Mientras no se establezca como
buena y válida la intervención militar para casos de probadas violaciones a la
democracia, con bases establecidas en un pacto continental, con leyes claras y
un tribunal internacional capaz de refrendar condenas vinculantes, estaremos
cada día con más frecuencia ante casos como los de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Fuente externa |
Hace unos días el tema de la
intervención militar para resolver la llamada «crisis humanitaria» en Venezuela
saltó a la palestra; una vez, en boca de Luis Almagro, presidente de la OEA; y
otra, en boca de Donald Trump, y de ahí la bola comenzó a rodar. Quiero
compartir mi opinión al respecto, misma que desde al año pasado he venido
comentando en este blog.
Ojalá que aún no sea demasiado
tarde. Ninguna de las salidas propuestas hasta ahora para el caso de Venezuela
tiene futuro, ahí está Cuba, un cadáver que nadie sabe cómo enterrar, una
dictadura que, a la hora de nones, los países democráticos, con EE. UU. a la
cabeza, no pudieron contener, simplemente por andar con pies de barro, por no
contar con una herramienta legal que justificara los múltiples intentos
fallidos por derrocar el castrismo.
Hasta hoy primaron los
intereses geopolíticos y la conspiración, y no fue posible construir una
herramienta legal apropiada para aplicar lo pactado en tantos organismos
internacionales; entre ellos, la ONU y la OEA.
En el siglo pasado nuestro
continente vio en múltiples ocasiones la injerencia, fundamentalmente de EE.
UU., para recomponer situaciones políticas de todo tipo, las que no siempre
fueron el resultado del consenso o la voluntad expresa del conjunto de las
naciones del continente, sino como la imposición unilateral -y sobre todo sin
bases legales adecuadas-, de intereses geopolíticos particulares.
Mirando la realidad de hoy y
cotejando el pasado con lo que pudiera depararnos el futuro, se impone
recomponer los conceptos de injerencia humanitaria y de estructurar, a partir
de los instrumentos legales ya existentes en la ONU, y la OEA un pacto, un
sistema capaz de constituirse en la fuerza que, luego de haber gastado todos
los recursos diplomáticos «no vinculantes», sea capaz de reprimir con el uso de
las armas, si así fuera necesario, las violaciones a la Carta Democrática
Interamericana u otros instrumentos legales, un ejército de coalición capaz de
contener las acciones que ponen en peligro el curso pacífico de la democracia
en el continente americano o cuando un tirano «hiciera padecer a sus súbditos
un trato que nadie le ha autorizado tener».
Esto no es nuevo, el concepto
es conocido desde el siglo XVII, cuando Hugo Grocio lo expuso ampliamente en su
obra El derecho de la guerra y la paz y muy recientemente, en el siglo XX,
resurgió como tema de debate y acción durante la guerra de Biafra (1967-1970)
Los regímenes totalitarios no
andan con chiquitas cuando de enjaular a los ciudadanos se trata, no tienen
contemplaciones con nada y las leyes no los detienen, ni siquiera las que ellos
mismos han dictado. «El derecho de insurrección frente a la tiranía es uno de
esos principios que esté o no esté incluido dentro de la Constitución Jurídica,
tiene siempre plena vigencia en una sociedad democrática», escribió el fenecido
dictador Fidel Castro en su libro La Historia me absolverá, pero al
constituirse él en el tirano, criminalizó toda disidencia y la condenó con
paredón, cárcel y ostracismo. Maduro y Chávez, como la farsa que es la
repetición en la Historia, han hecho lo mismo.
Foto: REUTERS/Jorge Cabrera. Fuente externa |
Pero los dictadores, sobre
todo los de izquierda -quienes aprendieron todo de la derecha y a quienes han
superado por mucho-, tienen, como ejemplarizante virtud, el orgullo felón: sus
proclamas son aplastantes y sus actos son inmediatos, instauran gobiernos
tribunicios en un abrir y cerrar de ojos y no se detienen ante nada, porque no
hay instancias a las que deban dar cuenta alguna.
Ahí están las FARC, y para que
este cuento no parezca largo, ellos proclaman a toda voz y sin el menor rubor
que nunca renunciarán a sus principios. Y sus principios se basan en acceder al
poder a como dé lugar y no soltarlo nunca más, su ideología es marxista -o
cualquiera de las sectas que se han desprendido de esta doctrina
anticapitalista-, y su medio hasta ahora para acceder al poder ha sido la lucha
armada y el narcoterrorismo. Pero eso, quizás, el público no lo ha aprehendido
aún porque la narrativa de la llamada izquierda es superior en efectividad a la
de los pensadores liberales y demócratas.
Hoy se impone una revisión
urgente del concepto de intervención militar o injerencia humanitaria y
democrática, se impone una responsabilidad de todos los países -y sobre todo
del gobierno de los Estados Unidos como principal potencia de la región-, con
la salvaguarda de la democracia, so pena de perder todos y en muy poco tiempo,
las libertades que sobreviven a duras penas.
En las Américas se requiere de
una coalición capaz de contener las violaciones a la Carta Democrática, se
necesita una fuerza militar capaz de contener la violencia con la que se han
impuesto y se imponen los regímenes totalitarios.
Mientras no se establezca como
buena y válida la intervención militar para casos de probadas violaciones a la
democracia, con bases establecidas en un pacto continental, con leyes claras y
un tribunal internacional capaz de refrendar condenas vinculantes, estaremos
cada día con más frecuencia ante casos como los de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Ojalá que me equivoque y aún
estemos a tiempo de establecer normas legales para la intervención armada
oportuna en casos de probadas violaciones a los Derechos Humanos, crímenes de
lesa humanidad, y cuando el principio de autodeterminación haya sido
secuestrado por un grupo criminal que ostente el poder por la fuerza de las
armas e impida que los ciudadanos determinen sus propios destinos. Ojalá.
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