiana parece transcurrir de manera apacible en primer plano, más acá de las columnas rotas, mientras al fondo, en el lejos, la realidad relampaguea entre cielos cubiertos.

Hacia 1968, desvanecida ya cualquier ilusión de que la situación cubana fuera a cambiar, Lezama le confiesa a Orbón su verdadero estado de ánimo. En esas cartas a Nueva York la circunstancia cubana es descrita como “la prueba tan terrible que todos hemos tenido que soportar”, que “va agrandando su herida al paso de los años”. En diciembre de 1968, por ejemplo, trata de explicarle el origen de tanta pesadumbre:

Un conjuro, una llave que se nos perdió cuando estábamos tan cerca del castillo. Eso es lo terrible, la llave que tuvimos y que se nos perdió. En el sueño la apretábamos en nuestras manos, pero ya por la mañana no estaba. Fue un conjuro, una inseguridad en el sueño. Como los malos le pasaron al sueño en el Caballero, soñaba despierto, pero en el sueño lo traspasaba y confundía. Quien vive para la imagen tiene que sufrir y perecer dentro de ella.

La alusión al Quijote apenas disimula el desencanto tras las ilusiones frustradas. Lezama llega incluso a sugerir que ahora toca pagar el precio de aquel sueño colectivo, parangonado con la locura quijotesca. 

Nada de este desencanto se podía expresar en voz alta. Mientras Vitier y Diego se sumaban al “proceso” haciendo de la necesidad virtud, Lezama publica en La Gaceta de Cuba su texto “El 26 de julio, imagen y posibilidad”, donde exalta el ataque al cuartel Moncada como un fracaso generador capaz de romper los “hechizos infernales” para inaugurar la era cubana de la imago. Al mismo tiempo, le asegura a su amigo exiliado que la llave de aquel castillo que había comenzado a fundarse con el asalto a la “fortaleza maldita” se ha perdido para siempre. Esta lectura de la Revolución en un contexto mitológico, como de aventuras artúricas o pugnas zoroástricas, propicia una ambivalencia que se prolonga hasta 1971, cuando el “Caso Padilla” lo deja todo claro. Si a finales de 1968, el escritor le había confesado a su amigo músico lo terrible del recuerdo de aquella “llave que se nos perdió cuando estábamos tan cerca del castillo”, en octubre de 1971, reitera y profundiza esa melancolía:

Pudimos alcanzar una plenitud, un esplendor casi sobrenatural en los días en que nos veíamos con mágica frecuencia. Y eso no puede olvidarse, a veces nos obsesiona, parece como si fuera a cerrarnos el paso o como si ya no hubiera más camino. Pero en su realidad profunda es un soporte para ayudarnos a vivir. Pero al menos podemos alcanzar una hilacha, un fragmento que tenía toda la energía y la belleza de una totalidad, pues a pocos les está concedido ver un momento de su vida con un esplendor que basta para un contentamiento eterno. A veces yo también me desespero, pues íbamos alcanzando todos la madurez para la compañía maravillosa, en la que el tiempo se borra, pero entonces ocurrió la gran prueba definitiva, la que nos llevó a vivir en una terra aliena, en el mundo desconocido de la dispersión y la secreta vida heroica.

Han pasado los años; con las antiguas creencias sometidas al inapelable examen de la vida, Lezama padece “la terrible soledad de las cabras”. La “gran prueba definitiva” impide que los viejos amigos puedan salir “impulsados más allá de nuestros tejados”, como mágicas criaturas sin fronteras, para conversar de todo lo que ha pasado en la última década (“Tendríamos, queridísimo Julián, montañas de cosas que contarnos. Algunas te harían reír, aunque son de un trasfondo sombrío”).

Para Orbón, sin embargo, era difícil tolerar el silencio o el abierto colaboracionismo de sus viejos compañeros de ruta. Desde su exilio neoyorquino, lee indignado las frases de Vitier a Ernesto Cardenal sobre los fusilamientos de religiosos en La Cabaña.También se las arregla para hacerle llegar a Lezama el número de la revista Exilio, donde aparece su ensayo “José Martí: poesía y realidad”. Allí el músico dialoga y reconoce sus deudas con Lezama, Cintio y Fina pero, al mismo tiempo, polemiza con el reduccionismo de Ezequiel Martínez Estrada y su idea del “Martí revolucionario” asegurando que “junto a una idea trascendente de justicia llevan las revoluciones un peso de odio que aumentará a medida que los objetos intencionales se vayan alejando de las zonas de valor más altas”. El ensayo termina acusando a la Revolución de haber traicionado la esencia martiana al plegarse a las formas marxistas del peligro totalitario y recuerda la terrible división nacional, el desgarro que esa traición ha implicado:

Como hace cien años, cientos de miles de cubanos vuelven a llenar Tampa, Cayo Hueso, Jacksonville, New York, México, Costa Rica, Venezuela, en la aciaga permanencia de un destino migratorio que parece estar en la entraña misma de nuestro ser. No buscaremos razones que nos llevarían a un maniqueísmo fatal; el destino más desgarrador, sea dado desde la prisión, desde el destierro, desde la muerte, desde la permanencia honesta en la actual vida política del país, lo da la horrenda división en sí misma. En medio de esta división debe estar, despedazado, como el cuerpo de Osiris, el cuerpo de José Martí.

Sólo creeremos en la revolución que le envuelva de nuevo y le haga “casa” a “todos sus cubanos”, en la revolución que no implique necesariamente, en un juego dialéctico infernal, la contrarrevolución cargada con los mismos males que la revolución que divide y odia.

En otra carta a Orbón, Lezama le dice que el ensayo le pareció “magistral, por las sugerencias que entraña y por la forma que reviste”, y vuelve al espacio reconfortante de la nostalgia: “qué bien hubiera lucido en Orígenes, cómo hubiéramos celebrado tu triunfo. Es tan necesario que nos encontremos que tendrá que suceder”. El poeta también pide a su “queridísimo amigo” que disculpe su silencio, le confiesa estar al borde de una depresión y reconoce que “ver cómo va desapareciendo nuestra familia, la lejanía de amigos como tú, a veces me llena de pavor”.

Orbón tampoco era feliz en Nueva York. Hay consenso en que, a pesar del reconocimiento que recibió en Estados Unidos (en 1967 se le otorgó el Premio de la Academia Norteamericana de Artes y Letras), su capacidad creativa se vio afectada por aquella forzada distancia de la tierra elegida como segunda patria. Evitaba hablar de política, pero le resultaba doloroso que los mismos amigos que décadas atrás habían formado parte de su hermandad espiritual parecieran ahora incapaces de criticar los más que evidentes desmanes propios de cualquier régimen totalitario.

En una obra que empezó a componer en 1962, cuando ya sabía que no volvería a la isla, trató de dar forma musical a aquel cambio radical en su vida. El modelo de Monte Gelboé es un episodio bíblico, la batalla contra los filisteos en la que mueren Saúl y sus tres hijos, incluido el príncipe Jonatán, y el posterior lamento de David. El tema, que también había sido tratado en los años 40 en un famoso poema de Gastón Baquero, “Saúl sobre su espada”, se convierte en una evidente alusión a las consecuencias de una guerra civil o un cambio histórico que parece un castigo por desobedecer los mandamientos divinos. El tono trágico de esta composición para recitador, tenor y orquesta abre el último periodo musical de Orbón, que entra, según dice Eduardo Mata, “en zonas expresivas mucho más comprometidas. Se ensimisma. Va perdiendo la luz caribeña y el optimismo extrovertido de la tonalidad de los años cincuenta. En Monte Gelboé abundan los gritos angustiosos del ser atormentado, separado de todo lo que le es entrañable”.

En mayo de 1981, Fina García Marruz y Cintio Vitier viajaron a Nueva York y pudieron encontrarse con Orbón, cuyo nombre seguía estando vetado en la isla. Aquel encuentro después de 20 años liberó un torrente de emociones, a tal punto que debieron dosificar las citas. Hubo desencuentros por culpa de la política, pero con Orbón todo volvió a fluir. Verlo era, como le dice Fina en una carta, “ver nuestra juventud, Lezama, la fiesta del nacimiento de mis hijos”. Grabaron unos casetes (¿qué habrá sido de ellos?), y el día que regresaron a La Habana estuvieron hasta las tres de la mañana escuchándolos con sus hijos y la familia de Eliseo Diego. Un conmovedor párrafo de una carta inédita de Fina resume aquel encuentro: “Cuánto se nos quedó por decir. Hay cosas que he soñado muchos años explicarte y que mi hambre de verlos y oírlos me impidió dilucidar. Y algunas eran muy importantes para nosotros. Y quizás ya no haya oportunidad de aclararlas. Pero quizás haya sido así mejor. El único lenguaje humano debía ser la música. La razón todo lo confunde. El co-razón (como decía Unamuno) todo lo entiende”.

Los últimos años de Orbón fueron melancólicos. Inició un proceso legal para que se reconociera su autoría de la Guantanamera, pero en Cuba siguió siendo un innombrable. La edición revolucionaria de La música en Cuba de Carpentier eliminó el capítulo donde se le mencionaba (con la anuencia de su autor, cuya traición molesta más porque antes fue no sólo valedor, sino amigo muy cercano del censurado). Julio Estrada recuerda que tampoco había la menor mención a Orbón en el Museo Nacional de la Música de La Habana, y cuenta su “experiencia demoledora” cuando asistió allí a un festival para presentar su obra: “el encargado del festival en la Unión de Escritores y Artistas Cubanos y el de música en el Instituto Superior de Arte me eliminaron sin mediar explicación alguna, ante lo cual invité a quien quisiera escuchar en el rincón de un modesto salón la grabación de Doloritas, sobre Pedro Páramo de Rulfo, y a los estudiantes a escuchar en los jardines del ISA mis palabras al aire libre sobre Orbón, donde cincuenta jóvenes pudieron enterarse de su existencia”.

En tierra ajena, el más importante de los músicos cubanos también iba quedando relegado, aunque sus amigos nunca dejaron de ayudarlo. Recibió por segunda vez la beca Guggenheim y otros grants, pero no tuvo una cátedra importante. Varios discípulos (Mata, Rafael Puyana) le comisionaban obras que nunca eran entregadas en plazo. Su vida sentimental también se empezó a derrumbar. Enamorado de una sobrina suya, se arriesgó al escándalo familiar con un breve viaje a España. Tras el previsible fracaso de aquella aventura de improvisado don Gayferos, volvió a ser acogido, cual hijo pródigo, por la sufrida Tangui.

Huyendo del invierno terminó, como tantos otros cubanos, refugiado en Miami. Se dice que de noche le gustaba caminar solo por la playa, y algo de ese vagabundeo desolado, ya extintos aquellos ojos vivaces y fervientes de su juventud, se puede sentir en sus últimas y magníficas Partitas. Como aquel alfarero chino que se inmoló en el horno para darle un alma a su obra, nuestro Músico había conseguido encarnar el apunte de su admirado Falla: su vida era una suma de “hondas lejanías”.

Murió de cáncer en el hospital Mount Sinaí de la Florida, el 21 de mayo de 1991. ~

Bibliografía comentada y referencias:

Las citas iniciales de Vitier pertenecen a su libro de memorias noveladas De Peña pobre (1978), donde Orbón aparece evocado como “el Músico”. La anécdota de las “hondas lejanías” (imagen que aparece también, por cierto, en uno de los “Sonetos del amor oscuro” de Lorca), la solía hacer Fina, y quedó escrita en un ensayo suyo: “El padre Gaztelu en los tiempos del jardín”, publicado en la revista Opus Habana, n. 2, vol. I, enero-marzo de 1997. La referencia está también en una conmovedora carta de García Marruz a Orbón, del 13 de abril de 1981.

Sobre Julián Orbón Fernández-Corujedo y su triste destino vale la pena consultar un librito suyo, Avilés en el movimiento revolucionario de Asturias (octubre de 1934), Talleres Tipográficos La Fe, Gijón, 1934, y los artículo de Juan Carlos de la Madrid, “Julián Orbón en flashback” (I y II), aparecidos en su blog Noticias que hacen historia. Links: http://noticiasquehacenhistoria.blogspot.com/2015/03/julian-orbon-en-flashback-i y http://noticiasquehacenhistoria.blogspot.com/2015/03/julian-orbon-en-flashback-yii.html.

El clásico de Carpentier La música en Cuba fue publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1946. La edición cubana postrevolucionaria (Letras Cubanas, 1979) omite las páginas sobre Orbón.

Para entender el ambiente musical en la Cuba de los años 40 y 50 recomiendo los libros de Cristóbal Díaz-Ayala, las memorias de Hilario González, Vicisitudes de la luz (Letras Cubanas, 2009); la selección de la correspondencia de Ardévol hecha por Clara Díaz (José Ardévol. Correspondencia cruzada, Letras Cubanas, 2004) y la “Conversación de verano”, reveladora entrevista al músico Aurelio de la Vega que Enrico Mario Santí incluye en El otro tiempo. Aurelio de la Vega y la música (Aduana Vieja, 2021).

Copias de las primeras cartas de Orbón a Lezama están en el Fondo Julián Orbón de la Lilly Library, en la Universidad de Bloomington, Indiana. Algunas han sido publicadas en dos números indispensables de la revista mexicana Pauta (el 21, de enero de 1986, y el 133, de enero-marzo de 2015) que traen dosieres sobre Orbón. Muchas otras cartas, de y para el músico (incluidas las aquí citadas que le envió Fina García Marruz) permanecen inéditas, aunque yo he podido consultarlas gracias a la profesora Anke Birkenmaier.

El artículo de Orbón sobre su ruptura con Ardévol y el GRM “por culpa” de Scarlatti, “Contra Presencia cubana en la música universal”, fue publicado en el diario cubano El País, en varias partes, entre el 27 de mayo y el 10 de junio de 1945.

Hay numerosas menciones de Carpentier a Orbón en su Diario de Venezuela (1951-1957), publicado por Siglo XXI en 2016. Los artículos de Rafael Rojas “El ocaso de la nación sinfónica” y “Carpentier contra Lezama (por el alma de Julián Orbón)”, aquí citados, los leí en diciembre de 2014 en su blog, Libros del crepúsculo.

La correspondencia entre Carlos M. Luis, Eliseo Diego y Cintio Vitier se publicó en la revista Újule (n. 1-2, Miami, verano-otoño de 1994). Las citas de Lorenzo García Vega proceden de Los años de Orígenes. Las de Leonardo Acosta, de “Homenaje a Julián Orbón”, ensayo que publicó en la revista cubana Clave (año 3, n. 1, 2001). Josefina de Diego ha comentado la historia de su abuela Josefina, el exilio abortado de su padre Eliseo y el encarcelamiento de su tío Dulzaides en un libro notable: ¿Y ya no tocan valses de Strauss?, Ediciones Matanzas, 2019.

La correspondencia de Lezama Lima con Orbón y Carlos M. Luis luego de 1959 está en Cartas a Eloísa y otra correspondencia (Verbum, Madrid, 1998).

Sobre el tema de Orbón y la Guantanamera son de indispensable lectura el artículo “Guantanamerías” de Guillermo Cabrera Infante (Vuelta, n. 203, octubre de 1993) y el detallado análisis de Antonio Gómez Sotolongo “Tientos y diferencias de la Guantanamera compuesta por Julián Orbón. Política cultural de la revolución cubana de 1959”, publicado en Cuadernos de música, artes visuales y artes escénicas, 2 (2), Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, abril-sept. de 2006.

El ensayo más importante y definitivo sobre Orbón y su obra es a mi juicio el de Eduardo Mata, publicado en tres partes en la citada revista Pauta: “Julián Orbón: Hacia una música latinoamericana” (Pauta 19; julio-septiembre, 1986): pp. 15-24; “Julián Orbón (II)” (Pauta 20, pp. 39-48), e “Himno al canto del gallo y Tres cantigas del rey: Julián Orbón” (Pauta 21, pp. 31-39). Del último procede la cita aquí incluida.

