Por: Darío Tejeda, PhD
Cuba fue el más importante referente para el régimen de Rafael Leónidas Trujillo al promover la música comercial a través de nigth clubs y de la radio. Durante los más de tres decenios de esa dictadura, la más relevante estación radioemisora del país, primero llamada La Voz del Yuna y, luego, La Voz Dominicana, siguió el patrón de las principales estaciones radiofónicas habaneras en su estructura, su programación y su estilo.
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Desde
la época en que La Habana era la capital americana de las flotas de navíos
españoles, que se reunían allí antes de atravesar el Atlántico ya sea de ida a
América o de regreso a la Península Ibérica, Cuba fue un centro clave de
circulación cultural. Así como fue centro receptor de los llamados cantes de
ida y vuelta entre las dos orillas del Océano, también lo fue de músicos,
cantadores, instrumentos, partituras y otros artefactos sonoros. Estos formaron
parte del comercio entre España y sus colonias, del mismo modo que lo fueron tres
productos agrícolas emblemáticos de las Antillas: el azúcar, el café y el
cacao.
Esos
productos tropicales jugaron un papel protagónico en la transformación
atlántica de la economía doméstica y la economía europea en general. En el
Viejo Mundo, su efecto en la cadena comercial hasta llegar a su consumo fue tan
importante que a su ámbito se le ha llamado “la industria del postre”, tan
relevante en la cultura de la modernidad europea desde el siglo XVI. Aunque
pueda parecer raro, las Antillas formaron parte de esa “modernidad precoz”,
como la denominó el antropólogo Sydney Mintz.[1]
Desde
aquel tiempo ha sido usual en Occidente socializar consumiendo los muchos
derivados de “la industria del postre”: basta pensar en el hábito cotidiano de
café o en la inmensa variedad de chocolates. Al menos desde el siglo XVIII, si
algo suele acompañar las actividades de socialización en el mundo occidental,
ese algo es la música. Pensemos en otro producto primario del Caribe: el
tabaco. Sus importadores alemanes fueron, a su vez, exportadores del acordeón
hacia América.
Lo
cierto es que la música formó parte de la precocidad de la modernidad en el
Caribe. Europa exportó sus talentos y sus conocimientos formales de música
hacia Santo Domingo, que tuvo la primera universidad en el Nuevo Mundo en 1538
y en ella había clases de música, y algo parecido ocurrió en La Habana, que fue
uno de los primeros lugares de América donde egresados de las academias
europeas esparcieron sus saberes musicales en clases formales e informales.
Hacia el siglo XVIII empezaron los atisbos de las primeras academias de música en
esa ciudad, y operaron los primeros teatros, a la par que se ampliaba el número
de salones de baile, de sociedades de recreo y de tertulias amenizadas con
música académica. Todo lo eso lo recoge con sumo detalle el libro de Gómez
Sotolongo.
La
música, tanto académica como tradicional y popular, fue un puente que enlazó a
Cuba y a Santo Domingo. Desde la temprana presencia de las santiagueras
dominicanas, tocadoras de vihuela, Micaela y Teodora Ginés (que no tienen nada
que ver con el género musical sonero, como se creyó durante mucho tiempo), las
relaciones musicales entre ambos países se desenvolvieron con un constante
flujo migratorio de músicos e intérpretes de un lado al otro. A raíz del
Tratado de Basilea en 1795, mediante el cual España cedió a Francia su posesión
en la isla de Santo Domingo, diversos músicos dominicanos se establecieron en
Cuba. Pedro Henríquez Ureña destacó la importancia de la inmigración de
familias dominicanas entre 1796 y 1822 para la música en Cuba:
contribuyó al súbito cambio de nivel que se advierte en la
cultura cubana a principios del siglo XIX: "las familias dominicanas... como modelos de cultura y
civilización nos aventajaban en mucho entonces", dice Laureano Fuentes
Matons, apoyándose en notas de su padre, y "el Primer piano de concierto
que sonó en Cuba fue el de Segura (el médico dominicano Bartolomé de Segura y Mieses), traído de
Paris en 1810"; en casa de Segura dio el
maestro alemán Carl Rischer las primeras lecciones de piano que hubo en
la isla. De Victoriano Carranza, compositor dominicano de música religiosa,
dice Fuentes que ayudó a mejorar la de las Iglesias de Santiago de Cuba con sus
enseñanzas.[2]
Gómez
Sotolongo sostiene que el
siglo XIX es clave para entender “cómo Cuba llegó a convertirse en una
importante potencia cultural” (pág. 11).
En efecto, la isla continuó como un centro de atracción y de exportación de
músicos, de sonidos y de artefactos sonoros, a tal punto que diversos
instrumentistas cubanos, junto a directores y músicos mexicanos, estuvieron vinculados
a los antecedentes inmediatos del jazz en Nueva Orleans, en lo que John Storm
Roberts[3] llamó el latin tinge
o el toque latino en ese género musical.
