El 3 de septiembre de 1845, el Diario de la Marina, que se
publicó en La Habana desde 1844 hasta 1961, insertó un artículo de la revista France
Musical en el que se cuenta un pasaje, para creer o no creer, de la vida del increíble violinista italiano:
EL
CABRIOLÉ DE PAGANINI
Muchos
escritores en sus artículos sobre Paganini han supuesto que este eminente
artista había recibido una brillante educación, y hablaba y escribía con la
mayor facilidad todas las lenguas vivas: esto es inexacto. Paganini no hablaba
ni escribía más lengua que la italiana. En los últimos años que pasó en París,
había llegado a hacerse comprender zurciendo bien o mal algunas palabras
francesas, las unas tras las otras. No había podido nunca sujetarse a los
serios estudios de la pronunciación y cosa extraña, su memoria que era
maravillosa para retener motivos o frases musicales más complicadas se negaba a
conservar las palabras más simples de los idiomas. En el extranjero, sobre todo
en Alemania, donde Paganini pasaba por hombre de extremada avaricia, se
pretendía que el ilustre violinista fingía no comprender el alemán, a fin de
sustraerse a las importunidades de los criados que lo asediaban pidiéndole
dinero antes y después de sus conciertos. Esta es otra invención de los
periódicos alemanes.
Buscaba
con preferencia las personas que hablaban italiano. Cuando tenía la dicha de
encontrarse con gentes que no hacían una especulación de sus visitas, se
entregaba por momentos a una loca alegría, su palabra corría rápidamente. Era
feliz en estas horas de charla en que podía contar sin restricción y con
grandes carcajadas historias singulares. Así le hemos oído repetir muchas veces
una anécdota bastante conocida: pero que en boca de Paganini tenía un sello
enteramente particular.
Hallábase
una noche -decía-, en las calles de Viena: «el trueno bramaba en el cielo y la
lluvia sonaba en las ventanas. Salía de mi hotel y caminaba muy despacio, sin
objeto, mirando a las buenas cabezas de los austríacos rubias y cuadradas,
cuando la lluvia y la tempestad me sorprendieron repentinamente en un arrabal:
iba solo, cosa que me sucedía rara vez. Para volver a mi casa me hubiera sido
necesario andar media legua por lo menos: no me quedaba más que un medio, tomar
un carruaje. Detuve sucesivamente tres góndolas; pero no comprendiendo los
conductores la lengua en que les hablaba, continuaban su camino y se negaron a
abrirme la portezuela de sus carruajes. Llegó a pasar la cuarta góndola: la
lluvia caía fuertemente; el tiempo era horrible. Esta vez el cochero me había
comprendido: era italiano, verdaderamente italiano. Al subir quise convenir en
el precio con él; pero a esta pregunta que le hice:
-¿Cuánto
llevarías por conducirme a mi hotel?
-Cinco
florines -me respondió-, el precio de un billete de entrada a los conciertos de
Paganini.
-¡Qué
pícaro eres! -le respondí-. ¿Cómo te atreves a exigir cinco florines por tan
corto camino? Paganini toca con una sola cuerda, pero ¿puedes tú hacer andar tu
carruaje con una sola rueda?
-¡Eh,
señor!, no es tan fácil como pretende tocar con una sola cuerda, soy músico, y
he doblado el precio de mis viages para ir a oír a ese señor que se llama
Paganini.
-¡Toma!,
he aquí la suma que me has pedido -dije al cochero-, y además un billete para
ir a oír a ese señor que se llama Paganini, en un concierto que debe dar mañana
en la sala filarmónica.
En efecto,
al día siguiente a las ocho de la noche la multitud se oprimía a las puertas de
la sala en que yo debía hacerme oír. Acababa de entrar, cuando un comisario
vino a llamarme diciéndome: «Hay un hombre en la puerta muy mal vestido que
quiere entra a viva fuerza». Seguí al comisario, y me encontré con el cochero
de la víspera que usando del derecho que yo le había dado quería introducirse
con su billete: gritaba que se le había regalado y que no se le podía impedir
la entrada al concierto. Yo levanté la consigna, y a pesar de su mal vestido,
sus gruesos zapatos mal encerados, hice entrar a mi buen hombre pensando que se
perdería entre la multitud. ¡Mas, qué sorpresa la mía!, desde que me presenté
en el estrado percibí delante de mi al cochero, que producía grande sensación
por el contraste que ofrecían sus vestidos y su rostro con los lindos palmitos
y los ricos adornos de las señoras colocadas en las primeras galerías. Cada
trozo que ejecuté fue aplaudido con frenesí: obtuve el mejor éxito; pero mi
hombre no lo tenía menor que yo. Batía las manos y gritaba en medio de un
trozo, cuando todo el mundo estaba en silencio. Sus gestos, sus gritos, sus
aplausos hasta el delirio, le hacían notar tanto como su porte que era de los
más burlescos. La soirée se terminó, gracias al cielo, sin ningún accidente.
Por la mañana al levantarme, se me anunció que un hombre solicitaba hablarme;
no quería nombrarse, y como tardaba demasiado en responder, vi llegar al mismo
individuo que había excitado tanto gozo en mi concierto. Mi primer impulso fue
hacerle arrojar por las escaleras; sin embargo, tenía un aire tan humilde, que
no me sentí con valor para ello.
-Diávolo,
¿qué queréis? -le dije-.
-Excelente
-me respondió-, vengo a pediros un servicio, un gran servicio: soy padre de
cuatro hijos, soy pobre, soy vuestro compatriota. Vos sois rico, tenéis una
reputación sin igual; si queréis, podéis hacer mi fortuna.
-¿Qué
quieres decir?
-Y
bien, que me deis el permiso de escribir en gruesos caracteres detrás de mi
carruaje, estas dos palabras: CABRIOLE DE PAGANINI.
-¡Vete
al diablo! Pon lo que quieras.
Ese
hombre no era ni loco, ni imbécil. En algunos meses fue más conocido en Viena
que yo mismo hubiera podido serlo. Con esta inscripción, que no le había
prohibido poner, hizo fortuna considerable. Dos años después volví a Viena; el
cochero había comprado el hotel en el que yo había vivido con el producto de su
carruaje, en dos años su fortuna se había elevado a cien mil francos, y había
revendido el carruaje en cincuenta mil. (France Musicale)