Mención aparte para el libro que recopila la mayoría de los ensayos de Orbón publicados en las revistas Orígenes y Exilio, incluido el aquí citado sobre Martí: En la esencia de los estilos y otros ensayos, con prólogo de Julio Estrada, publicado en 2000 por Colibrí, la editorial madrileña de Víctor Batista Falla.

En la última década hemos asistido a un renovado interés por Orbón y su obra, tanto en México como en España. Mata y el Cuarteto Latinoamericano grabaron varias de sus obras. A la biografía “oficial” escrita en inglés por Velia Yedra, Julián Orbón: A Biographical and Critical Essay (Research Institute of Cuban Studies, University of Miami, Coral Gables, Florida, 1990) vino a sumarse una tesis de la compositora e investigadora Mariana Villanueva, luego vuelta libro: El latido de la ausencia. Una aproximación a Julián Orbón, el músico de Orígenes (UNAM, Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, Editorial Itaca, 2014). Aunque de escritura algo descuidada y con errores garrafales concernientes a la historia de Cuba (uno de ellos, llamar Fulgencio Batista de Falla a Fulgencio Batista y Zaldívar), se trata de un útil e informativo resumen.

Otra investigadora y pianista, cubana aunque establecida en México, Ana Gabriela Fernández de Velazco Casanova, recogió el testigo de su madre Ana Casanova y escribió en 2021 una interesante tesis para su doctorado en la UNAM, Julián Orbón y el Grupo de Renovación Musical de Cuba (1942-1945). Contexto y análisis del Capriccio concertante (1943-1944), que es la investigación más exhaustiva que he leído sobre Orbón y su circunstancia cubana. Ana Gabriela también salvó del olvido su Piano sonata de 1947, que se daba por perdida.

En España, donde aún tiene familia, Orbón sigue siendo una figura importante. No sólo como gloria local (un conservatorio y la orquesta de Avilés llevan su nombre), sino gracias a los sostenidos esfuerzos de su sobrino Armando Orbón, importante guitarrista, y a los de la pianista Noelia Rodiles, que grabó hace poco su Partita núm. 4, movimiento sinfónico para piano y orquesta (1985).

En Cuba, Orbón venció a la censura. Tras su muerte, pasaron obras suyas por la radio. En 1994, Danilo Orozco ofreció en La Habana una conferencia sobre su vida y obra, y se estrenó su Cuarteto de cuerdas. En 1997, la Orquesta Sinfónica Nacional estrenó Tres versiones sinfónicas, y ese el mismo año Vitier publicó en La Gaceta de Cuba un artículo titulado: “Julián Orbón, música y razón”. En 2001, la revista Clave (año 3, n. 1) dedicó al músico un dossier que incluye una entrevista a Vitier titulada “Julián Orbón, la música inocente” y el ya citado ensayo de Leonardo Acosta. A partir de 2010 se grabaron algunas de sus composiciones (por el sello Colibrí, del Instituto Cubano de la Música). En el “Palacio Orbón” de la Calle Calzada también pusieron una tarja que debe seguir ahí, si es que la vieja casona aún no se ha derrumbado.

(*) Tomado de: Letras Libres

Autor

Ernesto Hernández Busto

(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).

lunes, 11 de agosto de 2025

INTERPRETAR HOY A JULIÁN ORBÓN: LA PIANO SONATA. A propósito del centenario de su natalicio.

Por: Ana Gabriela Fernández

Julián Orbón (1925-1991) @Fuente externa

El presente ensayo contiene una serie de reflexiones sobre el proceso personal de elegir, investigar, montar y ejecutar al piano una pieza inédita de Julián Orbón: la Piano Sonata. (1946-1947). Se exponen las meditaciones surgidas durante de la experiencia integral de combinar este proceso con un examen retórico, poético y gestual de la obra. Además del estudio teórico y el análisis atento, mi principal estrategia de comprensión ha sido recrear la obra concibiendo una versión “hija” de la sonata, a manera de ejercicio y apropiación; proponer una versión interpretativa coherente con la psiquis del compositor y las imágenes poéticas que la pieza desencadena y analizar las posibles resonancias de estas últimas en un grupo de escuchas.

Mi encuentro y relación con la obra de Julián Orbón

Después de casi tres décadas de haber debutado como solista, en mi repertorio figuran numerosas obras de los más variados estilos de la literatura pianística internacional. En este compendio sobresalen las piezas concebidas por los más grandes compositores de todos los tiempos que han sido estimadas puntos culminantes en el desarrollo de la técnica y la interpretación pianísticas, así como por sus aportes a la creación musical en sus épocas respectivas. Las sonatas de Beethoven; las dos colecciones de los Estudios de concierto, las baladas y sonatas de Chopin; las variaciones de Brahms; los Estudios trascendentales, las Funérailles y la Sonata en si menor de Liszt; los Cuadros de una exposición de Mussorgsky; el Gaspar de la Nuit (Trois poemas pour piano d`apres Aloysius Bertrand) de Ravel; los Préludes pour piano de Debussy; así como la Toccata Op. 11 y las sonatas para piano de Prokofiev, entre muchas otras composiciones significaron atrayentes desafíos en el decurso de mi carrera artística.

Aunque en la selección de mi repertorio prevalece mi propio gusto musical, lo interesante de determinadas obras, las nuevas experiencias y los retos artísticos que estas representan, también he tocado muchas piezas por encargo ‒como le ocurre a la gran mayoría de los intérpretes durante sus carreras. Sin embargo, en mi repertorio guardo un lugar privilegiado para la música contemporánea más reciente de compositores hispanoamericanos. En lo personal me siento muy cómoda y a gusto con la diversidad de lenguajes y los requerimientos técnicos y artísticos de estas obras; considero además que una de mis tareas como intérprete es darle vida a la música de mi tiempo.

A lo anterior se añade la posibilidad de colaborar con los compositores vivos en el montaje e interpretación de sus obras, un proceso de negociación y enriquecimiento mutuo donde se intercambian criterios estéticos y musicales, así como significados e intenciones que permiten al intérprete co-crear junto al compositor. Esta es una experiencia extraordinaria, muy diferente a la de interpretar las piezas de los compositores fallecidos, algunas con diversas versiones grabadas que deben considerarse a la hora de concebir una idea propia de la interpretación, y otras que, por el contrario, nunca han sido editadas, como es el caso de la Piano Sonata de Julián Orbón.

Aunque esta sonata, así como el resto de sus composiciones para el piano, califica dentro del campo preferido de mi repertorio, mi encuentro y relación con la creación musical de este compositor no se inició por motivos propios, sino tuvo que ver con la suma paulatina de diferentes causas. Descubrí la figura de Orbón gracias a mi madre (la musicóloga e investigadora Ana V. Casanova) quien estaba realizando una pesquisa sobre este creador cuando yo era estudiante de la Facultad de Música de la Universidad de las Artes (ISA) de La Habana.

Antes, en mi niñez y primera adolescencia, cuando estudiaba música en los niveles elemental y medio superior en la Escuela Nacional de Música (ENA) y en el Conservatorio Amadeo Roldán, particularmente en las clases de Historia de la música cubana, el nombre de Orbón era apenas mencionado como el de un integrante más del Grupo de Renovación Musical, donde el protagonista principal era invariablemente el compositor José Ardévol, mentor e ideólogo de este colectivo.

A las explicaciones maternas sobre Orbón, se añadió después la propuesta de grabar una de sus obras para el proyecto discográfico Grupo de Renovación Musical, integrado por varios CDs producidos por el sello Colibrí del Instituto Cubano de la Música. La serie que se comenzó en el 2010 (ideada y dirigida por el pianista y profesor Ulises Hernández) tenía la finalidad de rescatar, grabar y difundir la música creada por cada uno de los integrantes del mencionado grupo al que Orbón perteneció entre 1942 y 1945.

Tres años después de iniciada la serie, tras la edición de varios discos, me fue solicitada (junto a la soprano Bárbara Llanes) la interpretación y grabación para el Volumen V destinado a Orbón de la premier discográfica del Libro de Cantares. De un Cancionero Asturiano, un ciclo de piezas y canciones para voz y piano que cerró el catálogo de este compositor y que fuera escrito en Nueva York en el año 1987. La partitura de esta obra le fue enviada a mi madre desde Avilés por José María “Chema” Martínez Sánchez (músico, profesor, investigador, hoy ex director del Conservatorio Orbón y de la Orquesta Orbón de dicha ciudad asturiana), un colega y amigo. Cuando comencé el montaje, los ensayos y la grabación del Libro de Cantares…, no conocía interpretación alguna de esta ni de otras piezas orbonianas, pues en Cuba no existen tiendas de discos de música de concierto internacional y la gran mayoría de la población no tuvo acceso a internet hasta el 2018.[1]

Al iniciar la lectura al piano de esta obra quedé muy impresionada y perpleja. Primero porque a la vez que su lenguaje musical tenía profundos efectos emocionales en mí, me era absolutamente nuevas, extrañas, las disonantes y sorprendentemente bellas combinaciones armónicas, y me resultaban muy enigmáticos la composición musical y su efecto. Ninguna de las obras para piano que había tocado hasta ese momento en mi carrera se asemejaba a lo que estaba descubriendo.

Las catorce piezas del Libro de cantares… son de una peculiar belleza melódica y se distinguen por el ambiente misterioso y místico que las envuelve, así como por los sentimientos de amor, soledad y nostalgia que transmiten y que ya el compositor anuncia desde el exergo del ciclo: “…las montañas, los valles solitarios nemorosos”,[2] tomado del Cántico Espiritual del poeta y religioso español San Juan de la Cruz.

La obra está inspirada en disímiles cantares de la música folclórica asturiana, ‒el tema central del ciclo‒,[3] que seleccionó el compositor del Cancionero musical de la lírica popular asturiana recopilado por Martínez Turner.[4] Orbón re-crea, transforma, mezcla los textos de diferentes partes, re-estructura, une música y poesía, armoniza de acuerdo a la circunstancias afectivas que descubre en las melodías folclóricas, así como las resonancias de sus imágenes: “[…] esa serie de imágenes-armónicos encarnará en una secuencia de acordes, que será la respuesta de nuestra sensibilidad conmovida por el sujeto melódico” (Orbón, 2000, 64).[5] Orbón crea su composición sobre una selección de cantos “de vuelta”, propios de los inmigrantes asturianos a Cuba; de ronda o baile en rueda, como las “giraldillas”; de cuna o “añadas”, y de navidad, entre otras canciones.

El I “Preludio” sólo para el piano que principia el ciclo tiene una atmósfera muy triste y de añoranza, y alude a los giros melódicos del texto: “Estuve en Cuba, vine de Cuba” de un canto “de vuelta”.[6] Dos variantes de este preludio aparecen intercaladas en el ciclo con los títulos de “Interludio” (o VII “Retorno al Preludio”) y “Epílogo” (XIV), a manera de un hilo conductor o narrativo, Orbón se apropia de esta canto para remarcar sus vivencias y orígenes. La reincidencia en este tema musical y la función que cumple en el ciclo reafirman los sentimientos de añoranza desarraigo y soledad, otorgándole unidad a la sucesión de las piezas, por medio de una idea fija musical en estrecha concomitancia con la historia de vida del compositor.

Algunas de las restantes piezas del Libro de cantares… me causaban admiración, otras, cierta tristeza, nostalgia y también frustración por anhelos no alcanzados, pues ‘las penas de amor’ es temática central en los textos del resto de las canciones. La melancolía también estaba presente en ciertas secciones que deberían ser supuestamente alegres porque aludían a los bailes. Había del mismo modo, dramatismo y melancolía, matizados con cierta ironía cuando aparecían sutiles referencias de tópicos y entonaciones que evocaban géneros de la música popular cubana como la habanera. Recuerdo especialmente el texto de una de estas melodías: “Yo no soy habanero, que si lo fuera, /en el barco llevara la compañera/ ¡Ay! Yo no soy habanero, no/ ¡Ay! Yo no tengo cadena de amor”. Este canto, originalmente una “giraldilla”, Orbón lo convierte en una nostálgica habanera y lo identifica con el título: “III Canción (Habanera) (Giraldilla 4)”. [7] En el piano, desde el inicio de esta pieza y antes de la entrada de la voz con la citada letra, el compositor de manera un tanto irónica y sin emplear palabras, insinúa lo opuesto (“¡Sí, eres habanero!”). Para apuntarlo maneja la métrica (2/4) y el ritmo de habanera característico del acompañamiento de este género, sincronizándolos con el diferente compás y ritmo de la giraldilla.

Hasta este momento nunca había escuchado la música de Orbón, y a excepción de los comentarios maternos, sólo lo recordaba como parte del Grupo Renovación Musical y poseedor de una obra intrascendente para Cuba o Latinoamérica, un compositor obsesionado con su España idealizada. Supe que era originario de Asturias, que había nacido de madre cubana y padre asturiano en Avilés el 7 de agosto de 1925, y residió en la isla desde los quince años (desde el 18 de septiembre de 1940), por más de dos décadas. Fui descubriendo algunas particularidades de la historia de vida del compositor, a la par que conocía y admiraba las sutilezas de sus obras. Sin embargo, nunca tuve noticia de los aportes que hizo a la música de concierto cubana e hispanoamericana durante la etapa en que vivió en Cuba y mucho menos después de su salida del país después al triunfo de la revolución cubana.

Mi personaje es todavía una figura polémica dentro de la isla, en cuanto a lo político se refiere. Tras su partida de Cuba en noviembre de 1960, primero a México y dos años más tarde a los Estados Unidos, su figura y obra fueron borradas del relato historiográfico de la cultura musical de la isla por ser considerado un disidente. El manto de silencio que cubrió su persona y legado dio como resultado la escasa producción de escritos e investigaciones en torno a él, y la propagación de criterios que desestimaban su obra por considerarla portadora de una ideología hispanista, poco compenetrada con el medio socio-cultural cubano y latinoamericano, y por tanto intrascendente para la nación y el continente ‒juicio tendencioso y poco atinado, en mi opinión.

Mi experiencia con el Libro de Cantares y las otras piezas orbonianas que escuché después, incluidas en el CD (como las Tres versiones sinfónicas para orquesta y la Tocata para piano que más tarde analicé en mi tesis de maestría e interpreté en distintos conciertos) me decían otra cosa muy distinta a la que mantenía la versión oficial en Cuba sobre su obra. Admiré la mezcla y combinación orboniana de tópicos de diversos orígenes y épocas ‒pues remitían incluso a estilos del medioevo, el renacimiento, el barroco y el pre-clasicismo‒, en atmósferas musicales llenas de alusiones tanto a la tradición musical española popular y culta, profana y religiosa, como al contexto latinoamericano. Resultaba evidente, también, la incorporación de elementos musicales del folclor cubano como el punto guajiro y sus tonadas, el son, la rumba y la conga. La mescolanza de todas estas referencias con un tratamiento muy moderno, así como la seducción de una música con carácter hispanoamericano me eran totalmente nuevas y fascinantes. Este fue un punto de inflexión, el parteaguas que ha determinado mi dedicación a develar la vida y obra de Julián Orbón.

Por mi parte también desconocía ‒como al día de hoy le sucede a la inmensa mayoría de los cubanos, entre los que hay músicos, estudiosos, investigadores y artistas‒ que La Guantanamera, una de las canciones cubanas más famosas internacionalmente, fue concebida por Orbón alrededor de 1958, en una re-estructuración, recreación y nueva concepción melódica, armónica y de fraseo, de un estribillo folclórico cubano y los versos de José Martí,

Después supe que un testigo presencial de la adecuación de los versos martianos, la creación de la melodía y el empleo del estribillo, en la versión realizada por Orbón, fue su entrañable amigo, el poeta y ensayista cubano Cintio Vitier, quien plasmó su testimonio sobre aquel hecho, considerándolo una “experiencia inolvidable, verdadera iluminación poética”.[8]

A partir de 1963, mientras Orbón residía en los Estados Unidos y había sido borrado de la historia de la música de Cuba, esta melodía inundaba los medios de comunicación masiva del mundo y también de la isla. Fue imposible para la censura política detener la popularidad que llegaba de los escenarios internacionales más progresistas, pero nunca se mencionó de forma alguna a Orbón. Él formaba parte de la lista de desafectos y traidores, era uno de los innombrables. En su lugar, la autoría de la canción fue otorgada a Joseíto Fernández músico y cantante residente en la isla, que había popularizado el estribillo con anterioridad a Orbón, alternándolo con sus décimas cantadas e improvisadas y empleando una melodía y armonía que nada tenían que ver con la canción de Orbón ni con los versos martianos con que se difundió.

