jueves, 23 de octubre de 2025

EL PRIMER CONCIERTO DE LA ORQUESTA SINFÓNICA NACIONAL DE LA REPÚBLICA DOMINICANA. Una misión al borde de la realidad y la quimera.

Antecedentes y consecuencias

Considerada hoy como la Primera Institución Musical del país, la Orquesta Sinfónica Nacional se presentó por primera vez ante el público dominicano el 23 de octubre de 1941, y «lo hizo con un repertorio exclusivamente a base de obras de los compositores dominicanos»[1]. Entonces, en las páginas del periódico La Opinión, el crítico musical Alfredo Matilla escribió lo siguiente:

La fecha 23 de octubre de 1941 es definitiva para la historia de la música en la República Dominicana. Nadie podrá olvidar que ese día se presentó al público la realidad viva y admirable de la Orquesta Sinfónica Nacional [2].

Pero aquel día, en el que la música sinfónica en Santo Domingo ascendió un peldaño más hacia su inserción en la Cultura Nacional, tuvo sus antecedentes en muchos intentos anteriores. Fueron varias las agrupaciones y los músicos que desde finales del siglo XIX y principios del XX se presentaron con asiduidad en la escena dominicana. Entre aquellas se mencionan el Octeto del Casino de la Juventud, que comenzó su vida artística en 1904 bajo la conducción musical de uno de los más celebrados músicos de la época: el Maestro José de Jesús Ravelo (1876-1951).

Otra agrupación fue el Centro Lírico Rafael Ildefonso Arté, instituido en 1906 en Santiago de los Caballeros, dirigido primero por José Ovidio García (1862-1919) y posteriormente por Juan Francisco García (1892-1974). Esta institución llegó a integrar más de 60 músicos, entre ellos los maestros Carlos García, Roberto Fandike y Sully Bonnelly, y se convirtió en Sociedad de Conciertos.

Ambas agrupaciones dejaron de presentarse en 1922, y aunque durante los próximos años aparecieron y desaparecieron diversos conjuntos, no es hasta la década del treinta que se establece en Santo Domingo otra institución musical que, de manera efectiva, incidió en la conformación de un público capaz de apreciar la música sinfónica.

El 13 de febrero de 1932 se conformó la Orquesta Sinfónica de Santo Domingo, que tuvo entre sus fundadores a Cándido Castellanos, Enrique Mejía Arredondo, Petronio Mejía, Guillermo Jiménez, Julio Alberto Hernández, Ninón Lapeiretta, Enrique de Marchena, Rafael Ignacio, Benjamín Pichardo, Guillermo Piantini y Ernesto Leroux.

Disponible en Hypermedia
y en Cuesta Libro

La vida artística de esta orquesta fue relativamente corta, porque las quimeras de aquellos amantes de la música chocaron nuevamente con la real falta de presupuesto para realizar tantos conciertos como hubieran querido sus espíritus; sin embargo, aquella agrupación, estableció las bases ciertas para la formación de los músicos que integrarían después la Orquesta Sinfónica Nacional. Pero además, la Orquesta Sinfónica de Santo Domingo significó un paso más en la conformación institucional para ese tipo de agrupaciones en el país, y fue en una de las sesiones de la Asociación en la que se propuso por primera vez la necesidad de construir un auditorio para ensayos y conciertos.

Entonces, la Sinfónica de Santo Domingo realizaba sus ensayos en la casa No. 115 de la calle 27 de febrero (hoy calle El Conde), donde el Maestro Cándido Castellanos tenía su residencia. Allí, además, tomaban clases los integrantes más jóvenes de la Orquesta, pero los conciertos era necesario realizarlos en otros locales, había que mover a los músicos y el instrumental, lo que por supuesto significaba un trastorno para la institución, porque sumado al gasto en transportación, las condiciones acústicas eran diferentes en cada sitio al que llegaban para presentarse.

Aunque la Orquesta Sinfónica de Santo Domingo había sido fundada como una institución privada por el Maestro español Cándido Castellanos, en varias ocasiones participó en eventos oficiales[3], lo cual sin dudas propició la comprensión de la utilidad que pudiera tener una institución de su tipo para el aparato estatal.

Desde su primer concierto, realizado el 12 de octubre de 1932 en «Casa de España», el ojo del dictador Rafael L. Trujillo les observaba, y en aquella primera presentación «logró la Orquesta Sinfónica de Santo Domingo su primer grupo de buenos instrumentos obsequiados por las autoridades oficiales». Pero también estuvo presente la contribución del sector privado: en un gesto altruista el empresario Juan Bautista Vicini Perdomo cooperó con «un repertorio amplio y magnífico, aportando su costo en la casa Breitkoff und Hartel de Alemania y en Ricordi de Italia».

Pero la Orquesta Sinfónica de Santo Domingo no pudo sobrevivir al medio, y aunque su paso por los escenarios fue relativamente corto, unos nueve años, su experiencia planteó las necesidades que deben cubrirse para que una institución de este tipo se inserte en la sociedad dominicana: hace falta, además de un grupo de hombres soñadores, una realidad material que sustente sus obras.

