La
industria del entretenimiento que utilizaba la música cubana como materia prima
era muy próspera económicamente y no perdió por eso su profunda raíz cultural,
ni su autenticidad. Constantemente se estaba reciclando, era un proceso en el
que la sabia que la alimentaba circulaba por arterias expeditas.
Muy pocas veces se dedica la tinta necesaria para abordar las aristas
políticas que inciden en la creación artística. Pocos han sido los autores que,
hablando de la música popular cubana, llegaron a hurgar lo suficiente en las
causas que originaron la creación de un género imaginario, la creación de una
marca comercial llamada salsa, una marca que durante los primeros
años de la década del setenta comenzó a reabastecer los mercados de un producto
que siempre se llamó, sin embargo, son.
El primero de enero de 1959 Cuba amaneció sin gobierno. Las acciones de un
ejército guerrillero, con el apoyo de organizaciones clandestinas en las
ciudades, y la negativa de los Estados Unidos a vender armas al ejército de la
República propiciaron que el presidente de facto Fulgencio Batista Saldívar
huyera de la isla en las vísperas de un nuevo año. Entonces, nadie pudo
imaginar que, como nunca antes en la historia cubana, un acontecimiento
político propiciaría las condiciones para que nada volviera a ser igual, y para
que la música cubana, con embargo, se metamorfoseara en salsa.
El 17 de mayo de 1959, Fidel Castro Ruz, entronizado en el poder, promulgó
una Ley de Reforma Agraria y miles de caballerías de tierra fueron expropiadas.
El ocho de mayo del 60 estableció relaciones con la entonces Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas. En agosto del mismo año se nacionalizaron
propiedades por toda la isla y el 19 de octubre el gobierno de los Estados
Unidos decretó un embargo comercial contra la República de Cuba.
Tal diferendo político propició que, durante la segunda mitad del siglo XX,
un gigantesco muro creciera entre ambos países. Un obstáculo que haría perder
de vista uno de los productos más preciados, un producto que entonces debió
seguir su vida dentro de la Isla y lejos de los mercados. Fuera, el género se
había hecho tan necesario que, al no poseerlo, decidieron reinventarlo.
El artículo no pudo renacer de un día para otro, los procesos que discurren
entre la inteligencia y la naturaleza, entre la conciencia y la vida material
se toman su tiempo, nunca, por más que se quiera, una etapa termina en la
víspera. Las leyes de la naturaleza y la sociedad son verdaderamente
inviolables; por eso, no fue hasta el año 1973, catorce años después de
decretado el embargo contra el régimen que se instauró en Cuba, que apareció en
el mercado un artículo llamado salsa.
La producción
musical cubana había establecido su hegemonía en el mundo desde el siglo XIX y
era bien acogida por el público en Europa y en toda América. Algunos géneros
eran tomados por compositores en diversas latitudes como modelos a seguir y así
transcendieron al siglo XX habaneras creadas en diversos
confines de la tierra, tangos congos, danzas y danzones.
En las regiones orientales de Cuba, es decir Santiago de Cuba, Guantánamo,
Bayamo y toda esa zona que hasta 1975 se conoció como provincia de Oriente,
confluyeron elementos melódicos y rítmicos que de manera diacrónica habían sido
utilizados por compositores, tanto en oriente como en occidente, y en otros
géneros de la música cubana, y ya a finales del siglo XIX tuvieron la
palabra son como distintivo genérico.
Hacia los primeros años del siglo XX se popularizó en La Habana el son
montuno y desde allí, como centro en el que se disponía de los medios
de difusión apropiados comenzó a propagarse por el resto de las Antillas y el
mundo. En compás de dos por cuatro, con un diseño en el acompañamiento
generalmente con el bajo adelantado, las claves haciendo el ritmo de clave
cubana, y ocho semicorcheas por compás en el rasgueado de la guitarra cantaron
de una manera diferente los trovadores a dos voces. Una forma que sintetizó los
elementos culturales llegados de África con los elementos criollos. En sus
bailes, en el monte se sonaban guitarras, claves y bongós y se bailaba con
soltura y desenfado.