Si esto pasaba con una pieza de música popular, conocida por millones de individuos en el mundo, imprevista por la reprimenda política, qué podíamos esperar para la creación musical de concierto de Orbón, la cual fue suprimida de los escenarios desde el mismo momento en que salió del país. El compositor José Ardévol, en su rol de presidente de la Comisión Nacional de Música y máximo responsable de la organización del Primer Festival de Música Cubana realizado en junio de 1961, fundamentó explícitamente la exclusión de la música de Orbón de este evento, en su reciente salida de la isla y en el hecho de que no se conocía con exactitud su postura política en relación con la revolución.

Esto es solo una pequeña muestra de la política de censura que desde 1959 y hasta hoy, veda y desaparece el nombre y la obra de aquellos intelectuales o artistas disconformes con las medidas y los métodos del proceso revolucionario y el gobierno de la isla. Esta censura se aplica tanto a los creadores y pensadores que se encuentran dentro del país, como es el caso de Lezama Lima, quien fue anulado en su proyección como escritor mientras vivía, como a los que emigran: célebres cantantes como Celia Cruz, Olga Guillot, Blanca Rosa Gil; músicos de la talla de Ernesto Lecuona, Bebo Valdés, Ismael “Cachao” López, Meme Solís, René Touzet, Paquito de Rivera, Arturo Sandoval; escritores y poetas como Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, José Lorenzo Fuentes, el escritor y cineasta Jesús Díaz. En fin una lista negra interminable que se incrementa día a día y a la que se van sumando artistas de las más nuevas generaciones, las jóvenes promesas de la cultura cubana.

Así nació en mí una identificación de principios y una relación íntima y entrañable con este talentoso compositor migrante, Julián Orbón, quien fue injustamente borrado de la historia de la música de mi país de origen por disentir o pensar diferente, ser católico, o porque no apoyaba un proceso revolucionario que dividía a los cubanos. Además, a medida que yo maduraba y se me revelaban su ideología, su creación musical e historia de vida fue acrecentándose la conciencia de mi cosmovisión con el pensamiento y los ideales humanistas y martianos de Orbón.[9]

Más allá de las afinidades y los conflictos ideológicos y si bien algunas de las obras para piano de Orbón fueron creadas casi medio siglo antes de mi nacimiento, como es el caso de la Piano Sonata, la sensibilidad orboniana tiene en mí una fuerte resonancia emocional y síquica, quizás por las similitudes entre ambos en relación con nuestros orígenes, nuestros gustos estéticos y el exilio. Las imágenes poéticas de sus obras repercuten y arraigan en mi sensibilidad, tienen para mí lo que Bachelard llama “una sonoridad de ser”, activan mi sentir y espiritualidad, de manera similar a lo que describe ese autor: “[…] la aparición de una imagen poética singular puede ejercer acción ‒sin preparación alguna‒ sobre otras almas, en otros corazones, y eso, pese a todas las barreras del sentido común, a todos los prudentes pensamientos, complacidos en su inmovilidad”.[10]

En consecuencia, desde hace varios años me he dedicado a la búsqueda y comprensión de las primeras creaciones musicales que realizó Orbón en la isla durante el período más desconocido y silenciado de su creación. Descubrir las partituras autógrafas de la poca obra para piano de este compositor, interpretarlas ‒y en algunos casos estrenarlas‒, entenderlas, contextualizarlas y descifrar su enigmática retórica y poética musical, así como explicar mis hallazgos en diferentes artículos y ensayos, es la forma en la que intento honrar, rescatar y reivindicar su obra.

Portada de la partitura autógrafa. (Cortesía
de Ana V. Casanova)

Este proceso de pesquisas me llevó a consultar el fondo documental “Julián Orbón” de la Jacobs School of Music en la Universidad de Indiana. Durante la búsqueda de archivo hallé la partitura autógrafa de la Piano Sonata (escrita en La Habana, en diciembre de 1946 - abril de 1947), una pieza que nunca fue estrenada y que se dio por “extraviada” en aquellos estudios y fuentes bibliográficas que hasta la fecha han abordado diferentes aspectos de la vida y obra del compositor.[11]


Algunos comentarios acerca de la Piano Sonata aparecen en los escritos de dos amigos cercanos a él, Alejo Carpentier y Leonardo Acosta, a quienes Orbón se la mostró. Carpentier señaló las inhabituales proporciones de la pieza calificándola como “
la obra pianística de mayores ambiciones que se haya escrito en nuestro suelo”,[12] un entusiasmo que permite concluir cuan significativa es esta sonata para el catálogo orboniano y en el contexto de la creación musical académica de la isla. A esto se agregan ciertos comentarios de Acosta, que evalúa la pieza que “él pudo conocer de primera mano” como una creación “brillante y compleja”.[13] Estas valoraciones evidencian que ambos escritores no sólo vieron la partitura de la obra sino que la escucharon ejecutada por el propio Orbón.


En algún momento de la década de 1950 que no he podido precisar, el compositor intentó el estreno de la Piano Sonata con Mario Romeu González[14] ‒un gran pianista cubano al que Orbón consideraba uno de los más hábiles intérpretes que había conocido‒, a sugerencia de Acosta. Aunque Romeu logró tocar el movimiento inicial a primera vista, se rehusó a tocar la sonata en concierto porque “era demasiado difícil” y requería de un largo tiempo para su montaje y perfeccionamiento antes de alcanzar una ejecución correcta;[15] es decir, primero sin errores o pifias y después, una versión interpretativa con la calidad musical suficiente para ser presentada ante un auditorio.


El resultado fue que la sonata no llegó a estrenarse, pues tampoco Orbón se decidió a ejecutarla en un escenario, debido a las extremas dificultades técnicas y a las exigencias de una actuación pública que el compositor respetaba en extremo como todo artista íntegro, tal y como evidencian las críticas musicales que publicó durante su estancia en la isla, en las más importantes revistas y periódicos del país. Solo tocó esta obra ante algunos amigos, en la intimidad de su casa. Además, el pianista y compositor se había alejado desde hacía varios años de las presentaciones como instrumentista, tras la muerte del padre (Benjamín Orbón, pianista de origen asturiano residente en Cuba) en 1944, dedicándose a la creación musical y la enseñanza del piano, así como a la dirección del Conservatorio Orbón ‒la academia familiar fundada por el padre en La Habana en 1910‒ y sus más de doscientas filiales en el interior de la isla.


La Piano Sonata quedó relegada durante el resto de la vida de Orbón, pues aunque éste reconocía haberla compuesto, no juzgó que la partitura fuera digna de aparecer en su catálogo.[16] Nunca más insistió en estrenarla y tampoco la publicó. Con el pasar del tiempo es obvio que al compositor no le gustó esta obra de juventud, pues posiblemente la consideró inmadura y poco lograda; una especie de fracaso, que no cumplía sus crecientes expectativos artísticas, ni poseía la inteligibilidad estética de las obras que compuso más tarde. Además, aunque la sonata fue pensada por Orbón para el piano, el lenguaje y pensamiento musical de la pieza se corresponde más con los recursos orquestales (de una gran orquesta) que con los pianísticos. A esto se debe, en buena parte, la excesiva complejidad técnica de la obra (semejante a la de ciertas piezas, de otros compositores, que integran mi repertorio).


Orbón guardó el autógrafo de la pieza entre sus documentos más preciados, porque no la destruyó ni la dejó atrás en su súbita salida de Cuba, como aparentemente ocurrió con otras de sus obras. La partitura de esta sonata fue uno de los documentos que llevó consigo cuando se marchó de la isla solo con lo puesto y las más imprescindibles de sus pertenencias.[17] Sin embargo, más adelante, en las pocas entrevistas que concedió sobre su vida y creación musical la reportaba como perdida.[18] Es un hecho que la ocultaba, que renegaba de ella como de un pecado de juventud.


Pese a ser una especie de obra relegada, la idea de Orbón de escribir la Piano Sonata se inspira en el espíritu de composición de la Piano Sonata creada en 1941 por el compositor estadounidense Aaron Copland. Sobre esta pieza Copland comenta: “Siempre conecto la Piano Sonata con mi antiguo maestro, Rubin Goldmark [pues éste pensaba] que la forma sonata era el objetivo más importante de la música. Era lo que un compositor buscaba, incluso más que la fuga. Uno piensa en la sonata como algo dramático, una especie de obra que se representa con mucho tiempo para la autoexpresión. Me parece que mi Piano Sonata sigue esa idea. Es una pieza seria que requiere un estudio cuidadoso y repetido. Hay una disonancia considerable en ella, pero la obra es predominantemente consonante”.[19]


Considerando estas reflexiones encontramos los alientos que sirvieron de estímulo a la visión de la Piano Sonata de Orbón. La atractiva idea de componer una gran sonata (de varios movimientos), con un enfoque moderno y caracteres dramáticos, así como de un alto nivel pianístico y lo suficientemente extensa para poder expresar sin límites sus complejas emociones, prendió en la imaginación del joven compositor como un propósito inminente. Quizás porque en esta obra se agudizan particularidades como las grandes proporciones de la forma, la extrema complejidad de la ejecución pianística y de un temperamento vigoroso constantemente al máximo de exaltación, el compositor decidió por pudor mantenerla oculta e inédita.

Cabe pensar que la sonata fue decepcionando a Orbón a través del tiempo, considerándola un adiestramiento, un ejercicio de aprendizaje, o inclusive, como la fuente de muchísimas y valiosas ideas musicales para componer otras piezas, en momentos de apuro. Así por ejemplo, encontramos huellas de su Piano Sonata en obras como la Partita no. 4. Movimiento sinfónico para piano y orquesta ‒en particular en la sección de la cadenza del piano‒ compuesta en Nueva York en enero de 1985.


Orbón falleció de manera inesperada a la edad de sesenta y cinco años durante una estancia en Miami, el 21 de mayo de 1991. Había viajado a esa ciudad desde Nueva York, invitado para impartir conferencias en algunas universidades. Después de su muerte, los archivos personales del compositor fueron adquiridos por la Jacobs School of Music en la Universidad de Indiana. No deja de ser irónico que, habiendo escondido la obra de casi todo el mundo, el documento se halle atesorado en los fondos de esa institución y disponible para su consulta por músicos, compositores e investigadores, algo que quizás no hubiera sido del gusto y los deseos de Orbón.

Y pese a todo, la Piano Sonata responde a lo que este compositor consideraba que debía crear en ese momento, dada su necesidad de expresar sus emociones, inspiración e imaginario, así como su cultura, identidad y los intereses creativos personales, como ocurre con casi todas las obras musicales que alguien compone. En lo personal no creo que esta sonata fue para Orbón un mero “ejercicio” de transiciones o vuelos creativos en la época en que fue compuesta, algo que sí ocurre años después. Si la hubiera planeado sólo en un afán de “adiestramiento” no se la hubiera mostrado a Acosta, y menos a Carpentier, ni hubiera tratado de estrenarla, como lo hizo.

Creo que esta pieza manifiesta de manera muy particular el pensamiento de su creador en el momento en que fue concebida, constituyendo un testimonio y una fuente histórica relacionada con las circunstancias en las cuales se produjo, tal como sucede con toda obra. El contexto que enmarca la composición de esta sonata estuvo sellado por una serie de eventos que viabilizaron e influyeron en el perfilamiento y libre fluir de las ideas creativas orbonianas.

Desde finales de 1944, la vinculación de Orbón al colectivo de jóvenes artistas, intelectuales y escritores en torno a Orígenes‒la revista de arte y literatura dirigida por José Lezama Lima y José Rodríguez Feo‒, contribuye a ratificar sus ideas de recuperar los clásicos y las grandes figuras de la modernidad. A esto se suma la promulgación en el proyecto creativo y editorial origenista del “respeto absoluto” a la creación, las tradiciones y al derecho de la libre expresión: “[…] en la forma más conveniente a su temperamento, a sus deseos o a su frustración, ya partiendo de su yo más oscuro, de su reacción o acción ante las solicitudes del mundo exterior, siempre que se manifieste dentro de la tradición humanista, y la libertad que se deriva de esa tradición […]”.[20] Estas reflexiones tenían muchos puntos en común con las ideas y necesidades expresivas orbonianas.

Pocos meses después (en mayo de 1945), Orbón renuncia al Grupo de Renovación Musical ‒en el que participaba desde 1942‒, disconforme con la aridez del neoclasicismo objetivista asumido por este colectivo, el arbitrario anti romanticismo con el que se desvalorizaba a priori todas las obras de este estilo y el alejamiento respecto a las tradiciones musicales folclóricas de la nación cubana. Orbón atendía a la urgencia de manifestar su intensidad emotiva y seguirse nutriendo de las tradiciones musicales hispanoamericanas cultas y folclóricas, sin distinción entre unas y otras, observando al mismo tiempo el equilibrio y balance en la estructura de sus piezas.

Según el testimonio del propio compositor recogido por Carpentier, el punto de mira orboniano apuntaba al romanticismo lírico de Johannes Brahms,[21] quien reverenciaba en su música a los grandes compositores desde el renacimiento y adoptaba con un enfoque personal, las técnicas y estructuras formales que estos utilizaban. Algo similar proyectaba Orbón para su creación musical fuera de los estrechos marcos del grupo de compositores y más en avenencia con los presupuestos artísticos y literarios origenistas.

A este escenario se suma el ensanchamiento del horizonte creativo orboniano al conocer de primera mano las ideas y creaciones musicales de reconocidos compositores como Copland. Cinco años después de que éste último concibiera su Piano Sonata, Orbón estudia con él en el curso de perfeccionamiento para jóvenes compositores del Berkshire Music Center de Tanglewood (Massachusetts) durante los meses de julio y agosto de 1946.[22] Regresa a La Habana en octubre y concluye el primer movimiento de su Piano Sonata en diciembre de ese mismo año; el segundo y tercer tiempos en marzo de 1947 y el cuarto, el 22 de abril de 1947, según consta en las anotaciones de la partitura autógrafa.[23]

Antes de partir al mencionado curso en los Estados Unidos Orbón había escrito una extensa obra para guitarra ‒que trabaja y perfecciona durante varios años más y da por terminada en 1951 bajo el título Preludio y danza. También comienza el poema-cantata Raimundo Lulio (I. “Conversión de Raimundo Lulio”, II. “Cántico del Amigo y del Amado” y III. “Martirio de Raimundo Lulio”), impresionado por la lectura del Cántico del Amigo y del Amado de Ramón Llul,[24] un proyecto de composición vocal-instrumental que nunca finalizó.

La Piano Sonata fue la primera pieza que Orbón trabaja en su totalidad y concluye después de desligarse del Grupo de Renovación Musical, como integrante del círculo de Orígenes y tras su regreso de Tanglewood. Así pues, para un público abierto y los estudiosos e intérpretes, esta obra representa un momento de la composición orboniana desconocido y rescatable.

Esta pieza confirma las preocupaciones que guiaron a Orbón en la espiral creativa de sus obras, así como las raíces y los referentes de los que se nutrió desde sus obras de juventud. Sin embargo, la Piano Sonata significa además un nuevo nivel de gestación y búsqueda en el pensamiento musical orboniano, que permite entender la cristalización de las ideas y los cánones estéticos que se observan en creaciones posteriores que han sido consideradas hitos en el catálogo de este compositor. Tales son los casos de las Tres versiones sinfónicas ‒ganadora de uno de los premios Juan Landaeta en el Concurso de composición del I Festival de Música Latinoamericana de Caracas siete años después‒, así como la serie de cuatro Partitas creadas en los Estados Unidos entre 1963 y 1985, y otras composiciones.

