jueves, 17 de enero de 2019

ANTONIO MACHÍN EN LUNA LLENA (*)


Quiso ser Caruso, pero fue mejor aún, fue Antonio Machín.

Antonio Machín en una presentación de televisión en España
Antonio Lugo Machín quizás no sea tan famoso en Sagua la Grande, su pueblo natal, como en Sevilla, su tierra de adopción, donde hasta una calle lleva su nombre y algunos refranes populares le mencionan, como «estar más sonado que las maracas de Machín». Pero él es un hombre eterno, y así, por momentos brinca el charco y se escurre en Sagua, la pequeña ciudad que en el centro de la isla de Cuba tiene hijos naturales tan grandes como Wilfredo Lam, el más cotizado de los pintores cubanos del siglo XX.

Antonio Machín cumpliría cien años de edad el 19 de enero de 2004, pero una afección pulmonar, como a don Guido, lo mató en 1977, y las maracas aún suenan por él, riquiti rach, riquiti rach. Machín está en las nostalgias de muy pocos cubanos, pero es referente de muchos recuerdos entre los españoles, Machín está en Sevilla, la que cantó Lorca, que es una torre llena de arqueros finos, y por toda España su nombre y sus boleros aún amamantan memorias, pero en luna llena Antonio Machín vuelve a su pueblo -como Lorca va a Santiago-, en un coche de aguas negras. Entra en Sagua, la grande ciudad pequeña, con sus maracas riquiti rach, riquiti rach, sonando el ritmo de semillas secas, y todos, entonces, le recuerdan a su paso. «¡Ah, este es Machín!, dicen, él estuvo aquí siempre, él es de los que se va sin irse, de los que están en lo intangible, de lo que se conoce sin ser visto».

Cuarteto Machín, grabado en New York 1930-31
Alguien menciona a su paso: «Ese fue quien en los años treinta vendió un millón de discos de El manisero en los Estados Unidos», y todos recuerdan, «claro, doña Rita Montaner, claro, también lo cantaba Rita, la gran Montaner de Cuba, la Única». Otros, desde los techos de palmeras reflexionan a su paso: «La fama y la fortuna, claro, esos esquivos y equívocos bichos los encontró Antonio Machín donde su padre, el gallego Antonio Lugo Padrón, no pudo... El gallego Lugo vino a hacer la América y la encontró aquí, en Sagua la Grande, y su hijo se fue a hacer la Europa y la encontró en Sevilla. Esquivos y equívocos bichos la fama y la fortuna».

«Sarita Montiel, comentan, fue su representante durante algunos años». Otros, bajo el arco del cielo, responden: «Claro, Sarita, el último cuplé...».

Sagua es como Sevilla, una ciudad que acecha los largos ritmos y los enrosca como laberintos, y allí cantan por donde pasa Machín: «Una linda Sevillana le dijo a su maridito, me vuelvo loca chiquito por la música cubana», y sigue el comentario: «El hermano mayor de Antonio, para 1929, vivía enamorado en Sevilla, allá, Ignacio Piñeiro lo visitó cuando la gran Feria y así surgió el verso que incluyó en Suavecito». ¡Claro hombre!, «El son es lo más sublime para el alma divertir». Le reconocen enseguida porque Antonio Machín es uno más de los sagüeros, está sin dudas sentado en el parque, doblando una esquina, trepado a un flamboyán, cazando tomeguines, arrancando güines a las cañas para enjaular sueños, buscando semillas secas para unas maracas nuevas, o quizás en este momento, en este preciso instante de luna llena, Machín le esté dando la vuelta a la vieja ceiba, al tronco espinoso rodeado de ofrendas que está en el monte. Él se fue sin irse, estuvo sin quedarse. Machín, las maracas, el son montuno y el bolero. «Angelitos negros», dice un gallego que viene con él en su «coche de aguas negras». «Angelitos negros, dice un sagüero, claro que sí, mil veces lo escuché, no por Machín, pero... píntame angelitos negros».

A juzgar por Helio Orovio y su Diccionario de la Música Cubana, fue en 1904 cuando Antonio Lugo Machín llegó a este mundo, a donde le trajo con unos pujos y gritos enormes la mulata Leoncia Machín. Otros dicen que eso sucedió un año antes, e incluso algunos aseguran que fue en 1900. De todos modos, el siglo XX era muy joven aún cuando en Sagua la Grande un negrito, como tantos otros, comenzó a meterse por el rumbo de las fiestas, por la música, por las rumbas, y por el coro de la iglesia. El siglo era joven cuando un negrito, como tantos otros, comenzó a cocinar el mejunje de músicas que es la música cubana, a cantar y a tocar las maracas y un buen día fue a parar a Sevilla, ciudad que acecha largos ritmos, y los enrosca como laberintos.

Escultura de Antonio Machín en Sevilla
Quiso ser Caruso, pero fue mejor aún, fue Antonio Machín. En 1926 llegó a la capital cubana y pronto se encontró con el trovador Miguel Zaballa y cantando con él por la radio le conoció Don Azpiazu, quien rápidamente lo reclutó como cantante de su orquesta. También el Trío Luna, y su propio sexteto o septeto le proporcionaron trabajo hasta que en 1930 viajó a los Estados Unidos con Don Azpiazu, después Europa le rindió honores, y por fin en 1939 se radicó definitivamente en España, la tierra que le adora, el público que le conoce y le recuerda, donde es amor de muchas infancias.

Sevilla tiene a Machín bajo el arco del cielo, sobre su llano limpio, con sus maracas que no dejan de sonar, pero siempre, en luna llena, riquiti rach, riquiti rach, oh curva de suspiro y barro, brincan el charco, y suenan a todo dar en solares de inexplicables rumbas, de antillanos rumbos. Riquiti rach, suenan en las ceibas de espinosos troncos centenarios, riquiti rach en el monte. Las maracas de Machín, en un coche de aguas negras, con brisa y alcohol en las ruedas, viajan por una isla, por un caimán dormido y verde. En noche de luna llena, riquiti rach, riquiti rach, riquiti rach

(*) (Mundoclasico.com 19 ene. 2004 / Santo Domingo, [A]hora 21 ene. 2004)


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