Desde La Habana, donde se encontraban las grandes difusoras, (Prensa,
radio, cine y televisión) el son, comenzó a colarse en todas partes y a
expandirse por todo el orbe, a calar además todos los demás géneros de la
música cubana y a convertirse en la columna vertebral del complejo cuerpo
cultural cubano.
En las primeras décadas del siglo XX, con la aparición de la radio y el
disco, el son se expandió de una manera explosiva. Por toda el área del Caribe
se escuchaba, a través de las ondas del éter, las orquestas que triunfaban en
la mayor de las Antillas y los creadores, de otras latitudes, seguían las
pautas. Orquestas y solistas de toda la región competían en una esforzada
carrera por el triunfo en los salones de baile. En un vertiginoso ir y venir
por todo el continente y de cuando en cuando saltando el Atlántico hasta el
viejo mundo, iban imponiendo los ritmos antillanos.
Así se creó un mercado en el que se emplearon talentosos artistas nacidos
en diversas zonas geográficas, muchos de los cuales establecían su hogar por
largas temporadas en La Habana. Tan resonantes eran los triunfos de Alberto
Beltrán en Cuba, junto a la Sonora Matancera, como delirantes los del dúo Los
Compadres en Santo Domingo, o arrollador el triunfo de Arsenio en Los Estados
Unidos, o desconcertante y decisivo para el jazz la llegada a
ese género de tipos como Chano Pozo, Machito o Mario Bauzá. Los boleros de Luis
Kalaff sacaban lágrimas a cualquier despechado que, con unos rones de más y
junto a la Victrola de cualquier bar, repetía hasta la muerte:
«Aunque me cueste la vida». Billo Frómeta, con su banda gigante y
sus cantantes Felipe Pirela y Cheo García, era un ídolo en Venezuela. La
velocidad con la que se movía la música cubana era incalculable, la primera
mitad del siglo estuvo rebosante de ella. Vicentico Valdés, Benny Moré, Xavier
Cugat, Pérez Prado, Ignacio Piñeiro, Rita Montaner, Moisés Simon, Rolando
Laserie, Tito Puente, Johnny Pacheco, Billo Frómeta, Celia Cruz, Ernesto
Lecuona, Alberto Beltrán, Desi Arnaz, La Aragón, Chapotín, Arcaño y sus
Maravillas, Bienvenido Granda y una lista enorme que todos conocemos, hacían
mover los pies de millones de personas y millones de dineros eran producidos.
Rita
Montaner en la zarzuela María la O,de Ernesto Lecuona |
Pero todo este lujurioso acontecer cultural y comercial tuvo un traumático
corte, una contención abrumadora que comenzó a erigirse el primero de
enero de 1959. Dentro de Cuba, la década del sesenta fue el tiempo en el que
comenzó a desmontarse la eficiencia comercial de los medios más certeros de
divulgación que entonces tenía la música. La radio, la televisión, el disco y
las salas de fiestas entraron en un sistema económico en el cual la Ley del
Valor y las relaciones monetario-mercantiles fueron sustituidas por un sistema
criollo, «inventado». Un sistema presupuestario en el que la oferta y la
demanda no decían absolutamente nada, y costo, precio y ganancia eran palabras
escritas en los libros de economía capitalista; un sistema en el que lo
primordial era seguir los pasos políticos por los que se enrumbaba el «Gobierno
Revolucionario». Así, algunas figuras del parnaso musical fueron a dar al
exilio y nunca más volvieron a ser mencionadas. Unos, imprescindibles para hablar
de cubanía, como Ernesto Lecuona, fueron rehabilitados; otros, nunca más.