La Piano Sonata es atemporal y ofrece al mundo de hoy una valiosa perspectiva en la síntesis de diversos estilos antiguos y la música contemporánea, representando una de las fuentes substanciales de inspiración e influencias de la música académica hispanoamericana del pasado siglo. Así mismo, la poética de su música encuentra resonancia en los intérpretes, compositores y escuchas de hoy.

II 

Mi experiencia concreta como pianista, descifrando la partitura y durante el montaje de la obra. El análisis, la comprensión e interpretación intelectual de la naturaleza poética.

@AGS

El proceso de montaje de la Piano Sonata fue complejo. Primero porque es una obra de grandes extensiones, cuatro movimientos: I Allegro moderato-Andante. Fantasía-passacaglia- Allegro moderato, II Scherzo. Allegro rítmico, III Adagio, mesto[25] y pesante y IV Final. Vivace. En un inicio cada vez que me enfrentaba a la lectura de la partitura autógrafa tenía que volver a descifrar la caligrafía de ciertos pasajes muy complejos que esclarecí antes pero que había olvidado, y este proceso me colocaba en un círculo interminable. Por eso, y con vistas a conservar de algún modo lo que ya había dilucidado del manuscrito, facilitando la lectura al piano de la pieza de una vez por todas, decidí transcribir el manuscrito de la pieza a una partitura digital. [26]

Tuve, asimismo, que aprender de manera autodidacta, el programa de internet Finale, auxiliándome de tutoriales, de los consejos de algunos amigos compositores, e instruyéndome con mis propios errores. Este fue un desafío imprevisto y desconcertante. Había asumido que no tendría problemas para tocar una pieza de Orbón leyendo directamente del manuscrito, como sucedió en ocasiones anteriores con piezas como el Libro de Cantares y la Sonata Homenaje “sobre la tumba del Padre Soler” para clavicémbalo o piano.

En suma, el proceso de leer y digitalizar la partitura autógrafa de la Piano Sonata retrasó y dificultó mi trabajo. A la par, tuve que ir conociendo y apropiándome de la obra, pues la transcripción al soporte digital, como cualquier otro tipo de copia, significaba también una exploración en la obra misma, el análisis y desmembramiento de la música. Además, inevitablemente, a la vez que transcribía la música la escuchaba en mi mente, no era necesario tocarla para percatarme de la conducción de las voces, los momentos climáticos, los tópicos y las figuras retóricas, del carácter de cada movimiento y las diferentes secciones y fragmentos, así como de los momentos climáticos, más aún porque la copiaba con verdadero interés (pues mi propósito era tocar la obra), superando la contrariedad de saber tan poco de herramientas digitales. No avanzaba con la rapidez que deseaba, me cansaba mucho, pero me reconfortaba lo factible que se tornaba la lectura de la partitura en formato digital.

Contando ya con la partitura digitalizada, procedí a su revisión cotejándola con el autógrafo para enmendar cualquier error. Luego, comencé el montaje de la sonata con los métodos habituales que se emplean con cualquier otra pieza para piano de grandes dificultades técnicas. El procedimiento fue: leer de manera correcta, montar la obra poco a poco tocándola en el teclado y practicar los fragmentos más difíciles por varios días, repitiéndolos decenas de veces -pues aunque se logre ejecutarlos de manera correcta alguna que otra vez, no significa que el trabajo con ese pasaje haya terminado. Por supuesto, es cardinal mantener lo que se ha alcanzado, ejercitando todos los días e insistiendo en los mismos trozos problemáticos.

Ana Gabriela Fernández @Fuente Externa

Cuando nos enfrentamos a cualquier obra de altas complejidades, como es el caso de esta pieza orboniana, el montaje es una tarea titánica, pues hay que trabajar y pulir atendiendo muy bien la partitura (las notaciones musicales y los apuntes escritos) para no crear vicios de lectura o ejecución. En la Piano Sonata este problema se multiplica, no sólo porque predomina un lenguaje más acorde al tejido orquestal que al piano, en partes muy embarazosas para el pianista, pero no irrealizables; sino porque ciertos fragmentos son, más que orquestales, francamente anti-pianísticos, pues rebasan las posibilidades físicas y anatómicas de ejecución de los diez dedos y las dos manos de un ejecutante.

Aunque los recursos del piano pueden considerarse similares a los de una gran orquesta ‒por la amplitud de sus registros, las posibilidades de resonancia y matices, y los colores obtenidos mediante diferentes tipos de toques‒ y estos rasgos de hecho permitieron a Orbón llevar a la Piano Sonata los sonidos y el entramado que construía en su mente- ambos medios sonoros tienen diferencias esenciales. La agrupación sinfónica está integrada por decenas de instrumentistas organizados en cuatro grupos,[27] cada uno de éstos con un mínimo de cuatro voces que abarcan todos los registros. Tales características permiten concebir muchos y diferentes trazos melódicos, el entretejimiento de varias texturas y combinaciones armónicas, inclusive complementados en registros muy distantes. Sin embargo, estos recursos fueron usados por Orbón al piano en todos los movimientos de la sonata y ello me provocaba mucho estrés: era extraño e inusual y además aumentaba las dificultades. De igual forma, hay ciertos fragmentos de la pieza que considero incompatibles con las posibilidades técnicas de la ejecución del piano, irrealizables por un solo ejecutante. Descubrirlo me contrarió, porque me exigía esfuerzos posiblemente infructuosos, y complicaba no sólo la correcta ejecución sino una interpretación hermosa o atinada de la pieza. De hecho, cuando existen serios problemas de ejecución es muy difícil que el músico consiga la concentración (inmersión) necesaria para interpretar.

Ya que la lectura de la partitura exige la comprensión intelectual estética de la música, durante el proceso de comprensión y montaje de esta pieza me ha acompañado la lectura de textos como “La poética del espacio” de Gastón Bachelard, ensayo sobre la filosofía de la poesía que más ha iluminado mi entendimiento sobre las emociones encerradas en la música de la Piano Sonata; así como otros escritos que también abordan la poética, exégesis y efectos de una obra de arte, la psicología de la música, claves de la interpretación musical en sí, de la retórica, la semiótica y la gestualidad musical. Autores como Eric Clarke,[28] Julio Amador-Bech,[29] Mateo Belgrano,[30] Sergio Balderrábano[31] y Rubén López Cano[32] me revelaron una serie de conceptos que han conducido y me han ayudado a comprender la singularidad de la obra.

Reflexionar en particular sobre las nociones de retórica, poética y gestualidad me hizo examinar cada uno de estos niveles en sus conexiones, descifrando los elementos principales, secundarios y potenciales de la composición, pues esto influye en mi comprensión como intérprete y en lo que transmito durante la ejecución.

Considero en este trabajo que la retórica es básicamente la construcción del discurso, tiene que ver con los procesos y recursos técnicos concretos que se utilizan para crear determinado efecto o imagen, con una finalidad persuasiva o estética. Me refiero, pues, al empleo de las figuras retóricas musicales (tales como la repetición de la melodía o del ritmo, las disonancias, los acordes), las cuales individualizan el discurso y representan o provocan una determinada impresión acústica (López Cano, 2000:102‒104). En la construcción del discurso retórico también tomo en cuenta la aparición de tópicos, es decir, la incorporación de ciertos temas, recursos y diseños (melódicos, rítmicos, armónicos) que remiten a una u otra tradición cultural, género o estilo de la música ‒como la música litúrgica de la iglesia católica (el canto gregoriano, el organum y las antífonas marianas), la música folclórica hispanoamericana (como el zapateo y punto cubanos, el galerón y el joropo venezolano-colombiano, las diversas manifestaciones del flamenco y otros géneros folclóricos de España).

En este proceso ha sido imprescindible distinguir lo que pudiera considerarse la imagen poética y su efecto, el contenido emocional que la pieza sugiere y provoca, la significación de la pieza en tanto poesía o arte, lo cual depende no sólo de los recursos técnicos y retóricos, sino de la interpretación; es decir, de la subjetividad e intersubjetividad de las imágenes que conducen a la “resonancia” poética, a la recepción intensa de los efectos emocionales y afectivos en la psiquis y el inconsciente. Según Bachelard, en la repercusión o “resonancia” se halla la vibración que la imagen poética suscita en un alma extraña al proceso de su creación. Escribe: “El poeta no me confiere el pasado de su imagen y, sin embargo, su imagen arraiga enseguida en mí” (Bachelard, 2000: 7‒8).[33]

El estudio y examen constante de la Piano Sonata, que me acompaña todo el tiempo y no sólo cuando la ensayo, me ha permitido creo, descifrar la expresión, las emociones y los significados que encierra su música, e intentar acoplar el discurso musical, tanto como la “articulación de lo comprendido” (Belgrano, 2018: 4)[34] de una manera coherente y entendible para un público plural. Sin embargo, éste es un proceso que nunca concluye, porque siempre se modifican o develan nuevos detalles en la acción expresiva. Así, la significación y la comprensión[35] resultan también hechos inacabables y en permanente exploración.

Siguiendo esta dinámica de comprensión y apropiación, la Piano Sonata es un ente vivo en construcción constante. Y aunque es necesario conocer y respetar dónde están los puntos, las comas, comillas, respiraciones, los efectos que provocan determinadas imágenes, las emociones auditivas más significativas, los momentos específicos de los giros y las derivaciones, así como preparar y llegar a los clímax, tales elementos se enriquecen o pueden cambiar por el gesto musical del intérprete ‒otro aspecto a tener en cuenta dentro del proceso.

La gestualidad musical considerada como una especie de “traducción corporal que surge de la percepción de los emergentes sonoros de las obras musicales” constituye “el vehículo con que el músico comunica corporalmente el complejo mundo de sensaciones, imágenes, movimientos que surgen internamente [demandados al cuerpo por la psique, las emociones y el intelecto del ejecutante] al hacer música”. (Balderrábano, 2006). [36] Y aunque los gestos son sugeridos en parte por el compositor, pueden ser comprendidos, seguidos o transformados o no, por el intérprete. Por eso la tarea de entender e interpretar la Piano Sonata me ha obligado a crecer no sólo en el dominio técnico y expresivo del piano, sino en el trabajo de mi propio cuerpo, porque éste también aprende a “ser”, y aprehende la pieza desde su gestualidad, desde las sensaciones que la obra hace surgir en el ejecutante.

La gestualidad musical responde al mundo de las significaciones y emociones, y considero que es a la vez medio y el fin. Medio, porque a través de la gestualidad se comunican y se reafirman las sensaciones, y al mismo tiempo, la gestualidad está condicionada por las sensaciones que la música provoca. Todo ello constituye un círculo de retroalimentación, una continuidad discursiva y articulada que adquiere significación y responde a la interacción de los medios expresivos de la música: la melodía, el ritmo, la métrica, el aire, el fraseo y la dinámica, entre otros. Por ejemplo, un pasaje en el registro grave, con ritmos lentos, en dinámica messo forte, con las figuras retóricas de los intervalos armónicos de las 4tas, 5tas y 8vas paralelas (conformando acordes) que se desplazan a distancias de 3ras menores y 2das mayores (características de la melodía del canto gregoriano) conllevan movimientos suaves y a la vez descansados y pesados de los brazos, con la inclinación del cuerpo hacia el piano: gestos de profundidad y reposo vertical sobre las teclas. Un pasaje de estas características aparece al comienzo de la Piano Sonata, en la introducción del primer movimiento. [37]

Otra fase de este proceso fueron los ensayos de la versión interpretativa a la cual he llegado al día de hoy, es decir,  la interpretación personal que se configura comprendiendo la ilación y las partes del discurso, sus emociones y su poética, en un momento determinado de la apropiación. Esta versión la voy registrando en la partitura mediante marcas con líneas o flechas que indican las partes climáticas, y también algunos sonidos (ciertas figuras retóricas o tópicos), o bien determinada conducción de motivos melódicos o armónicos en momentos conclusivos, de reposo o suspenso, los cuales se hallan semi-ocultos por el complejo entramado de la textura o deben ser destacados en su intención poética musical. También subrayo algún pasaje notorio, ya sea por su complejidad psíquica, por la conveniencia de recalcarlo como significativo dentro del discurso, o por alguna emoción peculiar que tal pasaje me haya despertado.

Mi comprensión de la naturaleza poética de la obra responde en primer lugar a mi propia intuición y experiencia emocional, e incide en mi capacidad de comunicar mis “hallazgos” (o propuestas) a los oyentes. Aunque percibo y siento las reacciones del público, no puedo mirar directamente a los escuchas y tampoco alertarlos con palabras de la llegada de un gran momento, o de un giro inesperado en el transcurso de una pieza. Sólo mediante la acción de tocar debo dejar ver, producir y tratar de provocar en los oyentes las emociones que emanan del espíritu de la música, en ese discurso tentativo que he articulado bajo la guía de la pieza, y evidenciar y comunicar la profundidad y complejidad de su esencia, como una revelación de lo oculto:

[…] la obra de arte […] refiere al mundo de una manera reveladora de su esencia […] busca el sentido interior, hondo e inescrutable de las cosas y, al expresarlo, da a conocer eso interior que estaba oculto. Resulta, desde este punto de vista, que la obra de arte ni se agota en, ni se puede definir a partir de lo estético […]. Lo estético es solo el recurso de la forma que sirve a la manifestación de la esencia, no la esencia misma. La esencia radica en el poder mostrar, poder hacer patente. (Amador-Bech, 2012:48).[38]

Tratar de transmitir la esencia oculta de esta pieza es intentar comunicar ciertos rasgos, creo yo, del sistema poético musical de la sonata: el ser íntimo orboniano (él mismo como el origen y final), donde lo antiguo es moderno, y viceversa, y donde se entremezclan las diferentes épocas sin el orden diacrónico de primero o anterior, posterior y actual, sino en avenencia y simultaneidad. En esta esencia de la obra orboniana, donde confluyen los lenguajes y las culturas diversas, conviven el misticismo, el amor, la pasión, la sensualidad, los deslices y las concupiscencias, la espiritualidad, los conflictos y también la tristeza, la violencia y euforia, tal como ocurre en la herencia cultural, la vida y las experiencias del propio Orbón y también, desde la perspectiva de este compositor, en Hispanoamérica.

En consecuencia, lo viejo coexiste con lo nuevo, o aparece como ‘diferente’, cuando en realidad es muy arcaico o evidencia rasgos y raíces de épocas remotas. ¿Qué es para Orbón lo nuevo y lo viejo en la música hispanoamericana? Para este compositor esta música es como él mismo: arcaica y moderna a la vez, híbrida como el nuevo mundo y sus individuos, signada por lo universal y lo diferente que se manifiesta también en la esencia individual del propio Orbón, ser y hacedor de una obra musical de un estilo muy personal, pero también universal, a la vez antiguo y contemporáneo. Esto podría decirse de muchos otros compositores, pero no era frecuente ‒por no decir que era excepcional‒ en la creación musical académica de la época en que fue concebida la Piano Sonata con una proyección hispanoamericana que rebasaba el enfoque hispano-cubano, que el mismo Orbón había mostrado en algunas de sus primeras obras.[39]

Explorar y tratar de comunicar la esencia poética de esta pieza me ha exigido aguzar mis habilidades expresivas y de comprensión. También he necesitado concientizar, desde mi sensibilidad, cómo se construye un lenguaje y una poética propia, una especie de voz privada, íntima que se manifestará ya desde mi sentir. Para ello he debido internarme en la obra en relación a mí misma, y un tanto a expensas de su guía e influencia. Esta perspectiva subjetiva se manifiesta en el modo en que voy articulando el discurso musical, porque es inevitable que en la medida en que comprendo así la pieza, hago converger mis propias características intelectuales, corporales, sociales e históricas como persona e intérprete. (Clarke, 2008: 91).[40]

A esto se suma que la construcción de un ‘nuevo’ lenguaje de expresión, si bien considera la sensibilidad del compositor impregnada en la obra y respeta su estilo personal, muestra inevitablemente la identidad y las particularidades del intérprete; en mi caso, mi herencia hispanoamericana, mi psicología y un entramado cultural particular, así como las experiencias que he vivido hasta hoy. Esta voz propia necesariamente está matizada por mis características como intérprete, entre las que priman la disciplina, la reflexión, el razonamiento y el entusiasmo, modulados, claro, por el aprendizaje técnico, el discernimiento continuo y el control de una psiquis más bien apasionada, un poco excedida a veces ‒debido quizás a mi herencia cultural latina y en particular caribeña‒ aspectos en los que llevo muchos años trabajando.

