Las cosas de Baldomero
“Baldomero murió hace mucho”. Fue lo único que dijo el abogado cuando me llamó por teléfono. Ni siquiera tuve capacidad en ese momento para formular alguna pregunta, porque fue parco, directo y cortante cuando concluyó la frase: “Soy su albacea y tengo una herencia que entregarle a usted”. Después me hizo anotar la dirección de su oficina y “hasta luego”.
Nunca tuve la menor idea, de cómo se las arregló el doctor para dar con mi paradero, porque Baldomero lo único que dejó escrito fue: “Para el contrabajista de la sinfónica: ….”. No conocí a nadie de su familia, y a ninguno de sus amigos, siempre él acudía solo a los conciertos y era en esos eventos donde nos encontrábamos algunas veces, y aunque luego podíamos desplazarnos a cualquier lugar público, el punto de partida siempre fue un concierto. Por eso, la infausta noticia la tuve mucho tiempo después de sus funerales. “Un infarto al miocardio”, comentó el doctor como si tal cosa cuando acudí a rescatar mi herencia.
Nunca recibí nada igual, nunca fui citado para algo parecido, así que las expectativas me hicieron soñar. Más bien fueron ideas lúdicas, que me pasearon por intrincados recovecos de otras vidas, sobre todo de personajes de novelas y películas de Hollywood. No negaré que me vi millonario, lleno de dinero y comprando músicos para hacer una orquesta y meterla en un teatro mandado a hacer a mi gusto. Me sentí como un nuevo Wagner.
Claro, que todo era derrumbado por la razón, por la experiencia de haber conocido a Baldomero y suponer que él no pertenecía a la aristocracia dominicana, sino que trató de ascender y mantenerse en la clase media a fuerza de mucho batallar.
Pero no somos capaces de dominar las ilusiones, y ante esas razones anteponía claras sinrazones. El conocerle, aparentemente fuera de su contexto cotidiano, me daba un margen para creer en lo imposible, a las diez de última, yo nunca conocí a Baldomero… Pero ese era otro tejido, otra trama que se abría ante mí. Quizás fui la única persona que conoció a Baldomero, al que me dejó la herencia, y no a quien se firmaba en documentos y contratos con un nombre bien distinto… Thomas Macmillan Sainte-Beuve.
He aquí tamaño argumento, para entrarle de lleno a la idea de que en cuanto firmara algunos papeles, recibiría una millonada de mi casi amigo Baldomero… pero a su vez esta tesis me llevaba a todo lo contrario. Él fue un tipo que no amasaría dinero y propiedades para al final regalárselas a un desconocido.
En eso pasé las veinticuatro horas que le precedieron a mi llegada a la oficina del albacea, donde por supuesto la realidad y la razón me volvieron a situar sobre la tierra. Sin mucho protocolo, me fue leído un párrafo del largo documento y luego recibí, de manos de una joven secretaria, un libro de tapa dura y forrada en hilo verde, que adiviné alguna vez tuvo sobrecubierta, porque nada decía en la portada, donde sólo tenía una lira dorada bajo un ramo de olivo, y en el lomo una inscripción: L. Stokowski MÚSICA PARA TODOS NOSOTROS.
Supongo que mi cara debió ser concluyente, porque nada más se dijo, fue cerrado el expediente y llevado otra vez a uno de los cajones del escritorio. Fui conminado a llegar hasta la puerta, que con un “hasta luego” mediante se cerró a mis espaldas.
Así, me vi al rato en la calle, hojeando un libro editado en 1954, por Espasa-Calpe, S.A., en Madrid. Tenía en mis manos, la cuarta edición de un libro muy citado por mis profesores y que nunca pude ver “en persona”, porque durante mis años de estudiante, el único que se publicó en Cuba, de ese tipo, fue CÓMO ESCUCHAR LA MÚSICA, de Aaron Copland… vaya usted a saber por cuáles motivos. Ambos, son libros para amantes de la música, para cultivar a aquellos que de una forma u otra están interesados en comprender y disfrutar con mayor intensidad los sonidos.
Recuerdo que el de Copland lo leí casi de una sentada, con muchos deseos, en una edición HURACÁN que me fue imposible conservar, por la impertinencia de sus páginas de papel “cartucho”, insistentes en deshojarse como margaritas al mínimo contacto, y que terminaron calcinadas, no por el fuego, sino por la humedad y el calor del trópico habanero después de muchos esfuerzos por atesorarlas.
Pero ahora tenía en mis manos una edición de Music for all of us, traducida al español por Antonio Iglesias, la herencia de Baldomero, el libro escrito por uno de los más rutilantes directores de orquesta que conoció el siglo XX, el hombre que contó con la producción de Walt Disney, y la dirección de Jamas Algar y Samuel Armstrong para grabar la música de la película Fantasía, la que hasta hoy, según mi modesto entender, sigue siendo el paradigma de la filmografía didáctica en la enseñanza de la música…
Leopold Stokowski, había sido nuestro tema de conversación muchas veces, y si mal no recuerdo, Baldomero me comentó que lo había visto dirigir una vez en el Carnegie Hall, algo que me pareció mentira, y que la Fantasía la había visto unas veinte o treinta veces… lo que creí exagerado.
