martes, 27 de octubre de 2020

NICOLO PAGANINI o el arte de los industriosos para generar industria


Retrato de Paganini (Eugène Delacroix, 1832)
Un día como hoy, 27 de octubre, pero de 1782, nació Nicolò Paganini, un violinista que en su época fue tan famoso como lo han podido ser en el siglo XX y lo que va del XXI las más rutilantes estrellas del cine, la radio, la televisión o el rock. Hubo multitudes que adoraron al Violinista del Diablo, quien de cierto transformó para siempre el modo de tocar el violín y de quien se cuentan leyendas asombrosas.

El 3 de septiembre de 1845, el Diario de la Marina, que se publicó en La Habana desde 1844 hasta 1961, insertó un artículo de la revista France Musical en el que se cuenta un pasaje, para creer o no creer, de la vida del increíble violinista italiano:

EL CABRIOLÉ DE PAGANINI

Muchos escritores en sus artículos sobre Paganini han supuesto que este eminente artista había recibido una brillante educación, y hablaba y escribía con la mayor facilidad todas las lenguas vivas: esto es inexacto. Paganini no hablaba ni escribía más lengua que la italiana. En los últimos años que pasó en París, había llegado a hacerse comprender zurciendo bien o mal algunas palabras francesas, las unas tras las otras. No había podido nunca sujetarse a los serios estudios de la pronunciación y cosa extraña, su memoria que era maravillosa para retener motivos o frases musicales más complicadas se negaba a conservar las palabras más simples de los idiomas. En el extranjero, sobre todo en Alemania, donde Paganini pasaba por hombre de extremada avaricia, se pretendía que el ilustre violinista fingía no comprender el alemán, a fin de sustraerse a las importunidades de los criados que lo asediaban pidiéndole dinero antes y después de sus conciertos. Esta es otra invención de los periódicos alemanes.

Buscaba con preferencia las personas que hablaban italiano. Cuando tenía la dicha de encontrarse con gentes que no hacían una especulación de sus visitas, se entregaba por momentos a una loca alegría, su palabra corría rápidamente. Era feliz en estas horas de charla en que podía contar sin restricción y con grandes carcajadas historias singulares. Así le hemos oído repetir muchas veces una anécdota bastante conocida: pero que en boca de Paganini tenía un sello enteramente particular.

Hallábase una noche -decía-, en las calles de Viena: «el trueno bramaba en el cielo y la lluvia sonaba en las ventanas. Salía de mi hotel y caminaba muy despacio, sin objeto, mirando a las buenas cabezas de los austríacos rubias y cuadradas, cuando la lluvia y la tempestad me sorprendieron repentinamente en un arrabal: iba solo, cosa que me sucedía rara vez. Para volver a mi casa me hubiera sido necesario andar media legua por lo menos: no me quedaba más que un medio, tomar un carruaje. Detuve sucesivamente tres góndolas; pero no comprendiendo los conductores la lengua en que les hablaba, continuaban su camino y se negaron a abrirme la portezuela de sus carruajes. Llegó a pasar la cuarta góndola: la lluvia caía fuertemente; el tiempo era horrible. Esta vez el cochero me había comprendido: era italiano, verdaderamente italiano. Al subir quise convenir en el precio con él; pero a esta pregunta que le hice:

-¿Cuánto llevarías por conducirme a mi hotel?

-Cinco florines -me respondió-, el precio de un billete de entrada a los conciertos de Paganini.

-¡Qué pícaro eres! -le respondí-. ¿Cómo te atreves a exigir cinco florines por tan corto camino? Paganini toca con una sola cuerda, pero ¿puedes tú hacer andar tu carruaje con una sola rueda?

-¡Eh, señor!, no es tan fácil como pretende tocar con una sola cuerda, soy músico, y he doblado el precio de mis viages para ir a oír a ese señor que se llama Paganini.

-¡Toma!, he aquí la suma que me has pedido -dije al cochero-, y además un billete para ir a oír a ese señor que se llama Paganini, en un concierto que debe dar mañana en la sala filarmónica.

En efecto, al día siguiente a las ocho de la noche la multitud se oprimía a las puertas de la sala en que yo debía hacerme oír. Acababa de entrar, cuando un comisario vino a llamarme diciéndome: «Hay un hombre en la puerta muy mal vestido que quiere entra a viva fuerza». Seguí al comisario, y me encontré con el cochero de la víspera que usando del derecho que yo le había dado quería introducirse con su billete: gritaba que se le había regalado y que no se le podía impedir la entrada al concierto. Yo levanté la consigna, y a pesar de su mal vestido, sus gruesos zapatos mal encerados, hice entrar a mi buen hombre pensando que se perdería entre la multitud. ¡Mas, qué sorpresa la mía!, desde que me presenté en el estrado percibí delante de mi al cochero, que producía grande sensación por el contraste que ofrecían sus vestidos y su rostro con los lindos palmitos y los ricos adornos de las señoras colocadas en las primeras galerías. Cada trozo que ejecuté fue aplaudido con frenesí: obtuve el mejor éxito; pero mi hombre no lo tenía menor que yo. Batía las manos y gritaba en medio de un trozo, cuando todo el mundo estaba en silencio. Sus gestos, sus gritos, sus aplausos hasta el delirio, le hacían notar tanto como su porte que era de los más burlescos. La soirée se terminó, gracias al cielo, sin ningún accidente. Por la mañana al levantarme, se me anunció que un hombre solicitaba hablarme; no quería nombrarse, y como tardaba demasiado en responder, vi llegar al mismo individuo que había excitado tanto gozo en mi concierto. Mi primer impulso fue hacerle arrojar por las escaleras; sin embargo, tenía un aire tan humilde, que no me sentí con valor para ello.

-Diávolo, ¿qué queréis? -le dije-.

-Excelente -me respondió-, vengo a pediros un servicio, un gran servicio: soy padre de cuatro hijos, soy pobre, soy vuestro compatriota. Vos sois rico, tenéis una reputación sin igual; si queréis, podéis hacer mi fortuna.

-¿Qué quieres decir?

-Y bien, que me deis el permiso de escribir en gruesos caracteres detrás de mi carruaje, estas dos palabras: CABRIOLE DE PAGANINI.

-¡Vete al diablo! Pon lo que quieras.

Ese hombre no era ni loco, ni imbécil. En algunos meses fue más conocido en Viena que yo mismo hubiera podido serlo. Con esta inscripción, que no le había prohibido poner, hizo fortuna considerable. Dos años después volví a Viena; el cochero había comprado el hotel en el que yo había vivido con el producto de su carruaje, en dos años su fortuna se había elevado a cien mil francos, y había revendido el carruaje en cincuenta mil. (France Musicale)

1 comentario:

  1. Gracias por compartirlo, interesante trabajo de hemeroteca la que hace. Cómo consigue acceso a esas publicaciones?
    Carlos Dario

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