Entre los criterios disponibles acerca del significado artístico y social de aquella Orquesta Sinfónica de Santo Domingo, uno de los más brillantes es el de Enrique de Marchena Dujarric, quien resumió lo más significativo de aquella epopeya, tejida entre la realidad y la quimera, con estas palabras:

La Orquesta Sinfónica de Santo Domingo […] acompañó por la primera vez a una excelente pianista puertorriqueña, Gilda Andino (Marín), en el estreno en la república del Concierto No. 1 para piano y orquesta de Saint-Saëns, (y) […] no vaciló en acompañar (a) […] Bogumil Sykora, en las Variaciones sobre un tema rococó de Tchaikovsky, […]. Faltaban recursos… […] Pero… también dio alientos al ambiente musical dominicano. La Sinfónica se trasladó al interior y cumplió con una misión cultural importante. Fue además la base para que los compositores cultos dominicanos pudiesen hacer escuchar sus obras, o escribiesen otras…

Pasó con glorias aquella Orquesta Sinfónica de Santo Domingo, la cual constituyó el núcleo de la OSN, […]

Entre todos estos movimientos musicales de principios del siglo XX en la República Dominicana, destacan al menos cuatro figuras: José de Jesús Ravelo (1876-1951), Cándido Castellanos (1871-1947) -quien también fundó la «Sociedad Sinfónica de Santo Domingo, Inc.»[4]-, Julio Alberto Hernández (1900-1999) y Enrique Mejía Arredondo (1901-1951); además, otras agrupaciones como la Orquesta Sinfónica de la Compañía Anónima Tabacalera, radicada en Santiago de los Caballeros[5] y las bandas de música municipales y del ejército[6], que influyeron en la formación de un conglomerado de instrumentistas y compositores, y en la educación de un público capaz de disfrutar la música académica.

Los teatros y la radio

Antigua iglesia de los Jesuítas /
Actual Panteón de la Patria @Fuente Externa
Cuando nació el siglo XX, el teatro más importante en Santo Domingo era el de La Republicana, una sala que se acondicionó desde 1859 en lo que fuera la Iglesia de los Jesuitas, y que hoy alberga el Panteón Nacional, en la calle Las Damas de la Zona Colonial. Allí se presentaron grandes solistas, como el violinista cubano Brindis de Salas quien debutó allí en 1895, pero fundamentalmente por aquella iglesia transformada en teatro pasaron muchas de las compañías itinerantes que llegaban desde Europa para recorrer el Nuevo Mundo, y las que se formaban en Cuba y Puerto Rico.

Según nos dice Américo Cruzado[7]:

A fines de […] 1906, llegó […] una compañía de zarzuelas, la de Vigil, […] (y) debutaron (con) […] la […] zarzuela del maestro Ruperto Chapí, que había sido estrenada en España en el 1882 en el teatro de La Zarzuela, La Tempestad.

Como puede apreciarse, estas compañías traían un amplio repertorio al que no se resistía ningún público, y continúa diciendo Cruzado: «cuando se anunciaba La Tempestad, no dejaba de asistir a la función un solo habitante de San Carlos y San Miguel, público que asistía en pleno». Y no solamente el de la capital, sino el del interior de la isla se beneficiaba de estos eventos pues por lo general estas compañías se desplazaban por las provincias, como lo afirma Cruzado: «Terminada esta larga y feliz temporada (de la Vehi en la capital), partieron de gira hacia el interior, desde donde volvieron meses después».

Esas compañías de teatro musical resultaron también de gran provecho para los músicos dominicanos, porque, como nos dice Américo Cruzado en su obra citada, estas no viajaban con la plantilla completa, sino que «traían sus directores de orquesta y algunos músicos, entre ellos su primer violín (y) […] (eran completadas) con músicos criollos competentes».

Fue con la prestigiosa compañía de Adelina Vehi con la que llegó al país el Maestro Cándido Castellanos, de quien Carlos Piantini nos dice en sus Memorias lo siguiente:

Yo tocaba en los segundos violines de la Orquesta Sinfónica de Santo Domingo, que dirigía el Maestro Enrique Mejía Arredondo, y ensayábamos en la tienda de instrumentos de don Cándido Castellanos, uno de los fundadores de la agrupación y con quien yo tomaba clases.

Don Cándido fue un gran músico español que llegó en 1908 a la capital dominicana como concertino de una compañía de operetas y se quedó aquí para siempre. En esa época, las compañías de teatro viajaban con algunos músicos principales, y entre ellos, el director y el primer violín. Don Cándido llegó a Santo Domingo con la famosa compañía de Adelina Vehi, y después de hacer la temporada en la capital y culminar una exitosa gira por las más importantes ciudades del país, la compañía se fue y se quedaron dos de sus artistas: Esther Laclaustra, y don Cándido Castellanos. Con él estudié y trabajé las obras que después toqué como solista frente a la Sinfónica. Nos reuníamos a ensayar en su negocio, que también era su casa, en la calle El Conde. Pertenecí a aquella orquesta hasta que en 1941 se fundó la Sinfónica Nacional y todos pasamos a integrarla.