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Uno
de esos emigrados cubanos, el trovador Sindo Garay (1867-1968), arribó a Puerto
Plata en la costa atlántica dominicana a mediados de la década de 1890. En sus
memorias relata “sus romerías por la isla
de Santo Domingo (1896)” (Gómez Sotolongo: 291). Garay declaró que en aquella ciudad conoció
al trovador dominicano Alberto Vázquez, autor de la composición “Dorila”, que en 1905 se convirtió en la
primera canción dominicana grabada por la naciente industria sonora. Su éxito
en Cuba fue tal que, según registra Gómez Sotolongo, llevó al escritor dominicano Osvaldo
Bazil a proclamar que La Habana “siempre fue para todos los dominicanos un
ideal de arte y de vida”, un lugar para triunfar y para “sentar plaza entre sus
triunfos” (pág. 114).
Así lo sentiría el joven violinista dominicano Gabriel
del Orbe (1888-1966) quien, graduado de los conservatorios de Leipzig y de Berlín,
debutó en La Habana en la “afamada casa de Anselmo López” según lo anunció Bohemia
del 1 junio de 1913, “y en los años por venir se presentaría en importantes
salas de conciertos en Cuba, Venezuela, Estados Unidos y Alemania, donde
recibió elogios de la crítica y fue ovacionado por el público.” (Gómez
Sotolongo, pág. 52).
Gómez
Sotolongo aporta nuevos datos de
interés para los dominicanos
acerca de otro músico formado en Europa: el
flautista Emilio Puyán (1883-1956), quien nació en Puerto Plata y desde muy
pequeño vivió en Francia. Estudió flauta en París y, luego, residió el resto de
sus días en Cuba. Fue profesor del
Conservatorio Municipal de La Habana, donde, además, tocó acompañado por la
Orquesta Filarmónica de la ciudad.
Uno
de los principales vínculos musicales que unieron a cubanos y a dominicanos
ocurrió en Nueva York y en Europa: el pianista, compositor y director Eliseo
Grenet fue responsable de la carrera europea de Eduardo Brito y de varios
músicos dominicanos que acompañaron su orquesta de zarzuelas en gira por el
Viejo Continente en 1933. Además de Brito, acompañó a Grenet el saxofonista Napoleón
Zayas, quien permaneció en España, donde desarrolló su carrera musical en las
escenas de música caribeña y del jazz. También, formó parte de la orquesta de
Grenet el destacado clarinetista y compositor Esteban Peña Morell, a quien sorprendió allí la Guerra Civil. Como
músico sirvió en el lado republicano, integrando la banda de música de las
Brigadas Internacionales. Murió durante el conflicto.
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En
América, Cuba fue uno de los grandes centros de desarrollo de la industria fonográfica, y el mayor del área mesoamericana.
Eso le agregó nuevas condiciones a las que ya tenía para
ejercer un liderazgo continental en el aspecto comercial de la música popular
profesional cubana (MPPC), que es el tema principal que aborda el libro de
Gómez Sotolongo.
El
protagonismo de Cuba en la industria discográfica fue casi desde sus inicios,
antecediendo a los demás países de la región: la
primera grabación de música del Caribe hispanohablante fue hecha por una
artista cubana en 1898; la primera de música puertorriqueña, “La borinqueña”,
se hizo en Nueva York en 1900; y la primera composición musical dominicana fue grabada
en 1905: la canción “Dorila”. Las tres grabaciones se
hicieron fuera del Caribe. La grabación de música hecha directamente en las
islas comenzó en 1907 en La Habana[4], antes que
en San Juan de Puerto Rico en 1910 y mucho antes que en Santo Domingo en 1928.
Para este año, ya en Cuba se grababa desde hacía dos décadas.[5]
A causa de su mayor grado de desarrollo capitalista y a
la mayor concentración de capitales estadounidenses dentro de la región
caribeña, el nivel de desarrollo de la industria musical en Cuba fue mucho
mayor que en cualquier otra parte del Caribe. Como
muchos otros países, la República
Dominicana se benefició muchísimo de la pujanza discográfica cubana.
Pero esto parece que derivó del hecho de que, tal como
destaca Gómez Sotolongo
(pág. 209) los discos de música cubana se exportaban hacia el resto de la
región y del continente. Por esa vía, numerosos artistas
cubanos se proyectaron en Santo Domingo. Tal es el caso del Trío Matamoros: su
primer viaje al exterior en 1930 fue hacia la capital dominicana, y también lo
fue su despedida internacional, unas tres décadas después.
De
modo que los músicos dominicanos tenían a Cuba como referente al momento de
emprender sus iniciativas. A modo de ejemplo: Esteban Peña Morell, quien en los
años veinte trabajó como músico en la catedral de La Habana, llevó de esta
ciudad hacia Santo Domingo la idea de establecer un Orfeón, y comenzó a
establecerlo, aunque lo descontinuó.
Otro
joven músico dominicano, el pianista y violinista Luis Rivera González, se
estableció en La Habana, donde trabajó como director artístico de la orquesta
del afamado compositor Ernesto Lecuona (Gómez Sotolongo, pág. 209).
