viernes, 20 de noviembre de 2020

Yo fui el «hombre nuevo» y mis padres perdieron la patria potestad

Desde los Carlos y los Federicos, los Lenin, los Stalin y los Castro, todos pensaron que era imprescindible destruir la familia para que el comunismo y sus sectas marxistas ejercieran su hegemonía, y eso fue lo que hicieron. 

Maleta de madera para «la escuela al campo».
Dos o tres años antes de morir, mi padre me recordó algo de lo que apenas me acordaba: Fue un viaje que él hizo en septiembre de 1970 a un intrincado lugar, en las inmediaciones de San Nicolás de Bari, al que me habían llevado a hacer «la escuela al campo», y que él, después de viajar durante muchas horas para llegar a verme, cuando se encontró conmigo, yo lo recibí con una frase que le dolió, le dolía aun casi medio siglo después: «¿Y para qué viniste a verme?». 

Ese recuerdo me lo contó con dolor en el rostro, con pena por aquel recuerdo; sin embargo, yo, aunque lo recordaba, no le había dado la menor importancia. Así que después, tratando de reacomodar aquel pasado a la realidad, cuando han pasado cincuenta años, y revisando lo que había sucedido con aquel niño que entonces era yo, cuando apenas tendría unos dieciséis años, llegué a entender que hay una sola explicación para aquella frase.

A esa edad yo llevaba cuatro años separado de mi familia, como yo había querido estudiar música y las academias que hubo en mi pueblo desaparecieron gracias a la abolición de la propiedad privada impuesta por la dictadura, a los doce años me tuve que ir de la casa para estudiar en un internado en Cienfuegos bajo la tutela del «estado revolucionario», y allí, sin que yo me diera cuenta me fueron enseñando la doctrina, me fueron convirtiendo en un «hombre nuevo», me fueron dando las consignas y me fui alejando de mi familia, así que cuando vi a mi padre aquel día me sentía quizás como un «hombre nuevo», como un heroico guerrillero que ya no necesitaba ni del padre ni de la madre. ¡Vaya estupidez! ¡Vaya ingratitud!

No me siento orgulloso de aquella frase, tanto es así que no pude ni responderle a mi padre cuando él me contó aquel pasaje de su vida, me quedé petrificado y antes de poder recordarlo le pregunté: «¿Pero yo te dije eso?», y me dijo: «Sí, tú me dijiste eso después de haber pasado yo tanto trabajo para llegar a aquel campo con dos jabas de comida para que llenaras tu maleta de madera». Y ya, en aquel momento, en aquel campo en medio de la nada, ni él ni yo podíamos entender que mi madre y él habían perdido realmente la patria potestad, ya ellos no podían decidir sobre mi educación, no podían decidir dónde yo iba a dormir, no podían decidir qué iba a hacer de mi vida. Allí, como todos los niños y jóvenes, teníamos que levantarnos a las cinco de la mañana para ir al campo a hacer labores agrícolas que jamás en nuestras vidas habíamos hecho, niños menores de quince años, menores de edad éramos puestos a trabajar en el campo, hoy eso se denomina trabajo infantil y está muy mal visto, pero muy bien tolerado.

Hoy, después que han pasado tantos años, cuando ya conseguí desprogramarme de aquella profunda y obscena secta, de aquel profundo adoctrinamiento al que fui sometido, comprendo perfectamente por qué la familia cubana ya no existe, por qué eso que llaman el «hombre nuevo», es la marca más visible en los cubanos. Es terrible, son generaciones sin medidas, generaciones absolutamente dominables por el estado, dominados por el poder hegemónico del «estado revolucionario», un estado que hace lo que le da la gana con todos nosotros.

Nunca, nuestra familia, que en el núcleo éramos dos padres y dos hijos, nunca nos dimos cuenta del gran asesinato, del crimen que estaban cometiendo, del crimen que cometieron con nuestra familia. Mi madre y mi padre, muy revolucionarios, seguidores entusiastas de todas aquellas consignas que destruyeron sus propias vidas, allá se quedaron, allá enterramos sus cenizas, y sus dos hijos finalmente tuvimos que emigrar, y como emigrados adquirimos una categoría muy triste. No somos emigrados por gusto, no emigramos por buscar nuevos horizontes, sino por escapar de una realidad hostil -incluso aunque no nos diéramos cuenta de la mitad de las cosas-, y hemos llegado a un destierro donde en definitiva somos enterrados, porque, a diferencia de la gran mayoría de los emigrantes, lo que dejamos atrás se hundió, destruyeron nuestra cultura con conocimiento de causa, con perversidad, con un programa filosófico.

Desde los Carlos y los Federicos, los Lenin, los Stalin y los Castro, todos pensaron que era imprescindible destruir la familia para que el comunismo y sus sectas marxistas ejercieran su hegemonía, y eso fue lo que hicieron, y como la familia es el núcleo fundamental a partir del cual se ejercen todas las relaciones que se establecen en el proceso de conformación de una cultura, al demoler la familia estaban dando el primer y fundamental paso para demoler la cultura, sobre la cual echarían las bases de la cultura castrista. Y aquel día, hace casi medio siglo, aquel día que yo le pregunté a mi padre que para qué había ido a verme, yo era la muestra perfecta de aquella destrucción de los valores que habían provocado en mí, en un niño de apenas 16 años, pero que ya llevaba cuatro años sometido al rigor ideológico de un internado donde las veinticuatro horas del día era adoctrinado y sometido a lo que con mucha exactitud llama Orwell el «lavado de cerebro».

No me arrepiento, no me puedo arrepentir, pero siento mucho dolor por aquel niño que fui una vez, por mi inocencia y por la ingenuidad de mis padres, por aquella familia que había sido normal hasta el año 59 y que una década después ya prácticamente no existía. Le pido perdón a mi padre y a mi madre por haberme sentido muchas veces como un «hombre nuevo» y haber actuado en contra de los principios de la familia, y condeno al castrismo por haberles arrebatado a mis padres la patria potestad, con tanta perversidad, que apenas si nos dimos cuenta. 

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