Los cubanos somos un pueblo con costumbres muy bien definidas, incluso los estudiosos saben exactamente cómo, dónde y cuándo las hemos adquirido, porque entre otras cosas, los cubanos tenemos la costumbre de documentarlo todo. No es gratuita esa vocación tan acendrada por el coleccionismo.
En estos momentos, entre los museos de arte más importantes de la región, aparecen el Museo Nacional de Bellas Artes, en La Habana, con sus dos majestuosas edificaciones -que paradójicamente nunca nadie sabrá cuánto le costó a los cubanos reconstruirlas y ponerlas en uso-, una inmensa y bella dedicada solamente al arte cubano, y otra no menos imponente y acogedora dedicada al arte universal. El Museo está nutrido con cientos de obras adquiridas durante siglos por ricos empresarios que emplearon parte de sus fortunas en atesorar obras imperecederas, y que en su momento las donaron al Patrimonio de la Nación –y quienes no las donaron, fueron expropiados por quien usted sabe-.
Dicen los especialistas que el museo napoleónico más completo fuera de Francia es el que está en La Habana, fruto de una obsesión de Julio Lobo, quien tuvo la delicadeza de adquirir miles de piezas de todo tipo relacionadas con la vida al estilo Imperio, y donde se puede uno encontrar lo mismo con el escritorio de campaña de Napoleón Bonaparte, como con un ramillete de siemprevivas nacidas y criadas en los alrededores de la tumba del Emperador francés en Santa Elena.
Así, también existen otros en el interior de la República como el museo Emilio Bacardí, en Santiago de Cuba, donde entre hamacas de campaña de los mambises, obras del arte universal y momias prehispánicas uno puede reconstruir el mundo basado en los objetos que tuvieron vida antes de nuestras vidas.
Pero toda esta introducción es para comentar, brevemente, un síndrome que como consecuencia de esta manía por atesorar el pasado quedó en muchos cubanos de mi generación. Aun los especialistas no se ponen de acuerdo en cómo nombrarlo, pero como el hecho existe, es palpable, documentable y reconocible, a mi se me ocurre, por no tener otro mejor, el de síndrome del envase vacío… pudiera ser pomo vacío, pero la palabra pomo tiene otras acepciones más familiares entre los hispanoparlantes y pudiera llegar a confundir, así que me quedo con el título de: “Síndrome del Envase Vacío”.
Ese síndrome, viene asociado a una costumbre adquirida mientras el llamado socialismo cubano lo iba destruyendo todo en su tránsito demoledor por la isla, e hizo perder de vista los envases de todo tipo, y los productos que lánguidamente llegaban a las lánguidas bodegas lo hacían a granel, en tumulto, colectivamente, en caos, sin individualidad ni personalidad, amontonados en sacos de yute o nailon, en barriles de madera o en tanques plásticos preferiblemente blancos.
Así que para adquirir en mi bodega lo que me tocaba por mi libreta, yo tenía que llevar el pomo para el aceite, la lata para la manteca y los cartuchos para los frijoles, el arroz, los chícharos, el café etc.,… productos que al parecer llegaron a odiarse tanto entre ellos, que era imposible verlos llegar todos al mismo tiempo… cada cual llegaba por su cuenta… “Oye fulanita llegó el café”, es una expresión que para otros hispanoparlantes seguramente resulta obscura; sin embargo, entre cubanos eso quiere decir que en ese momento y en ese lugar que se especifica hay café, lo cual indica además que no hubo antes ni habrá después… ni en ese ni en otro lugar… esa y otras lindezas que pueblan el lenguaje del cubano desde hace más de medio siglo complementan el síndrome que, como queda dicho, también afecta al lenguaje…
Y para concluir, cuando conseguí mudarme al mundo real, donde los productos no llegan, sino que siempre están, donde los envases son la esencia sine qua non del artículo -donde es él en su individualidad, habitante único de un determinado continente-, comencé a sufrir el síndrome. Los envases vacíos comenzaron a poblar mi espacio, se fueron adueñando de mi lugar, y hubo momentos en los que tuve más envases vacíos que envases llenos, me daba una gran pena tirar el continente. Mi inconsciente estaba marcado, yo sufría la duda del día después, trataba de reivindicar los derechos del continente, de su necesidad de volver a ser útil.
Pero claro, todos los dolores se superan, ¿cómo no superar la pérdida del producto sin envase? Sin embargo, superar esa pena me ha costado años, sobre todo porque he seguido moviéndome entre personas que también padecen el Síndrome. Por ejemplo, hace algunos días veo en mi cocina un rezago del pasado, veo que nadie se ha atrevido a tirar un envase que ya terminó su vida útil por ahora –el asunto del reciclaje es otro tema, digno de otro artículo que reivindique la necesidad de renovar el continente-.
En fin, que con esa costumbre que tenemos los cubanos de coleccionarlo todo, y además documentarlo, hice la foto de lugar y me deshice del envase vacío, no sin lamentar que a nadie le importe reciclarlo.
PE.: Si a usted le ha sucedido lo mismo, pues ahí tiene una hipótesis no científica.
Amigo Antonio,
ResponderEliminarConsidero que próximamente habrá más envases vacíos o menos llenos gracias a las huecas reformas de Raúl Castro. Decidió ir a China y Viet Nam para conseguir llenarlos y a mi juicio continuarán vacíos a menos que le elimine tantos obstáculos y restricciones que le impone a nuestros ciudadanos.
Antonio, un saludo desde Miami. Anoche justamente estaba con unos amigos (chilenos, colombianos) tratando de explicarles nuestro síndrome del envase vacío... qué coincidencia!
ResponderEliminarAunque no responda, siempre leo tus artículos. Gracias por compartirlos.
Pedro Alfonso