Paralelamente a esto y como un recurso de la política populista que llevaba
a cabo el gobierno de la isla, después de cerrar miles de centros de enseñanza
privada, entre ellos cientos de academias de música, grandes recursos fueron
invertidos en la creación de escuelas públicas de todo tipo, creándose en 1961
la Escuela Nacional de Arte. A pesar de imponerse la enseñanza marxista como
único método en las escuelas cubanas, la educación artística pudo mantener el
alto nivel académico que siempre tuvo. Incubándose nuevos músicos, con los
músicos profesionales absolutamente inermes a consecuencia de un sistema
económico errado, con las salas de bailes cerradas en su gran mayoría, mutilados
los mercados del disco, se fueron metiendo en la televisión y la radio, «clandestinamente»,
un montón de sonidos foráneos, y en una discreta apariencia o aparición fueron
llegando a las fiestas de familias y festivales de aficionados unos muchachos
raros con guitarras eléctricas y en el bombo de sus baterías unos carteles que
estremecían la vista y el oído: Los Kent, Los Gnomos, Los
Signos, entre otros.
Para paliar esa «penetración» intempestiva salieron algunos efímeros y
emergentes ritmos con ascendencia afrocubana. Encabezados por el tamborero Pello el Afrokán con su
ritmo Mozambique, le siguieron en la contienda Juanito Márquez con el Pa’cá
y Enrique Bonne con el
Pilón. Pero el mal era muy grande y la crisis comercial de la música
popular cubana en los sesenta no pudo ser paliada.
En 1964, el charanguero Johnny Pacheco, curtido en las salas de baile más
prominentes de los Estados Unidos, grabó un disco que se tituló El cañonazo. En
ese fonograma hay una pieza con letra del cubano de Rolando Bolaños que se titula
«Fanía»[1], y
este título lo utilizó Pacheco para registrar la empresa disquera que creó
junto a Jerry Masucci. Desde el principio, consciente o inconscientemente, la
idea fue llenar el vacío que provocó en el mercado la ausencia de los productos
relacionados con la música cubana.
La creación de una firma disquera al margen de Cuba, que reuniera lo que
más valía entonces en el parnaso del son, la rumba y la música caribeña, tiene,
sin dudas, sus causas en la necesidad que tuvieron aquellos artistas de
reencontrarse en sus propios intereses comerciales y espirituales. A Fania fueron
a parar Ismael Miranda, Bobby Valentín, Larry Harlow, Willie Colón, Celia Cruz,
Héctor Lavoe y todo lo que brillaba.
El primer gran acontecimiento de la Fania se produjo en el año 1971, en el
salón de fiestas Cheetah de Nueva York. Allí se hizo el primer
gran recital de la Fania All Star, se filmó un documental que se
tituló Nuestra cosa latina y se grabó un material con el que
se produjeron cuatro álbumes.
En Cuba, la década del setenta dio las primeras camadas de egresados de las
escuelas de arte, entonces comenzó a entrar sangre nueva y con alta preparación
académica a la música popular. Pero, cosas de la vida y el talento, uno de los
más importantes cultores del género resultó ser un autodidacta. Juan Formell,
recién salido de la orquesta de Elio Revé creó, en 1970, una agrupación que
desde entonces y hasta hoy se ha llamado: Los Van Van. Eran
aquellos los días en los que el dictador Fidel Castro se empeñó en producir
diez millones de toneladas métricas de azúcar durante la zafra 69-70. Corría
entonces una consigna que arropaba el país: «¡Y de que van, van!» Refiriéndose
a los diez millones de marras. Formell, como una irrefutable muestra de su
peculiar capacidad para tomar del entorno las esencias, entendió que aquella
consigna política podía ser su gancho publicitario y desde entonces, y por los
siglos de los siglos fue: Juan Formell y Los
Van Van. La orquesta, dentro de Cuba, fue la más popular; fuera, la
admirada por los músicos y desconocida por los grandes mercados.
Durante esa misma década aparecieron importantísimas agrupaciones
como Irakere, en la
que se reunieron instrumentistas como Chucho Valdés, Paquito D’Rivera y Arturo
Sandoval. Surgieron también, con músicos de cada una de las antiguas provincias,
varias bandas del tipo jazz band que se conocieron por todo el
país como Orquestas de Música Moderna. Se inventó también por esos años un
sistema de evaluación artística mediante el cual se establecieron los salarios
de los músicos de acuerdo con patrones que nada tenían que ver con la calidad
del producto terminado, convirtiéndolos en empleados públicos.