Y según nos dice Arístides Incháustegui:

Cándido Castellanos fue probablemente factor decisivo en el inicio del aprendizaje sistemático de los estudios de violín en la capital. Entre sus numerosos discípulos se destacaron Luis Beltrán, Ernesto Leroux, Víctor B. Pichardo, Petronio Mejía, Luis Cernuda y José Dolores Cerón».

El 13 de febrero de 1932, en su residencia se fundó la Orquesta Sinfónica de Santo Domingo y se formó el patronato que teóricamente debía cubrir los gastos de la orquesta. En la práctica, el gestor, fundador y mantenedor de la primera orquesta sinfónica de la capital fue Cándido Castellanos. […]

A Ramón Díaz, Morito Sánchez, Pepe Echevarría y otros instrumentistas que venían del interior del país se les cubrían los gastos de viaje y hospedaje en la capital, emolumentos que invariablemente eran también solventados por Cándido Castellanos. […]

Este movimiento en La Republicana se mantuvo durante las primeras décadas del siglo XX, y allí el público y los músicos dominicanos conocieron; entre otras, las óperas «TraviataCavalleria RusticanaRigoletto y Payasos»; la zarzuela La verbena de la paloma; y la opereta La Viuda Alegre, de Franz Lehar que en 1909 estrenó Esperanza Iris (1888-1962).

También contribuyeron a la divulgación de la música las radiodifusoras que comenzaron a transmitir programas de conciertos y de música popular; entre ellas, la HIN, H1IX, HIZ, y H1-9B[8].

Cine Olimpia en la calle Palo Hincado, SD
@Fuente Externa

Durante las primeras décadas del siglo abrieron también sus puertas los teatros Independencia (1913), Capitolio (1925), Julia (1932) y Olimpia (1941) y aunque ninguno estaba construido como teatro o sala de conciertos sino como cines para proyectar películas -que eran por entonces la competencia más fuerte que tenía el teatro-, reunían las condiciones elementales para conciertos de pequeñas orquestas y recitales de solistas, y fue en ellos donde continuó lo que sin largas interrupciones había venido sucediendo en la escena dominicana desde los primeros años del siglo XX.

Y como colofón de aquellos sucesos y circunstancias, el 23 de octubre de 1941, apareció en el panorama artístico de la nación la Orquesta Sinfónica Nacional, interpretando un programa a base de obras de compositores dominicanos:

PROGRAMA

Primera parte

I.             Obertura, Luis Mena

II.            Romanza en La, José Dolores Cerón

III.          Scherzo clásico, Juan Francisco García

IV.          Elegía para orquesta, Ramón Díaz

Segunda parte

Sinfonía en La, Enrique Mejía Arredondo

Tranquilo - Allegro con fuoco

Adagio molto – andante

Allegro scherzando

Finale – Allegro vivace

En homenaje al prócer Francisco del Rosario Sánchez

Tercera parte

I-             Rapsodia Dominicana No.1, Luis A. Rivera

Para piano y orquesta

Piano, señora Elila Mena de Valdez

II-            Scherzo All´Antico, José de Js. Ravelo

III-          Suite Folklórica, Rafael Ignacio

a)    Al son de los atabales

b)    Canción bucólica

c)    Zarambo

ORQUESTA SINFÓNICA NACIONAL

Director: ENRIQUE CASAL CHAPÍ

Todas las obras del programa son primera audición.

La orquestación del Himno Nacional se debe al maestro Luis E. Mena


[1] Todas las citas entrecomilladas han sido tomadas de los tres tomos de memorias de la OSN que se conservan.

[2] Matilla, Alfredo. La Opinión, 27 oct. 1941 pp. 1, 3. 

[3] Ver Listín Diario (LD) 19 dic. 1939 pp. 1, 6

[4] Ver LD 28 dic. 1939 p 2

[5] Ver LD 22 dic. 1939 p 8

[6] Ver LD 23 dic. 1939 p 10

[7] Cruzado, Américo. 1952. El Teatro en Santo Domingo (1905-1929). Santo Domingo: Montalvo.

[8] Ver LD 22 dic. 1939 p 8; 23 dic. 1939 p 4; 29 dic. 1939 p 6.

----------------------------------------------------------------------------------------------------------------

A continuación transcribo el artículo que publicó el Listín Diario bajo la firma de Enrique de Marchena Dujarric en la víspera de aquel primer memorable concierto.

Arte Musical: ANTES DEL PRIMER CONCIERTO DE LA ORQUESTA SINFÓNICA NACIONAL (*)

Por Enrique de Marchena

La Orquesta Sinfónica Nacional, en un jalón más del progreso cultural dominicano, aparecerá por la primera vez ante nuestro público dentro de pocas horas. El evento marca una formidable etapa de progreso, a la cual se unen numerosos aspectos –tal vez muchos desconocidos de ese mismo público que esta noche aplaudirá, porque sí, aplaudirá y se sorprenderá- de lo que para el futuro conlleva la primera institución musical-orquestal de la República y de la Isla.