Me parece que un sello reflexivo está presente en las obras que toco, porque suelo adentrarme y analizar la música, para poder comunicarla. En este sentido, suelo ser muy detallista. Este estilo depende también de otras características psíquicas que poseo, pues soy muy detallista (trato de desentrañar y dominar todos los pormenores de la pieza y su ‘sub-texto’) y soy también obsesiva. La preparación intelectual que conlleva cada obra ‒y que en realidad nunca concluye‒ me lleva a buscar respuestas a las nuevas interrogantes que surgen respecto de una pieza como obra de creación. A la ‘significación’ que encuentro en la obra contribuye la maduración psíquica, intelectual y psicológica que haya alcanzado durante el período concreto de su montaje; en el caso particular de la Piano Sonata, dicho periodo se halla ciertamente distante al momento en que fue concebida.

Mi entorno actual ha incidido en la percepción ‒y en la interpretación‒ que he tenido de esta obra, pues son muy diferentes los contextos socio-culturales, las experiencias personales y artísticas del autor a las mías. El presente es una nueva era. Hoy coexisten disímiles lenguajes y tendencias de estilo en toda la música que nos rodea, así como recursos técnicos y sonoridades heterogéneas. Ello ha cambiado la concepción que se tiene de la música académica contemporánea, y esta realidad es válida también para los escuchas. No necesariamente la música contemporánea debe sonar agresiva, obstinada y disonante para ser moderna, como ocurría en la época en que fue creada la obra orboniana en la isla. Por tanto, suavizar su estilo, controlar la extrema euforia de su música y hacerla más descifrable facilitaría su acercamiento a los escuchas de hoy.

Mi trabajo con la Piano Sonata me ha obligado a confrontar mi identidad cultural hispanoamericana, comprendiendo la mixtura que significa ser americana y a la vez heredera de la música universal (occidental) de todos los tiempos y épocas. Es un hecho que me identifico tanto con la música de Victoria y Scarlatti, como con la de Palestrina y Falla; con Brahms, Bartok, Prokofiev y Copland, y el punto y el son cubanos, o los sones jarochos mexicanos, por ejemplo, influjos y referentes presentes en esta obra orboniana. Creo que algo similar sentía y representaba Orbón como músico y compositor y ello se refleja no sólo en esta sonata, sino en toda su obra. Entiendo pues que la creación orboniana tiene mucho que ver con lo que soy como persona y artista.

No ha sido una tarea fácil descifrar y entender los enigmas encerrados en las obras de este compositor, pues ello implica tener no sólo el conocimiento de la música académica universal, sino también, el de la más antigua música de la liturgia católica ‒desde el medioevo hasta el renacimiento‒, el de la música folclórica de varias regiones de España, el de las diferentes manifestaciones del folclor de Cuba y el de la música de concierto española y cubana, así como la familiaridad con ciertos géneros del folclor latinoamericano. Esta particular combinación de saberes y experiencias es el fundamento sobre el que Orbón creó su música, enriqueciéndolo. En este sentido es que la obra orboniana refleja la naturaleza intima del compositor ‒como sugerí antes. Tal naturaleza es el resultado de muchos factores: una singular historia de vida, su condición de músico y compositor migrante, su hibridez cultural y cosmovisión, sus intereses personales más cotidianos, su ideología, sus emociones, luchas y logros, así como los cuestionamientos artísticos e intelectuales que siempre se hizo.

A esto se añade que mi historia de vida, o lo que es calificado por Dutch como el factor biográfico (Dutch, 2008: 171), [41] también influye en el “decir o sentir de mí como artista”. Por otra parte, la interpretación de una pieza en concreto incide también en mi manera de pensar, hacer, sentir y transmitir. Como intérprete reflejo mis pensamientos, enfoques, vivencias, logros y miedos. Si bien, como ya expresé, existen ciertos puntos en común entre esta obra de Orbón y mi manera de interpretarla ‒cierta sensibilidad y actitud artística‒ hay también diferencias, claro, en la perspectiva u horizonte que revela este compositor en su Piano Sonata (en cuanto a lo que significan las imágenes dentro de su cultura específica e individual) y los míos. Estas discrepancias se deben al origen y la época de cada uno: él nació en Avilés, yo en La Habana, a más de medio siglo de distancia, con las consecuentes desemejanzas culturales, también en lo que se refiere a la música folclórica y de concierto que nos rodeó en nuestros respectivos países de nacimiento, y por supuesto, en lo relativo al ambiente familiar y el decurso de nuestras vidas.

Una de estas diferencias culturales tiene que ver con la significación que para Orbón tienen la poesía mística, la teología y la música litúrgica del catolicismo ‒desde el medioevo hasta las obras musicales del renacimiento (por ejemplo, las creaciones de Giovanni Pierluigi da Palestrina y Tomás Luis de Victoria) y el barroco. Para cuando yo nací (1990), y durante mi niñez y adolescencia, mi familia mantenía una discreta y oculta relación con ritos y creencias católicas, debido a la reprobación y censura por parte del gobierno revolucionario en el poder ‒censura que alcanzaba al resto de las religiones populares. Hubo que plegarse a las directrices de un estado que no sólo se había proclamado ateo, sino que tuvo grandes conflictos y enfrentamientos políticos e ideológicos con la iglesia católica desde 1959 y hasta el día de hoy. De ahí que la adhesión a la fe católica fuera disimulada por muchas personas, y su expresión se limitara al hogar.

Las tradiciones católicas de mi familia resistieron los embates, la oposición y las prohibiciones socio-políticas, e incluso la segregación y las limitaciones para la realización social o profesional de todos aquellos que profesaran una religión. Esto significó una pérdida cultural para la sociedad, y en mi caso particular, explica el desconocimiento que tengo de la música que pertenece la liturgia católica, así como de la poesía mística, incluso de textos como la Biblia. [42] Mis saberes al respecto quedaron confinados a la elemental instrucción que recibí de mi madre, y a algunos datos y menciones superficiales que hacían los profesores del conservatorio, profesores de la historia de la música universal, nacidos y formados, como mi madre, después de la revolución, y en consecuencia, con poco conocimiento del tema. No contaban con las audiciones musicales necesarias para ilustrar, por ejemplo, los antiguos cantos gregorianos, el organum y conductus.

No es casual, pues, que las piezas del Libro de Cantares… ‒mi primer encuentro con la obra orboniana‒ me sonaran “raro”. Yo desconocía la arcaica historia musical de la cristiandad y por tanto no comprendía el ambiente místico-medieval que lograba Orbón con el uso de una armonía modal derivada del modalismo, éste último presente en las primigenias manifestaciones de la música litúrgica de la edad media y el renacimiento.

Los conocimientos que tengo sobre este tipo de música, así como de los escritos filosóficos literarios, poéticos y musicales de la cristiandad, los adquirí después, ya fuera de la isla, y en buena parte están vinculados al estudio, la comprensión y la investigación de la obra orboniana. De hecho la realidad cubana es opuesta a la visión de Orbón. Su erudición sobre esta temática data de su vida en España y estuvo favorecida no sólo por el contexto religioso-católico de su familia y la sociedad en la que se desenvolvió, sino por los valiosos libros que desde niño leyó ávidamente en la biblioteca hogareña heredada del abuelo paterno ‒un eminente catedrático de la universidad de Oviedo‒, considerada la mejor de Asturias.

Ya que Orbón no vivió en Cuba sino hasta el inicio de su juventud (a los 15 años), durante su infancia y primera adolescencia su contacto principal fue con el folclor asturiano, que junto con el andaluz y el flamenco solía emplear en sus improvisaciones al piano. Sin embargo, su familiaridad con la música cubana ocurre ya en el seno familiar, en España. De la música de la isla tiene noticia por su madre, la pianista cubana Ana de Soto, y por escuchar obras para piano como la “Cubana” de las Cuatro piezas españolas de Falla, así como otras compuestas por los cubanos Ignacio Cervantes y Eduardo Sánchez de Fuentes, las cuales integran el repertorio pianístico de su padre asturiano (nacionalizado cubano) Benjamín Orbón. [43] A esto se suman los populares sones urbanos, las guajiras, los pregones y las guarachas de moda que se difundían en la península durante esta época y que escuchará luego en la capital de la isla, donde reside a partir de 1940.

Con todo, la manifestación que más atrajo a Orbón fue el punto cubano y sus tonadas, dada sus similitudes con el folclor español y con los arcaísmos presentes en su música: el empleo de las antiguas estructuras de las escalas modales ‒como las del modo frigio (mi-la-mi) y el mixolidio o jastio (sol-re-sol), también específicas de los cantos folclóricos de distintas regiones de España‒ y del primer tetracordio del modo frigio (en la variante andaluza con la 3ra menor y mayor), propio de los más antiguos cantes jondos del flamenco. Durante su larga estancia en Cuba, Orbón fue descubriendo poco a poco otras músicas latinoamericanas que estudió e investigó. Así fue conformando en su imaginación creativo- musical un mundo enigmático e insospechado de sincronías de estilos musicales, sonidos, ritmos y atmósferas, una hibridez que desbordaba los alcances de sus viajes y mudanzas.

En mi caso, aunque nací y viví en la capital de la isla, escuché desde muy pequeña las más diversas manifestaciones del folclor musical cubano (urbano y rural), debido al trabajo de mi madre como musicóloga.[44] Sin embargo, se trataba de una música que no me atraía mucho, en gran parte por su monótona repetición de los ritmos. En cambio, la música de concierto me encantaba ‒sobre todo la contemporánea‒, que también se escuchaba en mi hogar o en los conciertos a los que me llevaron tempranamente. Esta música me mostraba un universo de sonoridades, con lenguajes heterogéneos, que explotaban técnicas insospechadas y una amplia paleta de colores que contribuía a crear diferentes atmósferas, algunas sugerentes y otras inexplicables para mi mente infantil.

Respecto del folclor español ‒sabiendo de manera consciente que era de origen peninsular, pues en la isla se entonan cantos y romances arcaicos de España como parte del folclor cubano‒, mi conocimiento y afinidad era mucho menor que la de Orbón como es lógico, y pasaba por el tamiz de la música de Falla, un compositor al que yo sí conocía y admiraba, pues escuchaba, disfrutaba e incluso ejecutaba obras suyas como las Siete canciones populares españolas, la Noche en los jardines de España, El amor brujo y El sombrero de tres picos. Este fue un fuerte punto de contacto entre Orbón y yo.

Sin embargo, mi primera relación significativa con el folclor asturiano no ocurrió hasta que interpreté el Libro de Cantares, ciclo que mencioné al inicio de este escrito. Más tarde, tuve la oportunidad de examinar y estudiar diversos compendios de los cantos del folclor musical asturiano, castellano y andaluz, así como de las manifestaciones del flamenco, en los trabajos de investigación que realicé sobre su presencia en diversas obras de Orbón. Descubrir sus composiciones, la belleza de sus melodías, me llevó a identificarme con una buena parte de ese folclor. Además, conocer estas manifestaciones ha ampliado los horizontes de mi perspectiva artística de una manera que nunca imaginé. Esto no hubiera sido posible sin la entrañable relación que he establecido con el compositor y su obra.

Hay otra importante diferencia entre la vida profesional de Orbón y la mía. Como ejecutante me veo en la necesidad de tocar obras de todos los estilos y tendencias ‒casi siempre dentro del ámbito de la música contemporánea‒, europeas y americanas, concebidas para piano solo y en agrupaciones de cámara, para piano y voz, o para solista junto a una orquesta sinfónica. Orbón, aunque tenía una carrera promisoria como pianista, dejó de presentarse en público a la edad de diecinueve años, sus experiencias en el campo de la interpretación musical fueron limitadas, pues decidió concentrarse en la composición. Orbón es un compositor, que es además pianista, y yo soy una pianista consagrada a la interpretación de la música.

Para Orbón lo más importante eran las antiguas tradiciones, en mi caso el interés sobresaliente ha sido la música más contemporánea, y de hecho he tenido contacto con toda la música académica compuesta con posterioridad al fallecimiento de Orbón, es decir a partir de la década de 1990 hasta nuestros días. Entre la Piano Sonata y mis experiencias como intérprete, entre la tradición y el presente histórico, hay evidentemente una tensión, debida a lo que Gadamer llama “historicidad de la comprensión”. El intérprete siempre proyecta “un sentido pre-existente sobre lo que interpreta, sentido que está determinado por su horizonte cultural” o tradición (Gadamer, 1999),[45] así que en una interpretación se fusionan los horizontes históricos del creador y el del intérprete.[46]

La intervención del factor biográfico del intérprete ha sido reconocida por Dutch como el molde de los pensamientos, sentimientos y las acciones frente a determinada obra de arte.[47] Gadamer reconoce también la inevitable presencia del pensamiento, de la subjetividad y de un sentido pre-existente del intérprete, determinado por los horizontes o entramados culturales de éste, que inciden en el proceso de interpretación de la obra.[48]

Debo reconocer que desde mi primer acercamiento al montaje y estudio de esta sonata, mis emociones han estado marcadas por la angustia, por la sensación constante de ansiedad y asfixia, no sólo debido a lo difícil de la ejecución y los pasajes casi irrealizables, sino a la falta de “respiraciones” en la propia partitura. Hay una gran cantidad de fragmentos, incluso secciones de considerable extensión, con obstinatos de motivos rítmicos y melódicos, con acentuaciones, que no permiten descanso alguno, pues no hay pausas o silencios. La causa de mi agitación y estrés también está vinculada con las repeticiones excesivas de los ritmos y las melodías lo que conforman una especie de figura retórica.

La exageración de este rasgo, alusivo a los cantos y bailes de la música folclórica hispanoamericana (el zapateo flamenco, el zapateo y el punto cubanos, y el joropo y galerón venezolanos) aparece en una buena parte de la sonata, y siento asfixia por lo apretado de estas repeticiones y la falta de “espacio” en la obra orboniana, además de cierto aburrimiento y exasperación. Quizás no fuera la intención de Orbón producir este efecto, quizás intentaba, con las repeticiones, crear un espacio íntimo y propio, una cámara interior expresada con un estado de euforia constante (o quizás de añoranza).[49] Podría aplicarse al sentir del compositor la interrogante de Bachelard: “¿Acaso no se siente en esas repeticiones, o más exactamente en esos refuerzos repetidos de una imagen en que se ha penetrado […] una habitación que el escritor lleva en él, a la que hace vivir una vida que no está en la vida […]?[50]

En la sonata encuentro muy pocos momentos con ambientes de paz y sosiego, y cuando alguno de estos aparece, es interrumpido enseguida por los ritmos incisivos y reiterados y un insistente y pequeño motivo acentuado. La ejecución de estas secciones, indicadas con ‘toques siempre marcados’ (señalados en la partitura autógrafa con la anotación de “marcato sempre”),[51] dinámica fuerte y acentuaciones añadidas (lo mismo en las partes fuertes de la métrica y los tiempos, que en las débiles) crean una atmósfera de marcha implacable, de estricto orden (como se da por lo general en las manifestaciones zapateadas de la música folclórica bailable hispanoamericana). Evocan un movimiento continuo e inalterable de euforia y también de persecución y porfía, como ocurre también en algunas de las danzas folclóricas zapateadas, donde se trata de parejas que coquetean.

