jueves, 6 de septiembre de 2018

HAGIÓGRAFA, MONSIEUR

(Esta crónica de ficción se salió del tren en algún momento y por algún motivo fortuito, así que como estoy seguro de que alguien lo va a leer con mucho gusto, lo vuelvo a subir)

Las cosas de Baldomero
©ags

Ya no recuerdo cuándo murió Baldomero, la fecha se me pierde, pero su presencia es constante; ayer, como siempre, supe que reproducía una de tantas conversaciones con él porque me escuché diciendo: «Tienes toda la razón compadre».
«Me alegro de mi ignorancia», dijo él, pero como para entonces yo estaba acostumbrado a estos rebrotes, frases que le llegaban a la boca como si por ella el cerebro le drenara, no me provocó, como las primeras veces, ninguna duda. No pensé que estaba loco de atar ni que trataba de tomarme el pelo, ya me había dado cuenta que por momentos se iba, entraba en el pasado y se le escapaban fragmentos de conversaciones, frases que se le salían del recuerdo, ideas que no quería compartir ni mucho menos, pero que la lengua, como gaita que suena sin gaitero, sonaba.

En realidad, siempre eran como enunciados, como temas de una muy larga y razonada introversión, hervores que por lo general su inconsciente le obligaba a compartir aunque su conciencia así no lo quisiera, exhalaba una palabra, una oración que diera pié para debatir con algún prójimo, motivos que terminaban por convertirse en conceptos lapidarios, en categorías filosóficas, en juicios sociológicos, «en columnas dóricas del pesimismo» o en «centelleantes alucinaciones de optimismo».