Bajo la batuta eminente, porque tal es el adjetivo que cuadra, del Maestro Enrique Casal Chapí, en cuyas venas corre sangre ilustre en la música de la Raza, nuestros músicos, esta vez en número nunca hasta ahora reunido para tal trabajo de comunidad, han de perfilar un nuevo ambiente, han de abrir nuevas puertas y han de marcar una nueva Era para el arte dominicano, que surge para probar, hasta la saciedad, que la docena de compositores dominicanos destacados hace tiempo, es capaz de producir obras de aliento, de propósitos y de un plan preconcebidamente sinfónico.

Hemos oído la Orquesta Sinfónica Nacional. Ella surgió como necesidad, como imperiosa formación y ella ahora será la columna granítica de un edificio añorado antes por aquel ilustre desaparecido que se llamó Esteban Peña Morel, y además, contribuirá a la educación musical de nuestro pueblo, porque su plan y su funcionamiento se ajustan, supervisada por la Secretaría de Estado de Educación y Bellas Artes, a todo lo que para estos casos es indispensable y lógico.

Disponible en Hypermedia
y en Cuesta Libro

Hemos oído ya la Orquesta, repetimos. De aquella titánica labor, contando con el amateurismo y la nobleza de dedicación que perduró casi una década en nuestra pequeña “Orquesta Sinfónica de Santo Domingo”, a la Orquesta Sinfónica Nacional, hay un paso gigantesco, empero, cuán notorio es hoy, para los que sabemos lo que este jalón representa, la obra de antes. De ahí, que la Sinfónica Nacional –reuniendo todos los elementos de antaño- haya surgido con amor, con interés y con ese espíritu de estudio y de sacrificio que toda obra grande conlleva. Teniendo como tiene, la batuta joven, nerviosa y consciente de Enrique Casal Chapí, se ha podido sacar de esa masa -tras ensayos cuidadosos, fraccionarios primero y luego en conjunto-, efectos realísticos, timbre, interpretación, justeza en matices, frase impecable y sobre todo, una disciplina que será sin duda el más preciado orgullo de los sesenta instrumentistas (**) de la institución.

La impresión de un ensayo general fue como el choque del ideal y de la realidad misma; choque espiritual también. Porque la Orquesta Sinfónica Nacional –sobre todo en este programa de obras nacionales, del cual nos ocuparemos después-, se ajusta a una magnífica aspiración, a una vibrante palpitación de Patria y sobre todo, a una visión de alta dominicanidad traducida al través del mantenimiento del organismo que hará posible al correr de los años, la verdadera capacitación de nuestros músicos, la verdadera ruta de los compositores y la segura vía de adelanto de nuestro arte y nuestra cultura musical.

Vamos a contemplar un espectáculo bello. Hoy en la noche, ante todo, el público debe saber que escuchará música dominicana como no la ha soñado, como no la ha imaginado. Y para ello, también ha llegado la hora de abandonar los prejuicios, y de proclamar nuestras conquistas artísticas. Lo único que podemos avanzar es esto: tenemos música, música seria y pensada, música para recorrer con ella el mundo… Eso basta. La Sinfónica hará lo demás.

(*) Listín Diario, 23 de octubre de 1941, p.2 / Tomado de Vida Musical en Santo Domingo, Arístides Incháustegui y Blanca Delgado Malagón, Santo Domingo, D.N. 1998 p.p.: 89-90

(**) El dato no parece ser preciso: En la foto aparecen 57 personas, incluidos Casal Chapí y Mejía Arredondo, quienes no estarían siendo contados como instrumentistas, sino como Directores; además, Carlos Piantini no aparece, que sí debería contar como instrumentista; por tanto, según la foto, había entonces en la OSN-RD 56 músicos -si sumamos a Piantini que no quiso retratarse según me dijo-, y dos Directores. Por otra parte, la lista que aparece en las Memorias registra un total de 57 instrumentistas. Haría falta una investigación más a fondo para esclarecer la cifra exacta de músicos que tocó aquella memorable noche en el Teatro Olimpia. (Nota de AGS)

viernes, 3 de octubre de 2025

HEREDÉ MILLONES Y LOS DISFRUTO

Playas y boleros

Esa herencia que guardo, que no pudo llegar a las generaciones que vinieron después -y que algunos de mi generación han querido olvidar convenientemente-, porque fue destruida por el castrismo, borrada sin la menor compasión, con un profundo espíritu medieval, esa herencia, esas memorias, esos recuerdos que se compartían desde la Colonia hasta la República, son el tesoro más preciado que me dejaron mis padres y mis abuelos.

Varadero, Cuba. 1957

Así es, mis padres me heredaron una fortuna que jamás se ha de consumir. Mire usted, cuando apenas yo era un bebé y no tenía consciencia, comenzaron a llevarme a la playa, pero no a cualquier playa, sino a Varadero, cuando Varadero vivía su esplendor, cuando a mediados de los 50´s era el balneario más rico de Cuba. Poco después, cuando comencé a tener memoria, recuerdo que con mucha gracia mi abuelo decía: «Para río caudaloso elijo, Varadero, y para pueblo de campo La Habana».