Con lo anterior contrasta la atmósfera mística y espiritual que tiene la introducción del primer movimiento de la sonata, sugerida por las figuras retóricas del canto gregoriano, el organum (manifestación primigenia de la polifonía) y de ciertas entonaciones melódicas que pueden homologarse con las de la antífona mariana Ave Regina Caelorum (Salve, Reina de los cielos): “Ave, Regina Caelorum, /Ave Domina Angelorum […]”[52] (“Salve, reina de los cielos/ y Señora de los Ángeles”). En esta parte de sólo ocho compases, el compositor alude (utilizando una mezcla particular de diferentes figuras retóricas) al tópico de la música litúrgica católica (abarcando, como antes dije, manifestaciones arcaicas que datan del siglo III d. C. hasta el XII). Los pocos momentos de sosiego de la sonata están vinculados a los fundamentos raigales de la espiritualidad y la lírica de Orbón: el catolicismo religioso y la música sacra occidental. Sin embargo, a la vez que me comunican calma e introspección, percibo que no están exentos de reflexiones sombrías.

Otro fragmento que ejemplifica este comportamiento así como el contraste entre una atmósfera cálida y de elevación espiritual ‒lograda con la explotación de los recursos melódicos con ritmos lentos, notas largas y matiz piano‒ con la vuelta a la euforia de los ritmos reiterativos e irregulares en dinámica fuerte, es el pasaje de la “Fantasía-Passacaglia” (la parte intermedia del primer movimiento).

Esta sección representa, además, los tópicos de la fantasía y la passacaglia,[53] formas originarias de la música barroca: fue concebida por Orbón con variaciones sobre un tema propio, ideado con los sonidos iniciales del tema de la passacaglia del IV Allegro energico e passionato de la Sinfonía no.4 (1885) de Johannes Brahms.[54]. Lo curioso es que con este proceder, Orbón no sólo remite al compositor alemán y su sinfonía ‒considerada un punto culminante en el desarrollo de esta forma en la historia de la música‒, sino a J. S. Bach, y al ambiente con significado místico de una de sus creaciones para la iglesia. De hecho el tema que Brahms adopta para su pasacaglia es una modificación del concebido por Bach para la cantata Nach dir, Herr, verlanget mich (Hacia ti, Señor, yo me elevo), con el texto “Meine Augen sehen stets zu dem Herrn” (“mis ojos miran siempre al Señor”)[55] tomado del salmo bíblico “David implora dirección, perdón y protección”.[56]

El ritmo de marcha, la exaltación y el ímpetu de una buena parte de la sonata son recuperados tras el corto período de tiempo dedicado al particular ambiente de calma y retiro espiritual de la “Fantasía Pasacaglia”. La euforia y la obstinación rítmica sólo fue interrumpida por Orbón para apuntar y homenajear en este pasaje a los dos grandes compositores alemanes, empleando la antigua forma española de la pasacaglia ‒que ambos creadores cultivaron en distintas épocas y estilos‒, así como para enaltecer la espiritualidad religiosa cristiana, un contenido recurrente en la creación orboniana. Con este fragmento Orbón consigue de nuevo registrar en su sonata las referencialidades sincrónicas a las fuentes y los estilos de diferentes épocas, aunados mediante una forma arcaica de la música española.

A lo largo de la Piano Sonata son escasas las partes con las atmósferas de recogimiento y tristeza como las que sugiere la citada “Fantasía Passacaglia”, pues abundan los fragmentos rápidos y la gama de matices entre mf y fff, así como crescendos dentro de este ámbito, los cuales me crean ciertos conflictos con la pieza. Por ejemplo, en algunos pasajes de este tipo, en los que Orbón indica un aire rápido, yo percibo, por el contrario, la necesidad musical y emocional de un tiempo más lento y pausado. A esto se añade que cuando toco la obra, en la mayoría de estos pasajes siento dolor y cansancio físico en los brazos. A esto contribuye el exceso de los matices fuertes y fortísimos (muchas veces fff) mantenidos por largos períodos de tiempo, el toque marcado y los grandes acordes en los registros extremos del piano con las dinámicas mencionadas ‒elementos que considero denotan cierta violencia o desesperación. Además, es muy difícil interpretar y articular el discurso musical repitiendo constantemente sin variaciones, cuando se toca la pieza completa de inicio a fin.

Otra sección de euforia y júbilo mantenidos, que exige del ejecutante la mezcla de energía, resistencia física y gran agilidad para moverse por todo el teclado, es el IV movimiento “Finale”. Esta parte de aire Vivace se inicia con las indicaciones de marcato, incisivo y fuertísimo, así como con las acentuaciones y los ritmos marcados de las síncopas[57] para enfatizar la figura retórica de dos 2das mayores (la primera, descendente y la otra, ascendente). El frenesí que Orbón revela con esta figura es otra de sus obsesiones: el tópico de la música folclórica de España (en particular de Andalucía y del flamenco), así como su admiración por Manuel de Falla y obras de este compositor como las Noches en los jardines de España, el ballet El amor brujo y Concerto per clavicembalo (o pianoforte), flauto, oboe, clarinetto, violino e violoncello, donde también aparece reiterada la citada figura como tópico del folclor español.

III

Recreación y comprensión de la Piano Sonata como co-creador. Un intento de creación e indagación: la versión hija, a manera de ejercicio de entendimiento y apropiación.

@AGS

Habitar esta misteriosa y enigmática pieza, entrar en ella y transitar sus emociones, expresarlas y describir las sensaciones e imágenes que viven en el acto y proceso creativo de Orbón ‒lo más cercano posible a lo que éste expresó en la partitura‒, ha sido mi trabajo desde el momento en el que comencé la primera lectura al piano de esta moderna, y a la vez arcaica, obra.

La Piano Sonata es atemporal. El tiempo, inmóvil, se desdibuja en cuanto la línea consecutiva pasado-presente-futuro. Los eventos ocurren a la misma vez, sin que una era o época aventaje o se destaque por encima de la otra. No hay primera ni siguiente, tampoco abajo y arriba, todo es simultáneo. Es como un lienzo en que se mezclan diferentes ingredientes históricos y geográficos. Posee elementos de diversos estilos que aluden a la historia de la cultura y la vida musical desde la edad media, enfocándose en las expresiones antiguas de la música académica, la música sacra occidental, las manifestaciones poéticas y musicales cultas y populares de España y Latinoamérica, vistas y mezcladas desde el prisma personal del compositor en la contemporaneidad.

La sonata muestra algunas de las obsesiones del joven compositor que también marcaron su carrera creativa posterior. Tal es el caso de su fascinación por las figuras retóricas y los tópicos vinculados a la arcaica música de la liturgia católica (el canto gregoriano y el organum, primigenia manifestación polifónica), como ya he dicho, y a la búsqueda de un lenguaje hispanoamericano de síntesis, que fusionara las manifestaciones musicales nacidas en las distintas regiones de España y América Latina.

A estos empeños se suman sus ansias por escribir para orquesta, reveladas en el pensamiento musical y las maneras con las que trata la escritura para piano de esta obra; así como su intención de ajustar el orden de las estructuras formales bien definidas (que aluden al barroco y el clasicismo) con la intensidad expresiva, para comunicar sus emociones sin límites ni ataduras.[58] Lo místico, grave y sombrío, el hastío, la aflicción y cierta meditación y tranquilidad, entre otras emociones, se intercalan y alternan con la euforia que prima en la obra y alcanza a veces niveles alucinantes.

Si bien la Piano Sonata, no es una obra de madurez, es extraordinaria. Su belleza radica en la extrema originalidad y lo enigmático de su música, en la singularidad de su atemporalidad y también en las emociones desbordantes. No estoy totalmente segura que su “punto flaco” sea la extrema dificultad de su ejecución, aunada a la complejidad de las imágenes, y lo enigmático del lenguaje y las atmósferas: es decir, su “rareza” o “excentricidad”, porque son precisamente estas cualidades las que la convierten en una pieza notable dentro de cualquier repertorio pianístico.

Los rasgos musicales y técnicos de la Piano Sonata, tanto como los efectos y derivaciones de su música en mi subjetividad, me han llevado a concebir una propuesta más cercana a las posibilidades objetivas de la ejecución pianística, sin desvirtuar el espíritu de la composición original.  Una propuesta que así mismo facilite la aproximación estética, emocional e intelectual a un público plural y actual, considerando que es una obra muy compleja, que para ser apreciada pide una avezada audiencia.

Desde mi perspectiva como intérprete, creo que se debe respetar el texto escrito y no transformar, en principio, o por capricho, los signos de la partitura ni la idea concebida por el compositor ‒que en dicha partitura se manifiesta. Sin embargo, es verdad que la música provoca siempre diferentes efectos y sensaciones, y en ocasiones me permito realizar ciertos cambios o adiciones a las partituras de las obras que interpreto, inclusive, algunas pertenecientes a compositores que son detallistas y precisos con ciertas ideas que quieren comunicar.

La Piano Sonata de Orbón es uno de estos casos, como puede observarse en el cuidado con el que este compositor casi siempre precisa y señala en la partitura los pormenores en los tempos o aires, la rica gama de las articulaciones, los matices y las acentuaciones. Sin embargo, la partitura de esta pieza es menos detallada que la del resto de los autógrafos orbonianos que he investigado, estudiado e interpretado. Constituye solo una “guía” para la ejecución ‒como las partituras de todas las piezas de música‒, pero no tiene todos los detalles y pormenores que aparecen en otras de sus obras. Tampoco hace referencia alguna al carácter de la música o a la historia emocional, la intención musical y las características del estilo, ni los rubatos (el swing o la oscilación), la importancia de algunos sonidos sobre otros, o la conducción o narrativa de las frases y los sonidos ‒es decir, a dónde se llega y cómo, y de qué manera se sale de un sonido o se regresa a él.

Desconozco si existió algún aspecto extra musical vinculado a la música de esta pieza; es decir, referencias a algún elemento literario, anécdotas o hechos históricos, o quizá la existencia de una particular “narración” o programa construido en la mente del compositor para concebir los temas musicales y el orden y encadenamiento de la música a lo largo de la obra. Hasta hoy no he encontrado información alguna al respecto, pues el compositor no dejó ninguna pista, ni hizo explicaciones o comentarios sobre esta sonata. Por esto, para dialogar con la música y las intenciones de Orbón en la Piano Sonata y tratar descifrar las emociones, atmósferas y propósitos de su discurso musical me pareció conveniente y fructífero el ejercicio de formular una nueva propuesta, lo que constituye mi primera co-creación de una pieza musical.

Para materializar el proyecto me basé en el conocimiento y la comprensión minuciosa que tengo de la obra, tras numerosas horas de montaje, estudio y ensayo, así como en la elaboración de la partitura digitalizada, matriz de la nueva versión. Sin embargo, en este último punto choqué una vez más con mis limitaciones.

La tarea de armar la nueva partitura desde el documento digitalizado con anterioridad me exigía la habilidad de suprimir y acoplar diferentes fragmentos sin cometer graves errores que pudieran tergiversar o desnaturalizar la obra; me pedía destrezas que aún no poseía en el manejo del software para hacer un trabajo de edición. Solicité la colaboración y asesoramiento del compositor Gonzalo Macías. Gracias a él pude aprovechar la partitura digitalizada de la Piano Sonata y re-construir una versión diferente, fundamentada comprensión, apropiación intelectual y emotiva de la pieza.

Una de las prioridades en la nueva versión ha sido no menoscabar los flujos emocionales originales de la obra, conservando las particularidades de sus diferentes atmósferas. La adaptación realiza un arreglo más compacto del original, reduce la extensión de los movimientos por la eliminación concienzuda de aquellos pasajes que insisten de manera excesiva en determinadas figuras retóricas y tópicos, elementos que están constantemente “sobrando” y hacen que el intérprete se extenúe físicamente, mucho más de lo que normalmente sucede cuando se toca una pieza de grandes proporciones y complejidad. Las supresiones que hice no rompen ni desequilibran las estructuras formales. Tampoco adulteran la inteligibilidad del discurso musical, más bien la favorecen.

En diferentes partes de la obra transformé las indicaciones agógicas señaladas como rápidas o muy rápidas, en moderadas o más lentas. Estos cambios obedecen a mi subjetividad, mi comprensión personal del sentido de las imágenes, así como la manera particular en que estas resuenan mí, reclamándome para esos momentos mayor sosiego y calma, reacción que se contrapone a la extrema precipitación concebida por el compositor en esos trozos.

Estas transformaciones del ‘aire’ conllevan además cambios de matices: de los fuertes y grandes crescendos hasta los fuertísimos apuntados por Orbón, pasé a dinámicas mezzo piano y piano, atendiendo a mis sensaciones y percepción personal de lo que música exige; es decir, de lo que es necesario para la conducción coherente y la expresividad del discurso musical, así como encontrar la mejor forma de transmitirlo a los oyentes. La disminución de la rapidez del aire en estos fragmentos y del volumen de los matices, incrementa además los contrastes del discurso musical de la obra, así como los pocos momentos de relajación física del intérprete.

Al mismo tiempo se han eliminado ciertos pasajes de extrema complejidad, que requieren del despliegue de una gran fuerza física por el ejecutante, además de los recargados acordes que abarcan casi todos los registros del teclado a la vez. Al mismo tiempo en muchos acordes fueron sustituidos los intervalos armónicos de 10mas colocados en el bajo para la mano izquierda en el piano, por 8vas que duplican el sonido más grave. Esta permutación responde a que las 10mas simultáneas, aunque se ejecuten disueltas con la ayuda del pedal, son de ejecución muy insegura para el pianista y tienen muchas posibilidades de fallo o pifia, sobre todo cuando se repiten una tras otra durante largos pasajes, como ocurre en la sonata original.

Si bien se han efectuado estas transformaciones, hemos conservado los ambientes sugeridos en las combinaciones armónicas, caracterizadas por la abundancia de las disonancias, los grandes clímax y el manejo orquestal del piano (en todas las partes donde ha sido posible), porque estos perfiles distinguen la pieza original. Además, el sinfonismo aunque no es muy habitual en la creación para piano, tampoco es tan extraordinario si pensamos en ciertas sonatas para piano de Beethoven, en la Sonata en si menor de Liszt y sus transcripciones de óperas para piano, por solo citar algunos ejemplos.

Respetar las peculiaridades del lenguaje orboniano en esta sonata es la causa de que la “versión hija” no sea una propuesta “fácil” para intérprete alguno. Sigue siendo una obra en extremo compleja en técnica y entendimiento, pues conserva la gran mayoría de los complicados retos de ejecución de la Piano Sonata original. Entre estas dificultades están los constantes saltos y el desplazamiento de un extremo a otro en el teclado, la ejecución simultánea en los registros extremos, los acordes repletos de sonidos dentro de los que hay que conducir o destacar ciertos motivos o líneas melódicas y los contracantos, las texturas abigarradas a varias voces con trabajosos contrapuntos, enrevesadas polirritmias y acentuaciones constantes de todos los tiempos en métricas que cambian consecutivamente.

La pieza se destaca también por la gran carga emocional, el uso continuado y mantenido de matices fortísimos, extensos crescendos desde fuertes hasta fortísimos y acentuaciones añadidas y utilizadas muchas veces en cada subdivisión de los tiempos en pasajes extensos. A esto se añade la explotación de ciertas figuras retóricas alejadas de las maneras de expresión pianísticas pertenecientes a instrumentos antiguos como la vihuela y el clavicémbalo, así como la guitarra e instrumentos de cuerdas del folclor latinoamericano como el laúd y el tres cubano, y el arpa y cuatro venezolano/colombianos; y estos recursos se introducen en el lenguaje orquestal escrito para el piano.

La gran mayoría de las complejidades intrínsecas a la concepción original de la sonata no se han eliminado, pues esto no puede hacerse sin destruir las ideas, imágenes y atmósferas sugeridas y proyectadas por el compositor, algo que no constituye nuestra finalidad. Por esto en la nueva propuesta se siguen las intenciones subjetivas y expresivas de Orbón y aunque se colegian con las nuestras, la versión no es una obra “extraña” o totalmente ajena a la concebida y sentida por él, porque en la nueva versión nuestro compositor está presente todo el tiempo.

