Una nota de la prensa decimonónica
...los músicos se aferran a sus instrumentos,
aunque los peligros asechen. No paran, aunque las fieras les rodeen, no dejan
de tocar, aunque el cielo se les venga encima. Ellos pretenden, como Anfión,
domar las fieras y los elementos. Aunque a veces hay un enemigo letal. Desde el
principio de los tiempos solo los tipos con poder y amusia han sido capaces de dañar
el concierto.
Es clásica ya la escena de los
músicos de la película Titanic que James Cameron dirigió en 1997. Según
los inteligentes el guion está basado en hechos reales, y no hay que dudarlo,
porque los profesionales de ese ramo se toman muy en serio su trabajo y así son
muchas las historias que se conservan de músicos que permanecen tocando y dejan
de prestar atención a las más fuertes inclemencias del tiempo, sean truenos,
relámpagos o vientos huracanados, o a las más inusuales circunstancias, sean
como explosiones, calores con más grados que un doctor de la Sorbona o el más caótico
desorden en las localidades de un teatro. Así que transcribiré la siguiente
nota que publicó un cronista hace ya más de siglo y medio, en la que relata los
disturbios ocurridos en la función del domingo 25 de marzo de 1855 en el teatro
Tacón de La Habana, los que no impidieron que los músicos siguieran
tocando:
Raveles[1]. La
compañía de Raveles verificó en las noches del sábado y el domingo últimos las
dos funciones anunciadas, asistiendo a ellas la primera noche una concurrencia
numerosa y a la segunda una de aquellas que obtuvo la primitiva compañía en sus
mejores tiempos, pues no solo estaba el local completamente lleno y se veían
dobles y triples filas de espectadores, particularmente del sexo femenino que
se retiraron después de intentar conseguir un palmo de terreno en que sentarse
o permanecer paradas, pero de modo que algo pudieran ver. Por lo demás las
funciones citadas agradaron como era de esperarse, si bien la pantomima
«Mazahne» dejó bastante que desear el sábado respecto de la maquinaria, algo
más corriente el domingo, pero esta última función se hizo notable por un
incidente que por fortuna no tuvo las consecuencias funestas que muchos se
temieron y con razón. Hallábase el director de orquesta ejecutando el violín en
la pieza de Paganini titulada Las Brujas, cuando de resulta de un ruido que
provenía de las altas localidades se levantaron precipitadamente algunos
individuos, tras esos otros con aire despavorido y luego otros y otros
sobrecogidos de espanto, presentando el local en un momento una escena de
inexplicable confusión que se aumentaba con los gritos y demostraciones de los
que trataban de tranquilizar al resto del público, lo que al fin se logró a
virtud de estrepitosos aplausos que indicaron que no había motivo para
alarmarse. En efecto, según se dijo parece que el origen de tantos gritos, de
tantos síncopes, de carreras y saltos al escenario y de un sobresalto general
fue un barril de agua colocado en las altas localidades, y que alguno derribó
casualmente o con intención, si bien otros dicen que el que lo llevaba cayó con
él en una de las escaleras. Véase pues cómo una causa insignificante puede
producir grandes efectos, faltando poco para que unos cuantos galones de agua
hubieran causado tantos desastres como la repentina inundación de un gran río
(o el hundimiento de un trasatlántico). Debemos mencionar el hecho de que el
Sr. di Carlo continuó tocando el violín durante el alboroto con ánimo sin duda
de calmar aquel proceloso océano de cabezas humanas con los mágicos acentos de
su violín, como Anfión domaba las fieras con su arpa y probablemente su
serenidad, aparente al menos, contribuyó a restablecer bien pronto la
tranquilidad del auditorio, que lo colmó de aplausos al finalizar la pieza. La
función continuó y minutos después todo el mundo reía doblemente con las
gracias de Francisco Ravel y con el recuerdo de lo ocurrido.
Así ha sido casi siempre, la música debe continuar, y, como el Sr. di Carlo en el Tacón o el cuarteto del Titanic, los músicos se aferran a sus instrumentos, aunque los peligros asechen. No paran, aunque las fieras les rodeen, no dejan de tocar, aunque el cielo se les venga encima. Ellos pretenden, como Anfión, domar las fieras y los elementos. Aunque a veces hay un enemigo letal. Desde el principio de los tiempos solo los tipos con poder y amusia han sido capaces de dañar el concierto.
[1] Diario
de la Marina, 27 mar. 1855
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