Y cuando no era factible ir a Varadero o Guanabo, donde mi tía y mi tío tenían una casa, íbamos en la camioneta del jefe de mi padre, quien más que jefe era el amigo, a la que entonces era una playa salvaje, situada en las cercanías de la Península de Zapata, y la entrada de la Bahía de Cochinos, donde solamente habían construido unas letrinas, en una región que años después saltó a la fama por la expedición que intentó librarnos del comunismo, y a la que, también, muchísimos años después fui a tocar un baile cuando aquello se convirtió en un poblado que llegó a conocerse como Guasasa.

También, por estar más cerca de Aguada, me llevaban a Playa Larga, la que bien lleva su nombre, porque en ella se camina cientos de metros y no consigues que el agua te llegue a la cintura; Playa Girón, la peor del mundo, donde apenas era posible mojarse los pies, porque allí cunde el dienteperro; y La Máquina, una playita pequeña, entonces también salvaje, de arena muy fina y blanquísima como la de Varadero.

Así que por aquellos hábitos aprendidos desde la más tierna infancia, en cuanto a balnearios, si la arena no es tan fina como polvo de estrellas, tan blanca que rechine en los ojos como la nieve, si la temperatura del agua no oscila entre los 20 y 30 grados centígrados, sin una sola piedra en el camino y en la que se pueda caminar cientos de metros sin que el agua te llegue a la cintura, no me deslumbra.

Disponible en Hypermedia
y en Cuesta Libro.

No sé si eso será bueno o malo, usted dirá, pero me encanta disfrutar de esos recuerdos. Por otra parte, mi padre, sobre todo mi padre -porque mi mamá no era de cantar-, siempre que se ponía de moda un bolero, un cha-cha-chá, una guaracha, o un son, la entonaba alguna que otra vez, por cierto, con muy buena afinación y ritmo. Su voz, de buen timbre y perfecta dicción -con la que siempre soñó llegar a ser locutor y por lo que seguía y conocía de oído a casi todos los de la radio y la televisión-, le permitían repetir algunas líneas de las novelas, como aquella de El Derecho de Nacer que decía cada vez que venía al caso: «¡¡¡Habló don Rafael del Junco!!!», o entonar aquel bolero de Luis Kalaf, que en la voz de Alberto Beltrán se hizo tan popular en Cuba a través de las Victrolas, y que decía: «Aunque me cueste la vida» o aquel otro bolerón que cantaba Roberto Ledesma y que decía: «Camino del puente me iré», y otro más, aquel que dice así: «Besándote en la boca me dijiste / solo la muerte podrá alejarnos». Y de Pototo y Filomeno aquel estribillo de una guaracha que dice: «Ahorita va a llover, ahorita va a llover si tú no tienes paraguas el agua te va a coger». Ah, y el muy repetido bocadillo de Trespatines en La Tremenda Corte; «Es humano, es consciente»

Esa herencia que guardo, que no pudo llegar a las generaciones que vinieron después -y que algunos de mi generación han querido olvidar convenientemente-, porque fue destruida por el castrismo, borrada sin la menor compasión, con un profundo espíritu medieval, esa herencia, esas memorias, esos recuerdos que se compartían desde la Colonia hasta la República, son el tesoro más preciado que me dejaron mis padres y mis abuelos. Es la herencia de una Cultura Cubana que no existe más, que fue suplantada por un sistema de propaganda.

Y cuando me pongo muy optimista, pienso, o más bien quiero pensar, que ocurrirá irremediablemente un renacimiento de esa Cultura Cubana, que renacerá de entre las cenizas, como Pompeya y Herculano, que se levantará un renovado país, una nueva historia en la que iremos acumulando recuerdos juntos y conservaremos por los siglos de los siglos una herencia colectiva que no se consumirá nunca. 

domingo, 28 de septiembre de 2025

LA CENTRALIDAD MUSICAL CUBANA EN UNA HISTORIA DE ANTONIO GÓMEZ SOTOLONGO (*)

Por: Darío Tejeda, PhD (**)

Cuba fue el más importante referente para el régimen de Rafael Leónidas Trujillo al promover la música comercial a través de nigth clubs y de la radio. Durante los más de tres decenios de esa dictadura, la más relevante estación radioemisora del país, primero llamada La Voz del Yuna y, luego, La Voz Dominicana, siguió el patrón de las principales estaciones radiofónicas habaneras en su estructura, su programación y su estilo. 

Disponible en: Hypermedia 
Cuesta Libro
La publicación del libro Historia de la Música Popular Cubana. De las danzas habaneras a la salsa (1829-1976) del distinguido músico sinfónico cubano-dominicano Antonio Gómez Sotolongo constituye, sin duda alguna, un significativo aporte para el estudio de la musicalidad del pueblo cubano.

Desde la época en que La Habana era la capital americana de las flotas de navíos españoles, que se reunían allí antes de atravesar el Atlántico ya sea de ida a América o de regreso a la Península Ibérica, Cuba fue un centro clave de circulación cultural. Así como fue centro receptor de los llamados cantes de ida y vuelta entre las dos orillas del Océano, también lo fue de músicos, cantadores, instrumentos, partituras y otros artefactos sonoros. Estos formaron parte del comercio entre España y sus colonias, del mismo modo que lo fueron tres productos agrícolas emblemáticos de las Antillas: el azúcar, el café y el cacao.