Al descubrir esto en mis recuerdos, encontré algún motivo para que Baldomero decidiera regalarme el libro, que a todas luces había leído hasta la saciedad. Me descuidé entonces en la búsqueda de otras razones para ser merecedor de una herencia de tales magnitudes, y al no encontrar un parque con bancos aparentes, para sentarme a leer con tranquilidad mi nuevo libro, tomé mi auto y busqué la sombra de un árbol en una calle de Gazcue, y ahí comencé a descubrir, mediante los subrayados hechos a todas luces por Baldomero, algunos de los conceptos que él vertía con frecuencia en sus conversaciones y que dominaba al dedillo.
En eso estaba, cuando creí encontrar por fin la clave, el verdadero motivo de que el difunto se acordara de mí cuando concibió lo efímero de nuestros cuerpos, y decidió dejar por escrito sus últimos deseos.
En el capítulo 23, había pegado un papelito azul que decía: “El subrayado de la página 160 es mío, y ¿sabes qué?, eso es lo que tenemos todavía. Pura y rampante mentalidad cinquechenta en pleno siglo XXI”.
En realidad volví a quedar completamente despistado en la búsqueda de los motivos de mi herencia, porque si bien es cierto que fuimos hurgoneros, críticos y revisionistas en nuestras conversaciones, jamás Baldomero hizo mención de este subrayado, que al parecer había hecho poco antes de su muerte, bajo el subtítulo: “La colocación oportuna de los instrumentos de la orquesta, desde el punto de vista de la sonoridad y su empaste”.
Descubrí que el subrayado no era muy antiguo, porque estaba hecho con un marcador azul, el mismo que un día me pidió prestado en un ensayo y jamás volví a ver, era una suposición endeble, pero la asumí como una verdad parcial, porque de que era un marcador azul no tenía la menor duda… ese artículo salió al mercado hace menos de veinte años... y aunque esta pudiera ser otra razón canija, así lo dejé.
No sé por qué me desbarranqué en otro montón de especulaciones, que me llevaron a recordar el calificativo que recibí, de un aplaudido director de orquesta mientras sosteníamos una plática escabrosa: “Eres un librepensador”, me dijo, y como nunca capté el pleno significado de aquel apelativo, intenté buscarle nuevamente su “quinta pata”, me metí a resolver, a esa hora, el sentido de lo dicho, traté de comprender si había sido como ditirambo o me estaba colocando un estigma…
Cosas de las entendederas, fue el mismo personaje quien comentó: “Dirige muy bien, este país le queda chiquito”, refiriéndose a un director extranjero que posiblemente sería nombrado como Titular de la OSN. Entonces, entendí perfectamente que era una mácula muy elegante, que le estaba colgando al forastero con refinada mala intención; sin embargo, cuando se refirió a mí no logré captar el mensaje justo…
Quizás, debí leer el subrayado antes de entrar en disquisiciones acerca de alcances de otro tipo, y estarle buscando la “quinta pata al gato”, como dicen a veces quienes tienen que lidiar con la oposición de “razones inconvenientes” ante sus órdenes y sinrazones.
Pero nada, antes de leer traté de descubrir lo superfluo, la hojarasca y demoré el entendimiento mirando la calma relativa de la calle y escuchando el ruido de las avenidas Bolívar y 27 de febrero, lejanas y paralelas, que seguramente a esa hora estaban colmadas de vehículos de todo tipo, con sus bocinas a todo pulmón, perpetrando un cluster magnífico y sostenido, como un pedal infinito.
Repasé, para saber si tenían relación o no con las cosas de Baldomero, las últimas cartas cruzadas entre los músicos de la OSN, y un Subsecretario de Estado, que se hicieron públicas en diversos medios periodísticos de Santo Domingo, en las que; por una parte, los músicos demandaban mejoras en los sueldos y se declaraban en vigilia; y por la otra, el funcionario oficial, aseveraba que, como se avecinaba un proceso electoral, algunos de los miembros de la Orquesta querían pescar en el río revuelto, como ya es costumbre de ellos… (¿¡)
Pero nada de esto alcanzó a conocer Baldomero, porque la parca se lo había llevado algunas semanas antes. Aunque ciertamente, esta más o menos, había sido la historia de la OSN, una obra con muchos dacapos y en diversos tempos, así que esta situación no la tomé en cuenta, por manida, y continué en mi anodina búsqueda.
Anduve por tantas elucubraciones, que en uno de los estadios comencé a admitir, que el amigo daba señales oscuras para hacerse el importante desde el más allá, para convencerme de que fue un tipo más sabio de lo que aparentaba… pero Baldomero no era de ese material, descarté la hipótesis y seguí por otros derroteros hasta que por fin, sin otra alternativa, comencé a leer el subrayado de la página 160.
“En Europa, en los siglos XVI y XVII, la orquesta, tal y como la concebimos en nuestros días, evolucionaba lentamente. […] Los […] aristócratas y príncipes-mercaderes del siglo XVI. […] Explotaban a los pintores y la pintura, a la música y a los músicos, como un medio de exhibición de sus riquezas, en lugar de intentar la comprensión de las artes. Estaban ciegos ante la esencia eterna, escondida bajo los aspectos exteriores de las artes”.
Hay autores que afirman que la risa es la medida de la inteligencia, pero nunca sabré con certeza por qué tuve que reír por tanto tiempo, incluso ahora, al escribir esta crónica me sigo riendo… no sé por qué.