Tenemos pues que, ante los músicos de la isla se levantó, desde fuera, un
enorme obstáculo que les impedía llegar a los mercados y, desde dentro, se les
impuso un sistema económico que, pretendiendo limitar la música a su función
espiritual, cercenó, como una necesidad política del Estado, la función
comercial del arte. En tales condiciones, la ineficiencia administrativa
provocó, además, una completa dislocación en los recursos tecnológicos para la
creación musical y su transmisión por los medios modernos. La tecnología en la
radio, la televisión y el disco se anquilosaron.
Fuera de Cuba, la década del setenta fue decisiva para la aparición de un
producto que ocuparía el vacío comercial que causaron los eventos antes
apuntados. No se podía esperar más, ni el alma ni el bolsillo soportaban. En
1973, la compañía Fania anunció un despampanante
concierto en el Yankee Stadium, en el mismo escenario se
presentarían La Típica 73, El Gran Combo, Mongo
Santamaría y, para finalizar, las estrellas de Fania. Allí, como en
el 71 en el Cheetah, se quería repetir la fórmula de crear un
documental y producir algunos álbumes; sin embargo, cuando Fania All
Star salió al escenario, el público se desbordó en el terreno y
la situación se salió de control; entonces, hubo que abortar la presentación. A
pesar de todo, el documental se realizó. Eso fue posible porque poco después de
aquel fallido intento Fania All Star se presentó en el
coliseo Roberto Clemente, en San Juan, Puerto Rico.
Del Yankee Stadium tomaron algunas imágenes, lo otro fue
un montaje. Esta película, que llevó el título de Salsa, estuvo
concebida para hacerle creer al público que toda aquella música era un producto
de los afroamericanos y los latinos de los barrios de Nueva York, y que se
llamaba salsa. Sin embargo, al escuchar las piezas se aprecia
que: Que rico suena mi tambor, de Ismael Miranda y que canta él
mismo, es una rumba; Soy guajiro, también de Miranda, y que canta
Santos Colón, es un son; Diosa del ritmo, de Johnny Pacheco, y que
interpreta Celia Cruz, es una guaracha; Pueblo latino, de Curet
Alonso, en la voz de Pete El Conde Rodríguez, es una rumba;
y Mi gente, de Pacheco, interpretada por Héctor Lavoe, es una
rumba.[2]
Picture Sound Track Recording)
Sello: Fania Records – LPS 88651
|
Fuera de Cuba, el mercado obtuvo un nuevo producto y los bailadores
reanimaron la salsa, la sandunga, el salero, la
sabrosura. Repiquetearon los cueros, la vibración del bajo adelantado, con las
nuevas tecnologías, golpeó en el pecho. La clave, el tres, el cuatro, el
trombón y todo el arsenal sonoro que florece en la música afrocubana y caribeña
tomaron nuevos bríos en los mercados. El son, que no se fue de Cuba, como no
pueden írsele las rayas a un tigre, tomó nuevos caminos, nuevas apariencias.
Pasaron cuatro décadas y el embargo continúa allí, vergonzosamente enhiesto.
En la isla perdura un ineficiente sistema económico, obstinado, que sólo ha
servido para sustentar la dictadura más larga de la historia americana.
Continúa allí también el son y sus mil formas, la mulata, el negro, el blanco y
Cayo Hueso hecho jirones, la Virgen de Regla, los huesos del Benny y, entre
calamidades, un tambor que no dejará de sonar nunca. Una efervescencia rítmica
que no se vende, pero que tampoco se rinde. Un repique de tambor y mucha salsa. (Santo Domingo,
Cariforum No. 2, oct. 2000) Revisado para este blog el 24.02.2020
[1] Fanía Funché en
el texto original de Bolaños. Fanía de Estefanía y Funché de
comida (posiblemente en el argot afrocubano). Cfr. «Fania» C-3, lado B, en Mi
nuevo tumbao… Cañonazo. El gran Pacheco. Fania Records. LP 325, 1964.
Cfr.: funche. (n.d.) Gran Diccionario de la Lengua Española. (2016). Retrieved January 25 2019 from
[2] Cfr.: Fania All Star. Live at the Yankee Stadium. Vol. 1 Fania
Records (XSLP 00476)
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