Esos productos tropicales jugaron un papel protagónico en la transformación atlántica de la economía doméstica y la economía europea en general. En el Viejo Mundo, su efecto en la cadena comercial hasta llegar a su consumo fue tan importante que a su ámbito se le ha llamado “la industria del postre”, tan relevante en la cultura de la modernidad europea desde el siglo XVI. Aunque pueda parecer raro, las Antillas formaron parte de esa “modernidad precoz”, como la denominó el antropólogo Sydney Mintz.[1]

Desde aquel tiempo ha sido usual en Occidente socializar consumiendo los muchos derivados de “la industria del postre”: basta pensar en el hábito cotidiano de café o en la inmensa variedad de chocolates. Al menos desde el siglo XVIII, si algo suele acompañar las actividades de socialización en el mundo occidental, ese algo es la música. Pensemos en otro producto primario del Caribe: el tabaco. Sus importadores alemanes fueron, a su vez, exportadores del acordeón hacia América.

Lo cierto es que la música formó parte de la precocidad de la modernidad en el Caribe. Europa exportó sus talentos y sus conocimientos formales de música hacia Santo Domingo, que tuvo la primera universidad en el Nuevo Mundo en 1538 y en ella había clases de música, y algo parecido ocurrió en La Habana, que fue uno de los primeros lugares de América donde egresados de las academias europeas esparcieron sus saberes musicales en clases formales e informales. Hacia el siglo XVIII empezaron los atisbos de las primeras academias de música en esa ciudad, y operaron los primeros teatros, a la par que se ampliaba el número de salones de baile, de sociedades de recreo y de tertulias amenizadas con música académica. Todo lo eso lo recoge con sumo detalle el libro de Gómez Sotolongo.

La música, tanto académica como tradicional y popular, fue un puente que enlazó a Cuba y a Santo Domingo. Desde la temprana presencia de las santiagueras dominicanas, tocadoras de vihuela, Micaela y Teodora Ginés (que no tienen nada que ver con el género musical sonero, como se creyó durante mucho tiempo), las relaciones musicales entre ambos países se desenvolvieron con un constante flujo migratorio de músicos e intérpretes de un lado al otro. A raíz del Tratado de Basilea en 1795, mediante el cual España cedió a Francia su posesión en la isla de Santo Domingo, diversos músicos dominicanos se establecieron en Cuba. Pedro Henríquez Ureña destacó la importancia de la inmigración de familias dominicanas entre 1796 y 1822 para la música en Cuba:

contribuyó al súbito cambio de nivel que se advierte en la cultura cubana a principios del siglo XIX: "las familias  dominicanas... como modelos de cultura y civilización nos aventajaban en mucho entonces", dice Laureano Fuentes Matons, apoyándose en notas de su padre, y "el Primer piano de concierto que sonó en Cuba fue el de Segura (el médico dominicano   Bartolomé de Segura y Mieses), traído de Paris en 1810"; en casa de Segura dio el  maestro alemán Carl Rischer las primeras lecciones de piano que hubo en la isla. De Victoriano Carranza, compositor dominicano de música religiosa, dice Fuentes que ayudó a mejorar la de las Iglesias de Santiago de Cuba con sus enseñanzas.[2]

Gómez Sotolongo sostiene que el siglo XIX es clave para entender “cómo Cuba llegó a convertirse en una importante potencia cultural” (pág. 11). En efecto, la isla continuó como un centro de atracción y de exportación de músicos, de sonidos y de artefactos sonoros, a tal punto que diversos instrumentistas cubanos, junto a directores y músicos mexicanos, estuvieron vinculados a los antecedentes inmediatos del jazz en Nueva Orleans, en lo que John Storm Roberts[3] llamó el latin tinge o el toque latino en ese género musical.

Disponible en: Hypermedia 
Cuesta Libro

Uno de esos emigrados cubanos, el trovador Sindo Garay (1867-1968), arribó a Puerto Plata en la costa atlántica dominicana a mediados de la década de 1890. En sus memorias relata “sus romerías por la isla de Santo Domingo (1896)” (Gómez Sotolongo: 291). Garay declaró que en aquella ciudad conoció al trovador dominicano Alberto Vázquez, autor de la composición “Dorila”, que en 1905 se convirtió en la primera canción dominicana grabada por la naciente industria sonora. Su éxito en Cuba fue tal que, según registra Gómez Sotolongo, llevó al escritor dominicano Osvaldo Bazil a proclamar que La Habana “siempre fue para todos los dominicanos un ideal de arte y de vida”, un lugar para triunfar y para “sentar plaza entre sus triunfos” (pág. 114).

Así lo sentiría el joven violinista dominicano Gabriel del Orbe (1888-1966) quien, graduado de los conservatorios de Leipzig y de Berlín, debutó en La Habana en la “afamada casa de Anselmo López” según lo anunció Bohemia del 1 junio de 1913, “y en los años por venir se presentaría en importantes salas de conciertos en Cuba, Venezuela, Estados Unidos y Alemania, donde recibió elogios de la crítica y fue ovacionado por el público.” (Gómez Sotolongo, pág. 52).