Mi enfoque como co-creadora es el resultado de la exploración y el entendimiento de los rasgos temperamentales y emocionales orbonianos que se hallan en la narrativa musical. Esto me permitió concebir una versión muy cercana a la pieza original, sólo un poco menos complicada y extensa que la obra primigenia. El producto final de todas estas transformaciones es una versión menos iterativa, más realizable para el intérprete, con más pasajes sosegados y de menor extensión (con un tiempo aproximado de ejecución entre los 26 y 30 min.) que la gran sonata que le antecede (de entre 36 y 40 min. aproximados de duración) y más cercana a un público diverso. Pues también, las excesivas repeticiones pueden contribuir al cansancio, la pérdida de interés y el posible rechazo de un auditorio no especializado o no habituado a la música contemporánea.

Pretendo que el público pueda percibir en esta versión no tanto la presencia del compositor sino la idea que tengo de él, como intermediaria que soy en la asimilación y recreación de sus mensajes. El papel de mediadora me permitió el reajuste de esta sonata, su actualización con una propuesta viva y tamizada por mi subjetividad, para un público diferente del público al que se dirigió la obra original, en un contexto y una época también disímiles.

Sin embargo, al día de hoy, la versión que propongo no está destinada a cualquier tipo de público, como tampoco lo estuvo la pieza original. Por lo general, la mayor parte de los auditorios actuales solo poseen referencias o gustos musicales afines con la música académica de los estilos más antiguos hasta el impresionismo y no están habituados a las sonoridades y los lenguajes de la música más contemporánea.

Esto último es una realidad que dificulta también el entendimiento de la “versión hija” de la sonata orboniana, pero que no es muy diferente de las circunstancias de los auditorios en La Habana, donde este tipo de música era ampliamente rechazada y solo era entendida por muy pocos, inclusive, no era aceptada por una buena parte de los músicos y compositores académicos durante la época en la que Orbón compuso la obra.

No obstante los cambios, la simplificación y eliminación de algunos pasajes embarazosos, la nueva versión tampoco será comprendida por la gran mayoría de un público plural. Como una “buena hija” de la Piano Sonata “madre” de la cual es descendiente, continúa siendo una música complicada, con un entramado sincrónico de texturas y lenguajes enrevesados y muy disonantes, a veces obstinantes y un poco oscuros y agresivos, que no es idónea, ni entendible o disfrutable en su complejidad para la mayoría de los escuchas.

A esto se añade que no solo es necesario un amplio acervo cultural, el conocimiento de la música académica occidental de todas las épocas y sobre todo el hábito de escuchar la diversidad de lenguajes musicales de la contemporaneidad, sino de la música del folclor español y latinoamericano. Con estas condiciones podrá percibirse y disfrutarse la original mezcolanza lograda por Orbón.

No siempre, y a veces casi nunca, a los compositores contemporáneos de la música académica les interesa mucho que sus obras sean acogidas por un público diverso o plural –este es mi punto de vista y creo que esto ocurre con mucha regularidad, más que las reconocidas por los mismos creadores‒, pues frecuentemente componen para ellos mismos o conciben lo que consideran “debe ser creado” de acuerdo a la línea de vanguardia en la música en la época, las necesidades propias de expresar sus emociones, su inspiración e imaginario, su cultura, identidad y sus más íntimos intereses o gustos. Creo que este es el caso de la Piano Sonata, una pieza que de manera muy personal responde al pensamiento, la historia de vida, los deseos, las experiencias y añoranzas, así como al “libre albedrío” del que gozaba el compositor en el momento en que esta pieza fue ideada.

IV

Notas sobre la audición y recepción de la nueva versión de la obra ante un grupo de escuchas

La grabación de mi interpretación en vivo de la versión “hija” de la Piano Sonata fue puesta a consideración de media docena de especialistas del Centro de Poética del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM en un encuentro realizado a finales del mes de noviembre de 2024.[59] Los participantes fueron invitados a la escucha de la mencionada pieza y a intervenir después en una sesión de comentarios sobre sus experiencias personales en la recepción de la misma. Esta experiencia posibilitó el conocimiento de las opiniones, impresiones y asociaciones de los diferentes integrantes de esta pequeña audiencia ‒compuesta por personas de una gran cultura artística y literaria, pero no especializadas en música‒ sobre la nueva versión de esta obra y su interpretación musical

Dadas las lógicas diferencias en las vivencias, sensibilidades y entramados culturales propios de cada escucha, las imágenes, emociones y sensaciones que resonaron en este auditorio no fueron idénticas. Sin embargo, aunque las representaciones y sensaciones fueron desiguales, muchas coincidían con relacionarlas con el elemento agua y sus fluidos, con la lluvia y la humedad, así como con las sensaciones táctiles de estos elementos. Otros imaginaban el correr de los niños entre los charcos, y algunos vieron, imaginaron o sintieron el mar (en particular, la evocación del mar desde América) con los ritmos y flujos de sus corrientes, y la maravilla de formas marinas como las caracolas.

Ciertas consideraciones son ilustrativas respecto a la combinación de este tipo de imágenes y la fuerza emotiva de la pieza: “Me venían palabras como lluvia y humedad, pero la sonata fue cambiando y evolucionando, introdujo nuevos ritmos y en algunos momentos recordé a [Erick] Satie, no porque se asemejara sino porque es la antítesis de Satie, en esta pieza hay énfasis y pasión, mientras que Satie repite de manera voluble.” Otras acotaciones señalaron la impresión de algo metálico, y también, en algunas partes de una pianola mecánica dada la repetición y las características de las figuraciones rítmicas. En contraposición a esto, los cambios de ritmos en diferentes trozos de la pieza fueron percibidos como un discurso travieso y lúdico.

Otras recepciones de la obra se centraron en las sensaciones y los movimientos corporales, conformando en la mente un solo de danza contemporánea: “Vi el bailarín hombre, con un leotardo terracota en la escena oscura con un poco de luz tenue que no contrastaba tanto con la oscuridad del escenario, sino que solo dejaba vislumbrar el movimiento, sin más sonidos ni más cosas que el movimiento del cuerpo”.

También fue visualizada como un film de cine mudo en blanco y negro, por los cambios y las pausas en el discurso musical que semejaban una concatenación de escenas. Fue comparada con un viaje de diversas imágenes a través de la música y la sensación de desplazamientos que les evocaba caminatas y la sensación de bajar y subir escaleras, a veces interrumpida por la búsqueda de la salida de un laberinto. A esto se añade el chocar con las paredes, así como la aparición repentina de sombras en medio de esta confusión y embrollo.

En las partes rápidas percibieron sensaciones de trance y la homologaron a la frase “quo vadis” (dónde vas); es decir, recibieron un sentimiento de incertidumbre, a veces angustiosa, las contradicciones acerca de qué vía tomar y finalmente la esperanza que surge al divisar o descubrir la luz dando la opción de varios caminos como salida:

“[…] vi y sentí desesperación, partes que brindaban caminos u oportunidades a seguir por las escalas repetitivas que interpreté como recuerdos (son como recuerdos de desesperación) de ver el camino como un laberinto. Hay partes que parecen las visiones de una turbulencia; sin embargo, sigue el camino lento y reflexivo. Se me hizo como una película”.

La idea de un contexto laberíntico fue otra de las imágenes más recurrentes entre los presentes, así como la de la lucha y el conflicto desesperado contra los sentimientos de debilidad o dulzura, como una necesidad de deshumanizar la música: “es una música enojada que lucha con lo cantábile, con los problemas del compositor”, apuntaron algunos. Se señala también que la experiencia de esta resistencia pasa por distintos procesos, pues son percibidos algunos contados intentos de fluidez, de encontrar una salida de los conflictos. Sin embargo, también ciertas opiniones reconocen la existencia de sonoridades diferentes que luchan por entrar y estas circunstancias convierten la música en una especie de geometría en el espacio, pues la música se desdobla, y en esta duplicación o desdoblamiento, no encuentra la salida convirtiéndose en una lucha obsesiva: “No es que hayan como si fueran dos pianos en disputa o controversia, sino que representan la experiencia de la resistencia y la tenacidad, inclusive en contra lo que puede estar esperando el escucha”.

En los fragmentos de aire lento y en contraste con lo anterior, se recepcionó un estado meditativo y reflexivo, con detención en los silencios que figuraba como una especie de búsqueda ensimismada. Sin embargo, hubo participantes que solo percibieron en la música el antagonismo y la lucha entre dos partes (una muy cargada y grandilocuente y la otra ligera, rápida y alegre) que se oponían, de manera similar a una batalla entre personalidades contrarias que al final logran equilibrarse.

Unos asistentes no crearon imágenes, sino experimentaron sensaciones: no figuraron la lluvia, sino la sintieron y más que la creación de una imagen tuvieron sensaciones táctiles y auditivas. En un principio uno de los escuchas experimentó ciertas dificultades para concentrarse y reacciones fisiológicas como dolores corporales, un tipo de reflejo que también tiene que ver con la posible resonancia de la música y sus características particulares como la transmisión de fuertes emociones y conflictos.

Algunas observaciones puntualizan que la Piano Sonata nace de una psique particular, de un estado psicológico y emocional y de todas las imposibilidades (impedimentos, dificultades, oposiciones, contradicciones, contrariedades, traumas inclusive) de ese estado de ánimo, y consideran la música de esta pieza como una historia de imposibilidades “que a veces parece minimalista, otras barroca, pero que se enoja (se encoleriza) y de repente se vuelve negativa, como una oposición o resistencia”. Otros señalamientos consideraron la Piano Sonata como una muestra de rebelión muy profunda que devela no solo la presencia del ethos barroco, una estrategia que acepta las leyes de la circulación mercantil, pero que al mismo tiempo es inconforme con ellas, sometiéndolas a un juego de transgresiones que las refuncionaliza,[60] y que consideran presente en esta creación musical y el uso de la misma, es decir en el valor de uso y la alienación (o enajenación) de esta pieza, pues Orbón escribe una obra anti pianística que además oculta y es una obra “intocable” en términos simbólicos para él.

En este encuentro se patentizó además el problema de hablar de lo poético de la música, pues se tiende hacer una especie de narración, y a veces imaginar una historia o determinada escena, porque de esa manera se posibilita la entrada a la obra musical. Pues para determinar o aproximarnos a qué tipo de mundo poético genera una pieza de música es difícil no traducir con metáforas cuando se habla de sensaciones, porque la metáfora es una manera de hacer resonar un arte en otro.

Aunque los escuchas recibieron de diferentes formas la propuesta interpretativa ‒construida durante el proceso de decodificación, asimilación y reinterpretación de la obra, y a expensas de las sensibilidades sugeridas por el compositor‒, la recepción de la misma coincidió en muchos aspectos con la poética musical de la obra; es decir, con las experiencias que hemos tratado de expresar con palabras, de manera verbal en la “Tabla Retórica-gesto-poética” que se encuentra como el Anexo I al final de este escrito.[61] La audiencia también concordó en reconocer la gran fuerza emocional de la música y aceptar la pieza como una valiosa obra artística, digna de ser conocida no solo por los expertos en música, sino por el público amante de este último arte: “sería una lástima que los melómanos no tuvieran acceso a esta obra”.[62]

Algunas transformaciones realizadas en la co-creación de la pieza, dirigidas a la búsqueda de mayor contraste y sosiego,[63] fueron notadas y consideradas necesarias y gratificantes para la comprensión y el disfrute de la obra. Los escuchas destacaron, por ejemplo, la gran importancia de los cambios de toques y de los silencios que anteceden y remarcan la llegada a momentos graves, de gran fuerza emotiva, en los que participa también la gestualidad del cuerpo: “es una obra que por su intensidad implica la energía y la fuerza corporal, por esta última es que el discurso fluye”.

La interpretación de la nueva versión de la pieza en conjunto con sus gestualidades, construidas en el proceso de la asimilación y recreación del mensaje y las emociones del compositor, así como tamizada por nuestra subjetividad, logró impactar en los oyentes y consiguió que los sonidos trascendieran a una dimensión íntima y personal consiguiendo la ensoñación de la mayoría de los escuchas.

V

Conclusiones

Durante la indagación teórico-práctica de desciframiento y recreación de la Piano Sonata, penetré desde el enfoque de sólidos basamentos teóricos, así como de manera consciente e intuitiva a la vez, en los rasgos particulares de la poética musical de esta obra, entrando en ella y habitándola. La experiencia de montar esta obra y entenderla sin plantearme qué significa o inventarle una narrativa, sino ubicándome en la obra misma y razonando cómo me hace pensar y qué me hace presentir esta música, fue el primer paso para atesorar los espacios, las sensaciones y los sentimientos que la música generaba. Esta constituye la experiencia en una pieza musical que se habita, y esto que se habita es la poética.

En este conocimiento un elemento que me aportó mucho fue la realización de una bitácora de trabajo, en la que realizaba una serie de apuntes cada vez que iba a tocar la pieza..., registraba cómo me sentía, si había dormido bien, cuál era mi estado emocional y qué sentimientos y emociones me generaba la música cada vez que me enfrentaba al estudio y montaje de la obra. Esto también me posibilitó aprender sobre mí misma, acerca de las características de mi subjetividad, mis sentimientos y emociones y los estados que me provocaba los diferentes fragmentos de la obra.

Aunque las creaciones de la música de concierto tienen grandes limitaciones en cuanto a lo que en ellas puede poner el intérprete de sí mismo (porque siempre está presente el compositor, como un ente sagrado), mi participación en esta obra orboniana fue diferente por la nueva versión que realicé. Para esta co-creación la bitácora de trabajo también fue fundamental. El ejercicio y esfuerzo de hacer la versión hija de la Piano Sonata hizo que conociera más la obra, y esta formara parte de mí a la vez que mi cuerpo y mente también constituían la pieza. Esta experiencia también contribuyó a que habitara la obra y comprendiera la poética de su música al residir en ella.

El enfoque del presente proyecto me ha permitido construir por primera vez una interpretación musical en la que he habitado de manera consciente y sutil las sensaciones y los sentimientos generados por los rasgos temperamentales, el estado emocional y la psique del compositor en el momento concreto de creación de la obra. La investigación además ha abierto un mundo desconocido por mí evidenciándome que aún me quedan muchas cosas por aprender no solo sobre mi persona y psique, sino como intérprete. También constituye una experiencia enriquecedora que me llevará a revisitar las interpretaciones no solo de las obras orbonianas para piano, sino también “re descubrir” la poética musical de una buena parte del resto de las composiciones de distintos estilos y épocas de mi repertorio pianístico.

Confirmé así mismo que las decisiones interpretativas generan acontecimientos que pueden estar implícitos o no en la composición musical y resultan de la construcción subjetiva y dinámica del intérprete; así como que la actualización permanente de la obra musical reside en la capacidad del intérprete de realizar interpretaciones vivas, tamizadas por su subjetividad, que recreen la música escrita ante diferentes audiencias y en diversos contextos culturales y de época.

Ana Gabriela Fernández Casanova

(Cuba-México) es pianista. Graduada de maestría y doctorado con mención honorífica en la UNAM. Ha obtenido diversos premios en certámenes nacionales e internacionales. Ha realizado numerosos recitales y conciertos en Cuba, Estados Unidos, Canadá y México. Ha sido becaria del Belgais Center for Arts con Maria Joao Pires, en Castellón Branco, Portugal y de la OAcademy (2022), con la pianista venezolana Gabriela Montero. Funge como coordinadora institucional del sitio Zona Paz y es candidata al posdoctorado en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.

[1] Después de mi llegada a México en 2013 conocí la existencia de un video donde se interpreta esta obra en el sitio web YouTube. El material corresponde al concierto realizado en la iglesia Santo Tomás de Cantorbery durante la Semana de música religiosa de Avilés, Asturias, el 13 de abril de 2011 y se compartió dos días después.