En
1937, cuando un grupo de músicos dominicanos y amantes de la música académica
idearon crear una sociedad de fomento del arte musical, tomaron de modelo la sociedad Pro-Arte Musical que existía en Cuba desde
1918 (Gómez Sotolongo,
pág. 129) y le pusieron ese mismo nombre a la agrupación.
Las producciones discográficas hechas en Cuba tenían
muchas más probabilidades de éxito comercial que las realizadas en cualquiera
otra de las Antillas. Por eso, muchos artistas aspiraban a llegar a La Habana:
el sueño de muchos era triunfar en Cuba, porque eso
significaba triunfar en muchas partes del mundo. Grabar allí era un puente para llegar a un mercado más amplio. Entre
los dominicanos que dieron el salto, Gómez Sotolongo (pág. 209) destaca al cantante Alberto Beltrán.
También, lo hizo Joseíto Mateo. Ambos grabaron exitosamente con La Sonora
Matancera. Cuba significó el despegue de la carrera internacional de estos y
otros muchos músicos y cantantes.
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Los
dominicanos también tomaron a Cuba como modelo en cuanto a espectáculos y medios
de comunicación masiva para difundir música. También en esta materia se notaba
el protagonismo cubano en el Caribe hasta los años cuarenta. Óscar Luis López[6] muestra que la radio en Cuba alcanzó un
crecimiento mucho más acelerado que en República Dominicana y que en Puerto
Rico en los años
veinte y treinta. Eso es muy importante porque desde la década de 1930 la mayor
difusión musical se producía a través de los medios radiofónicos.
La radio se consolidó como el más importante medio de comunicación masiva en el mundo por el resto del siglo XX. Mientras la población mundial se incrementaba, también crecía el número de receptores particulares, sobre todo en las ciudades. El Caribe no fue la excepción, y dentro de la región, Cuba estuvo a la delantera. En 1930, mientras Santo Domingo contaba apenas con dos estaciones radiofónicas (igual número que Pinar del Río y que Oriente), según datos de López, La Habana tenía 43 emisoras de onda media.
Cuba fue el más importante referente para el régimen de Rafael Leónidas Trujillo al promover la música comercial a través de nigth clubs y de la radio. Durante los más de tres decenios de esa dictadura, la más relevante estación radioemisora del país, primero llamada La Voz del Yuna y, luego, La Voz Dominicana, siguió el patrón de las principales estaciones radiofónicas habaneras en su estructura, su programación y su estilo. De hecho, de estas reclutó numerosos talentos, incluyendo algunos directores artísticos de la emisora dominicana.
En
este aspecto, hay que resaltar el papel de Cuba como país exportador de música
y de músicos, mientras otros países, caso de la República Dominicana, más bien
eran importadores. Algunas cifras apoyan
esta afirmación: el 33 por ciento de los contratos artísticos firmados por La
Voz del Yuna / La Voz Dominicana en los 18
años que van de 1944 a 1961, fueron con artistas cubanos. Eso representó 144 contratos, el
mayor volumen de los 442 realizados por la empresa en el lapso citado. En pocas
palabras: Cuba fue el modelo musical seguido en República Dominicana en ese
período.
Al leer este texto quizás se pueda pensar que he caído en la trampa de un enfoque cubanocentrista aplicado a la música. Eso está lejos de mi perspectiva, que se basa en la objetividad de los datos —como los muchos aportados en su libro por Gómez Sotolongo— y que se funda en una mirada regional. Esta me ha llevado a plantear que la historia musical del Caribe es una historia conectada, por el simple hecho de que en esta “área socio-cultural”[7] los diversos géneros y ricos estilos musicales ya estaban conectadas cuando se empezaron a escribir sus historias en el siglo XX.
Artículos,
entrevistas, vídeos y conferencias relacionadas:
Los teatros y las
academias en Cuba
Tres
preguntas con: Antonio Gómez Sotolongo
La Habana:
Las condiciones que la convirtieron en el centro de la industria musical del
caribe durante la República. Ponencia presentada en el II Congreso de la
Academia de la Historia de Cuba en el Exilio.
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[1] Sydney Mintz, “El Caribe como
área socio-cultural”, en Op.
Cit., 23, 2014-2015 (Centro de
Investigaciones Históricas, Universidad de Puerto Rico), San Juan, PR: UPR,
2015.
[2] Pedro Henríquez Ureña, Obras Completas, tomo VI.
Recopilación y prólogo de Juan Jacobo de Lara. 1979, Santo Domingo, UNPHU: 187,
nota 37.
[3] John Storm Roberts,
The Latin Tinge. The Impact of Latin American Music on the United States (2nd
ed.). New York: Oxford
University Press.
[4] Los datos de este párrafo se apoyan
en Cristóbal Díaz Ayala, San Juan-New York Discografía de la música puertorriqueña 1900 1942 (Río Piedras, Puerto Rico: Publicaciones
Gaviota, 2009): 43 y 93.
[5] Arístides
Incháustegui, El disco en la República
Dominicana (Santo Domingo: Amigo del Hogar, 1988).
[6] Oscar Luis López: La radio en Cuba
(La Habana: Ed. Pueblo y Educación, 1998): 79.
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