Gómez Sotolongo aporta nuevos datos de interés para los dominicanos acerca de otro músico formado en Europa: el flautista Emilio Puyán (1883-1956), quien nació en Puerto Plata y desde muy pequeño vivió en Francia. Estudió flauta en París y, luego, residió el resto de sus días en Cuba. Fue profesor del Conservatorio Municipal de La Habana, donde, además, tocó acompañado por la Orquesta Filarmónica de la ciudad.

Uno de los principales vínculos musicales que unieron a cubanos y a dominicanos ocurrió en Nueva York y en Europa: el pianista, compositor y director Eliseo Grenet fue responsable de la carrera europea de Eduardo Brito y de varios músicos dominicanos que acompañaron su orquesta de zarzuelas en gira por el Viejo Continente en 1933. Además de Brito, acompañó a Grenet el saxofonista Napoleón Zayas, quien permaneció en España, donde desarrolló su carrera musical en las escenas de música caribeña y del jazz. También, formó parte de la orquesta de Grenet el destacado clarinetista y compositor Esteban Peña Morell, a quien sorprendió allí la Guerra Civil. Como músico sirvió en el lado republicano, integrando la banda de música de las Brigadas Internacionales. Murió durante el conflicto.

Disponible en: Hypermedia 
Cuesta Libro

En América, Cuba fue uno de los grandes centros de desarrollo de la industria fonográfica, y el mayor del área mesoamericana. Eso le agregó nuevas condiciones a las que ya tenía para ejercer un liderazgo continental en el aspecto comercial de la música popular profesional cubana (MPPC), que es el tema principal que aborda el libro de Gómez Sotolongo.

El protagonismo de Cuba en la industria discográfica fue casi desde sus inicios, antecediendo a los demás países de la región: la primera grabación de música del Caribe hispanohablante fue hecha por una artista cubana en 1898; la primera de música puertorriqueña, “La borinqueña”, se hizo en Nueva York en 1900; y la primera composición musical dominicana fue grabada en 1905: la canción “Dorila”. Las tres grabaciones se hicieron fuera del Caribe. La grabación de música hecha directamente en las islas comenzó en 1907 en La Habana[4], antes que en San Juan de Puerto Rico en 1910 y mucho antes que en Santo Domingo en 1928. Para este año, ya en Cuba se grababa desde hacía dos décadas.[5]

A causa de su mayor grado de desarrollo capitalista y a la mayor concentración de capitales estadounidenses dentro de la región caribeña, el nivel de desarrollo de la industria musical en Cuba fue mucho mayor que en cualquier otra parte del Caribe. Como muchos otros países, la República Dominicana se benefició muchísimo de la pujanza discográfica cubana.

Pero esto parece que derivó del hecho de que, tal como destaca Gómez Sotolongo (pág. 209) los discos de música cubana se exportaban hacia el resto de la región y del continente. Por esa vía, numerosos artistas cubanos se proyectaron en Santo Domingo. Tal es el caso del Trío Matamoros: su primer viaje al exterior en 1930 fue hacia la capital dominicana, y también lo fue su despedida internacional, unas tres décadas después.

De modo que los músicos dominicanos tenían a Cuba como referente al momento de emprender sus iniciativas. A modo de ejemplo: Esteban Peña Morell, quien en los años veinte trabajó como músico en la catedral de La Habana, llevó de esta ciudad hacia Santo Domingo la idea de establecer un Orfeón, y comenzó a establecerlo, aunque lo descontinuó.

Otro joven músico dominicano, el pianista y violinista Luis Rivera González, se estableció en La Habana, donde trabajó como director artístico de la orquesta del afamado compositor Ernesto Lecuona (Gómez Sotolongo, pág. 209).

En 1937, cuando un grupo de músicos dominicanos y amantes de la música académica idearon crear una sociedad de fomento del arte musical, tomaron de modelo la sociedad Pro-Arte Musical que existía en Cuba desde 1918 (Gómez Sotolongo, pág. 129) y le pusieron ese mismo nombre a la agrupación.

Las producciones discográficas hechas en Cuba tenían muchas más probabilidades de éxito comercial que las realizadas en cualquiera otra de las Antillas. Por eso, muchos artistas aspiraban a llegar a La Habana: el sueño de muchos era triunfar en Cuba, porque eso significaba triunfar en muchas partes del mundo. Grabar allí era un puente para llegar a un mercado más amplio. Entre los dominicanos que dieron el salto, Gómez Sotolongo (pág. 209) destaca al cantante Alberto Beltrán. También, lo hizo Joseíto Mateo. Ambos grabaron exitosamente con La Sonora Matancera. Cuba significó el despegue de la carrera internacional de estos y otros muchos músicos y cantantes.

Disponible en: Hypermedia 
Cuesta Libro

Los dominicanos también tomaron a Cuba como modelo en cuanto a espectáculos y medios de comunicación masiva para difundir música. También en esta materia se notaba el protagonismo cubano en el Caribe hasta los años cuarenta. Óscar Luis López[6]  muestra que la radio en Cuba alcanzó un crecimiento mucho más acelerado que en República Dominicana y que en Puerto Rico en los años veinte y treinta. Eso es muy importante porque desde la década de 1930 la mayor difusión musical se producía a través de los medios radiofónicos.