[2] Estrofa XIV: “Mi amado, las montañas/los valles solitarios nemorosos, /las ínsulas extrañas, /los ríos sonorosos, /el silbo de los aires amorosos, […]”. San Juan de la Cruz, “Cántico espiritual”, Altazor año 5 (septiembre, 2024), https://www.revistaaltazor.cl/san-juan-de-la-cruz-cantico-espiritual/ [Consultado 6-09-2024].

[3] Un ciclo de piezas es una forma de la música de concierto en la que un grupo de piezas completas están diseñadas para ser interpretadas en una secuencia como una unidad.

[4] Eduardo Martínez Torner, Cancionero musical de la lírica popular asturiana, (Oviedo: Instituto de Estudios Asturianos, 1986).

[5] Julián Orbón, En la esencia los estilos y otros ensayos (Madrid: Colibrí, 2000), 64, lo subrayado pertenece a la fuente.

[6] Canto no. 216, Martínez Torner, Cancionero musical…, 79.

[7] El número 4 indica que es la cuarta giraldilla que el compositor emplea en este ciclo.

[8] Cintio Vitier, Lo cubano en la poesía, La Habana, Instituto del Libro, 1970.

[9] Como le sucedió a él vivo fuera de mi país de origen, separada de mi familia y siento por tanto gran añoranza, pero tengo miedo de viajar a la isla desde hace algunos años. Mis convicciones cada día se alejan más de la línea cultural restringida del gobierno cubano, que acusa constantemente de conspiración a cualquier artista o intelectual que disiente. Ello podría significar, por ejemplo, que prohíban mi regreso a México por un tiempo ilimitado. Soy pues, como Orbón, una exiliada, en mi caso de carácter “preventivo”.

[10] Gastón Bachelard, La poética del espacio (Argentina: Fondo de la Cultura Económica, 2000), 9.

[11] Velia Yedra considera perdida esta pieza que además titula como Sonata (piano) en la "Lista cronológica de obras" de Julián Orbón. Velia Yedra, Julián Orbón: A Biographical and Critical Essay, Research Institute of Cuban Studies, University of Miami, Coral Gables, Florida, 1990, 75. Lo mismo ocurre en el trabajo de Mariana Villanueva, “Julián Orbón: un retorno a los orígenes”, Tesis de doctorado, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Ciudad de México, 2004, 289.

[12] Alejo Carpentier, “Breve historia de la música cubana”, Libro de Cuba. Una enciclopedia ilustrada que abarca las Artes, las Letras, las Ciencias, (La Habana: E. M. de la Capitanía de La Habana, 1954).

[13] Leonardo Acosta, “Homenaje a Julián Orbón”, Clave, año 3 (núm. 1, 2001), 37.

[14] Integrante de la familia Romeu, de destacados músicos cubanos, Mario Romeu González (La Habana, 1924-2017) fue un pianista, compositor y director de orquesta, catalogado como niño prodigio. Estudió piano en Cuba con el padre Armando Romeu Marrero y el pianista ruso Jascha Fischermann. Obtuvo una beca en el Instituto Curtis de Filadelfia. Realizó giras por numerosas ciudades de los Estados Unidos, tocó junto con la Orquesta sinfónica de Caracas y en programas radiales en vivo, así como en los más importantes teatros de La Habana. También fue pianista del jazz band del Cabaret Tropicana. Radamés Giro, Diccionario enciclopédico de la música en Cuba (La Habana: Letras Cubanas, 2007), tomo IV, 82‒83.

[15] Criterio de Mario Romeu, citado por Acosta. Acosta, “Homenaje a Julián...", 42.

[16] Velia Yedra se refiere a la Piano sonata como una obra extraviada en el “Catálogo” de Julián Orbón que incluye en su libro. Yedra, Julián Orbón: A Biographical…, 75.

[17] Gracias a las diligentes gestiones de Carlos Chávez, el gobierno mexicano, dirigido por el presidente Adolfo López Mateos, le había expedido a Orbón una invitación para trabajar como asistente en el Taller de Creación Musical del Conservatorio Nacional. La urgencia de su salida de Cuba respondía a que Orbón planeaba llevarse consigo a su esposa y los dos hijos cubanos, y si bien el compositor poseía la ciudadanía española y las autoridades gubernamentales de la isla tenían limitantes para prohibirle la salida del país, podían impedir, o retrasar por un tiempo ilimitado (muchos años inclusive), el traslado de su familia cubana a otra nación si sospechaban (o les llegaban informaciones) que esta partida tenía que ver con la posición discordante del compositor con respecto a la revolución cubana.

[18] Este es el caso de las diversas entrevistas que Orbón le concediera a Yedra en diciembre de 1982 para la redacción del libro Julián Orbón: A Biographical and Critical Essay. Con toda seguridad esta autora considera perdida la Piano Sonata, de acuerdo con la información brindada por el compositor. Yedra, Julián Orbón: A Biographical…, 75.

[19]Piano Sonata (1939-41) ׀Works׀ Aaron Copland”. https://www.aaroncopland.com/wprks/piano-sonata/ [Consultado, 18 de octubre de 2024]

“Piano Sonata, Aaron Copland”, La Phil, https://es.laphil.com/musicdb/pieces/5525/piano-sonata [Consultado, 18 de octubre de 2024]

[20] Los editores, “Orígenes”, Orígenes, año 1 (primavera, 1944): 5‒6.

[21] Alejo Carpentier, La música en Cuba, (México: Fondo de Cultura Económica, 1946).

[22] Orbón ganó por concurso de oposición esta beca ofrecida por el Patronato de la Orquesta Sinfónica de Boston, por mediación de la “American Steel Corporation” de Cuba y del Grupo Cubano-Americano.

[23] Julián Orbón, Piano Sonata, partitura autógrafa (no publicada), La Habana, 1947.

[24] Julián Orbón, “Carta a Alejo Carpentier”, autógrafo no publicado, La Habana, 20 de marzo de 1946. Fondos Alejo Carpentier.

[25] Mesto significa triste o lastimero.

[26] En este punto surgió uno de los más engorrosos problemas que he enfrentado a lo largo de mi carrera: trabajar con las herramientas adecuadas para escribir y editar tales partituras de música. El manejo del software, aunque no tiene que ver con la acción directa de ejecutar una obra al piano, posibilita la copia digital (legible y clara) de la notación musical de las piezas manuscritas, y en consecuencia el rescate, estudio y la promoción de las obras no editadas, como es el caso de la Piano Sonata. Pese a estas repercusiones, los programas de estudio de mi formación académica ‒como la de todos los intérpretes‒ no contemplan la enseñanza y práctica de alguna aplicación de este tipo, quizás por considerarla una materia sobrada para los ejecutantes, sólo necesaria para la carrera de composición.

[27] Viento madera, viento metal, percusión y cuerdas.

[28] Erick Clarke, “Comprender la psicología de la interpretación”. En J. Rink (Ed.), La interpretación musical, Madrid: Alianza música, 2008, 81‒94.

[29] Julio Amador-Bech, “La interpretación de la obra de arte desde la perspectiva de la Hermenéutica Filosófica de Hans Georg-Gadamer”, Investigación Universitaria Multidisciplinaria, año 1, no. 11 (enero-diciembre, 2012), 42‒50.

[30] Mateo Belgrano, “La esencia poética de la obra de arte; reflexiones en torno a Ser y tiempo y “El origen de la obra de arte”, Tópicos. Revista de Filosofía de Santa Fe, 2018: 4. https://repositorio.uca.edu.ar/handle/123456789/9224 [Consultado, 10 de agosto de 2024]

[31] Sergio Balderrábano, “Reflexiones en torno a la gestualidad musical”, 2006. https://core.ac.uk/dowland/pdf/296370131.pdf [Consultado, 10 de agosto de 2024]

[32] Rubén López Cano, Música y retórica en el barroco, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, México, 2000.

[33] Bachelard, La poética del espacio, 7‒8.

[34] Mateo Belgrano, “La esencia poética de la obra de arte; reflexiones en torno a Ser y tiempo y “El origen de la obra de arte”, Tópicos. Revista de Filosofía de Santa Fe, 2018: 4. https://repositorio.uca.edu.ar/handle/123456789/9224

[35] Julián Marrades Millet, “Música y significado”, Teorema vol. 19, (no. 1, 2000): 5‒25

―. “Música nueva y lenguaje”, Revista de Occidente (no. 113, 1990): 57‒72.

Antoni Defez i Martín, “Significado y comprensión en la música”, Daimon. Revista de filosofía (no. 31, 2004): 71‒88.

[36] Balderrábano, “Reflexiones en torno a la gestualidad musical”, 1: lo subrayado pertenece a la fuente.

[37] Para más ejemplos sobre la interacción en esta pieza de los medios expresivos de la música y el gesto puede consultarse el “Anexo I. Tabla retórico-gestual-poética”.

[38] Amador-Bech, “La interpretación de la obra de arte…”, 48.

[39] Nos referimos a piezas como la Sonata. Homenaje sobre la tumba del Padre Soler para clave o piano (1942) y la Tocata para piano (1943).

[40] Clarke, “Comprender la psicología de la interpretación”, 91.

[41] Lluis Ducth, “Hombre, tradición y modernidad”, en Ducht, L. et. Al, Lluis Ducth, antropología simbólica y corporeidad cotidiana, México: UNAM-CRIM, 2008, 171.

[42] Tampoco conocía ni tuve acceso a los antiguos escritos teológicos y filosóficos de Raimundo Lullio, la poética mística de San Juan de la Cruz, las Confesiones de San Agustín de Hipona, la Summa Teologiae de Santo Tomás de Aquino, ni la obra poética de León Hebreo, o filosófica de los teólogos españoles Sebastián Fox Morcillo y Benito Arias Montano. Una buena parte de estos textos eran conocidos y manejados por Orbón desde su niñez en Asturias.

[43] Programa de mano. “Concierto de piano, por el eminente artista Benjamín Orbón”, Teatro de la Comedia, Madrid, 17 de octubre de 1919.

[44] Mi madre trabajaba como investigadora del Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana (CIDMUC) y grababa música in situ en los trabajos de campo que realizaba en toda la isla. Esta música, así como los proyectos discográficos que ella concebía con estas grabaciones, eran escuchados en nuestra casa con regularidad. Ejemplos de los fonogramas que oí en mi entorno familiar son las colecciones Official Retrospective of Cuban Music (I Música afrocubana y rumba, II Sones y guarachas, III Punto cubano y canción, IV El danzón y la música tradicional actual), Tonga Productions, TNG4CD 9303, 1999; y la Antología de la música afrocubana (Vol. I-X), EGREM, 2006.

[45] Hans-Georg Gadamer, Verdad y método I, Salamanca: Sígueme, 1999, 344 citado por Amador-Beach, “La interpretación de la obra de arte…, 50.

[46] Ibídem.

[47] L. Duch, “Hombre, tradición y modernidad”, 171.

[48] H-G, Gadamer, Verdad y método I, 344, citado por Amador-Beach, “La interpretación de la obra de arte…, 50.

[49] Reflexiono que este comportamiento fue algo incontrolable para Orbón, un rasgo existencial que después, posiblemente, él valoró también como excesivo. La repetición obsesiva, como reafirmación constante, era quizá un índice de añoranza o angustia por algunas de sus pérdidas, que en el caso de este compositor eran muchas, no obstante su juventud, pues tenía sólo veintiún años a la fecha de composición de esta sonata. La infancia de Orbón estuvo marcada por varios hechos trágicos: fue huérfano de la madre cubana desde los 7 años y además sufrió la privación afectiva del padre (casi siempre ausente) pues vivía en Cuba. Con solo 9 años vio arder su hogar con los dos pianos y la biblioteca que tanto amaba, porque el periódico conservador de su tío-padrino (que se encontraba en los bajos de la casa) fue atacado con bombas por los izquierdistas durante la Revolución de Asturias: el niño y sus familiares salvaron sus vidas milagrosamente. El tío-padrino (para el niño la representación paterna más cercana) fue asesinado al inicio de la Guerra civil española por los izquierdistas y su cadáver vejado a la vista pública (algo que, todo parece indicar, observó el infante). Migró a La Habana con 15 años para vivir con el padre y éste último falleció de manera sorpresiva cuatro años después. Un acercamiento a la historia de vida de Julián Orbón donde se abordan estos y otros sucesos de su infancia y adolescencia aparece en el capítulo II “Julián Orbón, músico y compositor migrante” de mi tesis doctoral. Ana Gabriela Fernández de Velazco, “Julián Orbón y el Grupo de Renovación Musical de Cuba (1942-1945). Análisis del Capriccio concertante (1943-19449”, Tesis de doctorado, UNAM, 2020.

[50] Frase de Jules Supervielle en la obra Gravitatiom, citada por Bachelard. Bachelard, La poética del espacio, 198.

[51] La indicación marcato sempre escrita bajo el pentagrama indica que el pasaje se interpreta más fuerte y acentuado que el resto de la música a su alrededor.

[52]Ave Regina Caelorum”, “Antiphonae B. Mariae Virginis. In Cantu Simplici. (Ex libris Solesmensibus)”, en Liber Usualis Oficii, (Roma, Tornaci: Impreso por Vict. Durez, Vic. Gen., 1913), 64‒65.

[53] La passacaglia es una forma musical de variaciones o diferencias sobre un tema, que tiene un origen popular español y data del siglo XVII.

[54] Johannes Brahms, Sinfonía no. 4 en mi menor Op. 98, First edition, Berlín: N. Simrock, 1896, 77.

[55] J. S. Bach, “6 Chor”, Nach dir, Herr, verlanget mich (Hacia ti, Señor, yo me elevo) BWV 150, 219.

[56] “David implora dirección, perdón y protección. Salmo de David”, Salmo bíblico 25 (1, 2, 5, 15), La Santa Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, Revisión de 1960 (México: Sociedades Bíblicas en América Latina, 1991), 535‒536.

[57] La síncopa es un desplazamiento o anticipación del acento métrico propio de las partes fuertes del compás a las débiles.

[58] Si bien en obras anteriores a la Piano Sonata y algunos de sus escritos, Orbón manifestó su gran interés por el componente expresivo de la música, por vez primera en esta sonata existen evidencias concretas del exaltado calibre emocional del joven compositor. Este enfoque orboniano fue criticado y calificado como “romanticismo desenfrenado” por el compositor Edgardo Martín (miembro del Grupo de Renovación Musical, en una carta dirigida a Alejo Carpentier) al referirse a las Danzas e Interludio de La Gitanilla de Cervantes (1943) y el Concierto de cámara (1944), piezas orbonianas consideradas perdidas al día de hoy. Edgardo Martín, “Carta a Alejo Carpentier”, La Habana, 19 de octubre de 1946, en Ricardo Guridi (comp.), Edgardo Martín/Alejo Carpentier. Correspondencia cruzada,  La Habana: Ediciones Museo de la Música, 2013, 123.

[59] La reunión tuvo lugar el 25 de noviembre en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.

[60]  Bolívar Echeverría, “El ethos barroco”, Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco, Bolívar Echevarría compilador, México: UNAM/El equilibrista, 1994. 75‒87.

[61] Ver Anexo 1, Tabla Retórica-gesto-poética.

[62] Los comentarios citados no serán atribuidos a ninguno de los presentes en la mencionada reunión pues los participantes solicitaron que los mismos fueran anónimos.

[63] Por ejemplo, elementos ya mencionados como las añadiduras de los silencios, las sustituciones de los matices muy fuertes y algunos tipos de toques muy percutidos por otros más suaves, así como de los aires excesivamente rápidos por otros más lentos

[64] En esta tabla hemos tratado de expresar lo poético con palabras, comunicando de manera verbal un concepto de carácter no verbal, es decir, las experiencias.

[65] M. I.: mano izquierda en el piano.

[66] M. D.: mano derecha en el piano. 

Letras notadas al pasar: LA FIESTA DE DESPEDIDA DE GABRIELA MISTRAL EN LA COMEDIA DE LA HABANA.

(Sto. Domingo. Listín Diario, 6 jul. 1931 pp. 1, 6)  (De nuestra redacción en la Habana) Leyó la ilustre intelectual sus poemas inéditos. El...