Por todo esto y mucho más, me quedé en silencio un rato, el tiempo prudencial para que él terminara lo que estaba haciendo por allá, «en los recodos de sus neuronas», volviera a mirarme y sintiera que estábamos a punto de ser cagados por las palomas que, en bandadas, acababan de levantar el vuelo y pasaban por sobre el banco del parque en el que estábamos sentados. Le di tiempo para que lo despertara el sabor del café que se acababa de tomar en la cafetería de enfrente, y comenzara a hablar.
Entonces, cuando me volvió a mirar, como asombrado por mi presencia, le pregunté:
-¿Te refieres a la ignorancia tuya o la de…?
La de mi doméstica –respondió, y sin detenerse continuó-, eso decía ella mientras planchaba, y yo, que no me aguanto tampoco ante frases como esa, le hice la misma pregunta que me acabas de hacer.
Los días en que ella no iba a mi casa, ayudaba a una señora que recién se había regresado a París, una especialista en iconografía religiosa, una hagiógrafa… dime tú… y eso qué es aquí en esta ciudad, entre la Catedral, el Alcázar, Las Reales Casas y el realengo que le rodea. Entre esa fetidez que antes solamente venía del Río, pero que de un tiempo a esta parte se robustece en cada esquina, como si los restos de algún adelantado se estuvieran pudriendo todavía. ¿¡Qué pinta aquí una dama como esa!?
Ella estaba en mi puerta, había tocado muy discretamente y me preguntaba por Altagracia, mi doméstica, después supe que vino a pedirle que no fuera al otro día por su casa, que viajaría a alguna ciudad cercana muy temprano en la mañana… Para no sacarte de tus planes por los cambios en los míos te traigo tus honorarios, yo sé lo que es vivir al día… para la dama gala su viaje imprevisto no podía cambiar lo pactado entre ellas...
Pues cosas de cerebros del primer mundo, ella había venido una vez a esta ciudad con el sueño de ver la colección de piezas religiosas que hay en el Museo, sabía muy bien, por haber leído, que era valiosísima, y que algún Generalote las había comprado o las había recibido en donación cuando se le metió en la cabeza aquello de limpiar su ensangrentada imagen. Le dio por creerse que, apantallando al mundo con rescates patrimoniales, tiraría una cortina de humo a los…
…Y entonces supo que no había información cierta, ni estudios científicos, ni catálogo, ni catalogación, que faltaban piezas…y Altagracia se alegra de su ignorancia, porque como nunca antes la francesa le ilustró que el saber cuesta muy caro… bueno, en su caso ni tanto, con su mente europea finalmente se fue a la Otra Isla y dicen que por allá se la desquitó… ella fue una pieza clave en la reanimación de tres de los museos más importantes de allá… y que su padre tenía razón. Nada de escuela, nada de libros porque quien más sabe es quien más sufre…
Y entonces, después de todo eso, me volví a encontrar con la dama por aquí, salía ella de la Catedral, andaba aun con un tapabocas enrollado al cuello, y sus ojos rebosaban la felicidad que le provocaron algunas de las maravillas que vio en la cripta, a donde le llevó el mismísimo Cardenal, quien ensimismado con las valoraciones que hacía la dama acerca de lo que allí había, no pudo más, y como un amor a primera vista, la quiso contratar, pero ya el daño estaba hecho… ella se iba al día siguiente…
La invité a un café y allí hablamos largamente. De niña había estudiado en una escuela de monjas en Toulouse, al sur de Francia, donde vivían entonces sus padres, quienes murieron años después en un dramático atentado terrorista en Dublín. Ella por entonces ya estaba en un convento pero…
Su vocación, al parecer descolocada por la sacudida que le dio aquella tragedia, se inclinó por la vida laica, salió del convento, sepultó a sus padres y colgó los hábitos, aunque su pasión por las imágenes católicas no la abandonó nunca. Estudió Historia del Arte y terminó haciendo de la Sorbona su nuevo claustro, donde se doctoró en lo que es hoy su profesión. Ella está segura de que aquel bombazo pudo provocarle todo lo contrario, y estar hoy donde Dios la hubiera reclamado… pero ya ves. No vine a cambiar nada, pero suponía que no eran así las cosas, que las meritocracias existen a pesar de todo, que cuesta trabajo pero se llega, no podía imaginar que quienes están obligados a forjar una Nación la corroan…
Después de mi primer viaje me regresé a París y me puse a estudiar las fotos que había hecho y descubrí muchísimas cosas nuevas, lo cual no tiene la menor importancia, ese es el trabajo de un historiador, volver y volver sobre lo ya visto, volver sobre las piezas… a las que nos lleva sin frenos un deseo de disfrute, de emprender con ellas el largo y a veces interminable viaje del descubrimiento, de la impetuosa necesidad de remover los misterios que se esconden dentro de cada pieza de arte, dentro de cada objeto doméstico o religioso, no importa… Cuanto disfrutaron aquella vez mis estudiantes, casi niños, cuando les mostré en el Louvre, después de haber leído el Quijote, una bacía y su verdadero uso… el supuesto casco que le hizo portar Cervantes al Ingenioso Hidalgo… ver el objeto descorrió en sus mentes la caricatura que había querido pintar el genio español… y mis niños rieron con conocimiento de causa…
La risa que es tan buena para reconocer las inteligencias… dime de qué te ríes y te diré… Y a la dama se le ocurrió que todas esas nuevas las debíamos conocer aquí, en uno de los espigones de la conquista… de donde partieron muchos de aquellos locos hacia nuevos y mejores destinos…
En la embajada en París hubo una exposición de dos pintores de la Isla que viven en Francia y allí conocí a algunas personas con las que pude comentar mis hallazgos… claro que sí, pues vamos a vernos por allá, aquello es muy chulo, le va a encantar nuestra cocina criolla… sí… ya estuve y me encantó… El Agregado Cultural me visitó en mi apartamento de Montmartre y charlamos largamente, le mostré algunas fotos y le comenté algo de lo que yo había descubierto, y se mostró muy interesado, sobre todo cuando le dije que yo pagaría mi pasaje… De una vez le pidió que pasara por el consulado para firmar un pre contrato o carta de intención. En la capital de La Isla esperaban por mí.  
No pasó de la primera página el informe de la Dama, cuando comenzaba a redactar la segunda apareció un virus informático, un Troyano. Ya para ese entonces parece que ella había visto y escuchado cosas que le hicieron pensar en la posibilidad de que estuviera creado para monitorear, subrepticiamente, todo lo que ella hacía en las computadoras… pero sabiendo la prosapia de mis compatriotas, yo no lo creo, fue pura casualidad.
Pudo rescatar alguna información, evadir los daños y terminó su primer informe y lo envió, pero horror…, error le rectifiqué yo, no hubo respuesta, y como creyó que quien calla otorga, continuó. Un buen día llegó a la oficina y no había nada, ni escritorio, ni computadora, ni nada, sólo un papel con algunas faltas ortográficas y rocambolescas redacciones en el que «la parte contratante» daba por «terminado el vínculo laboral».
Ni Kafka lo hubiera hecho mejor monsieur, me quedé sin palabras, pero eso no fue todo. Un funcionario del Ministerio la llamó a su celular para decirle que era impensable que alguien viniera de afuera a cambiar nuestra historia, las descripciones de las piezas que allí están son infalibles y usted no puede estar creando conflictos. Aquí no creemos en sus títulos de la Sorbona ni en su currículo.
Me alegro de mi ignorancia don Baldomero, ¿usted no cree que esté en lo cierto? Me dijo finalmente la muchacha mientras planchaba. Para ella lo más fácil era cortar por lo sano, seguir en la inopia era lo que menos trabajo le costaría, así que le pregunté: ¿Tú me admiras o me envidias? y ante su cara de «despalabrada», comencé una larga disquisición.
No sé si ella habrá entendido algo, pero… la admiración, que es eso que algunos llaman la envidia buena… no hay envidia buena, jamás podrá ser buena la envidia, porque es un sentimiento asqueroso, propio de los enanos mentales, de los inseguros, de los que odian ver en otros las virtudes que saben imposibles en ellos… pero como te decía, la admiración es un sentimiento dulce, que te ensancha el espíritu y te hace muy feliz porque sabes que al menos hay alguien capaz de hacer lo que tú no has podido, que hay otros que pueden hacer lo que tú sueñas hacer en algún momento, y si otros lo hacen tú también puedes, la admiración se siente como un dulce cuando el admirador no se ofende por la sabiduría de otros, y toma al admirado como ejemplo para seguir sus pasos. El admirador construye y el envidioso destruye, esa es la cuestión.

Después de esto Baldomero se levantó del banco en el que estuvimos sentados por más de media hora, y como si yo no existiera se fue andando lentamente… entonces ayer, afeitándome frente al espejo, me escuché decir: «Tienes toda la razón compadre»

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