La radio se consolidó como el más importante medio de comunicación masiva en el mundo por el resto del siglo XX. Mientras la población mundial se incrementaba, también crecía el número de receptores particulares, sobre todo en las ciudades. El Caribe no fue la excepción, y dentro de la región, Cuba estuvo a la delantera. En 1930, mientras Santo Domingo contaba apenas con dos estaciones radiofónicas (igual número que Pinar del Río y que Oriente), según datos de López, La Habana tenía 43 emisoras de onda media.

Cuba fue el más importante referente para el régimen de Rafael Leónidas Trujillo al promover la música comercial a través de nigth clubs y de la radio. Durante los más de tres decenios de esa dictadura, la más relevante estación radioemisora del país, primero llamada La Voz del Yuna y, luego, La Voz Dominicana, siguió el patrón de las principales estaciones radiofónicas habaneras en su estructura, su programación y su estilo. De hecho, de estas reclutó numerosos talentos, incluyendo algunos directores artísticos de la emisora dominicana.

En este aspecto, hay que resaltar el papel de Cuba como país exportador de música y de músicos, mientras otros países, caso de la República Dominicana, más bien eran importadores. Algunas cifras apoyan esta afirmación: el 33 por ciento de los contratos artísticos firmados por La Voz del Yuna / La Voz Dominicana en los 18 años que van de 1944 a 1961, fueron con artistas cubanos. Eso representó 144 contratos, el mayor volumen de los 442 realizados por la empresa en el lapso citado. En pocas palabras: Cuba fue el modelo musical seguido en República Dominicana en ese período.

Al leer este texto quizás se pueda pensar que he caído en la trampa de un enfoque cubanocentrista aplicado a la música. Eso está lejos de mi perspectiva, que se basa en la objetividad de los datos —como los muchos aportados en su libro por Gómez Sotolongo— y que se funda en una mirada regional. Esta me ha llevado a plantear que la historia musical del Caribe es una historia conectada, por el simple hecho de que en esta “área socio-cultural”[7] los diversos géneros y ricos estilos musicales ya estaban conectadas cuando se empezaron a escribir sus historias en el siglo XX.

Artículos, entrevistas, vídeos y conferencias relacionadas:

Fragmento

Fragmento pdf

Los teatros y las academias en Cuba

Tres preguntas con: Antonio Gómez Sotolongo

La Habana: Las condiciones que la convirtieron en el centro de la industria musical del caribe durante la República. Ponencia presentada en el II Congreso de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio.

Conferencia dictada en línea por Antonio Gómez Sotolongo, organizada por la Universidad Nacional de Música de Perú.

Disponible en: Hypermedia 
Cuesta Libro


(*) Tomado de Hypermedia.

(**) El escritor dominicano Darío Tejeda fue elegido presidente para Latinoamérica de la Asociación Internacional para el Estudio de la Música Popular (IASPM), una organización profesional que agrupa a investigadores e historiadores de universidades e institutos de investigación. Nació en San José de Ocoa, República Dominicana. Se graduó en licenciado en Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, postgrado en Historia y Geografía del Caribe en la Universidad Católica Santo Domingo y de maestría en Estudios Antillanos en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe.  Es miembro de la Asociación de Periodistas Profesionales y de la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP).Fue consultor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y miembro de la Secretaria Ejecutiva de la Comisión Presidencial para la Reforma y Modernización del Estado (1998-2000). En varias ocasiones ha representado su país en eventos académicos y culturales internacionales. Presidió el Instituto de estudios caribeños de la República Dominicana. 

[1] Sydney Mintz, “El Caribe como área socio-cultural”, en Op. Cit., 23, 2014-2015 (Centro de Investigaciones Históricas, Universidad de Puerto Rico), San Juan, PR: UPR, 2015.

[2] Pedro Henríquez Ureña, Obras Completas, tomo VI. Recopilación y prólogo de Juan Jacobo de Lara. 1979, Santo Domingo, UNPHU: 187, nota 37.

[3] John Storm Roberts, The Latin Tinge. The Impact of Latin American Music on the United States (2nd ed.). New York: Oxford University Press.

[4] Los datos de este párrafo se apoyan en Cristóbal Díaz Ayala, San Juan-New York Discografía de la música puertorriqueña 1900 1942 (Río Piedras, Puerto Rico: Publicaciones Gaviota, 2009): 43 y 93.

[5] Arístides Incháustegui, El disco en la República Dominicana (Santo Domingo: Amigo del Hogar, 1988).

[6] Oscar Luis López: La radio en Cuba (La Habana: Ed. Pueblo y Educación, 1998): 79.

[7] Sydney Mintz, obra citada.

Disponible en: Hypermedia 
Cuesta Libro

EL PRIMER CONCIERTO DE LA ORQUESTA SINFÓNICA NACIONAL DE LA REPÚBLICA DOMINICANA. Una misión al borde de la realidad y la quimera.

Antecedentes y consecuencias Considerada hoy como la Primera Institución Musical del país, la Orquesta Sinfónica Nacional se presentó por ...