lunes, 19 de mayo de 2008

LA MÚSICA ES POLVO EN EL VIENTO

Las cosas de Baldomero

Su nombre de pila es Thomas Macmillan Sainte-Beuve, pero le dicen Baldomero. Eso lo supe mucho tiempo después de conocerlo, me lo dijo, como la cosa más natural del mundo, en la pausa de uno de los ensayos para el estreno de la ópera 1492, de Antonio Braga, que estaría en escena para celebrar el quinto centenario del descubrimiento de América.

Lo primero que Baldomero me dijo esa noche, cuando nos encontramos en el Teatro Nacional, haciendo alusión a mi comentario acerca de su nombre el día en que nos conocimos, fue que él no era un tipo tan raro como el “Baldomero” de Virgilio Piñera, y que, aunque algunas veces había sentido deseos casi incontenibles de agarrar a alguien por el cuello y estrangularlo, jamás se lo había tomado completamente en serio, esos momentos de ira no pasaban de ser tormentas pasajeras, tempestades o vaguadas que se deshacían como el sonido y el tiempo... y repitió: “el sonido y el tiempo...” y con esa frase comenzó el ciclón, uno de esos huracanes de ideas en los que usualmente Baldomero y yo nos metemos cada vez que nos ponemos a conversar. Pero antes, volviendo a su genealogía, me dijo: “Soy un mestizo puro... y todas sus consecuencias... mi madre nació en Basse-Terre, capital de Guadalupe, mi padre, en Road Town, en la isla Tórtola, capital de Islas Vírgenes... y yo en Puerto Plata... que tú sabes donde está y...” y ahí mismo saltó para otra cosa, inmediatamente se viró para la obra de Braga: “... no me gusta nada, pero por ahora son los ensayos, vamos a ver el día del estreno, ya veo que el Maestro Carlos ha tenido que hacerle algunas podas a la orquestación original, pero por ahora no hay nada que concluir, el tiempo dirá... si acaso... bueno sí... por ahora puedo pre-concluir que los momentos que más me gustan suenan a Verdi, Puccini, o Mascagni...”.

Él estaba siguiendo el montaje de la ópera, y según me dijo no se había perdido ninguno de los ensayos, pero en esos días andaba complicado con unos negocios y siempre tenía el reloj encima, por eso no había ido a saludarme, se sentaba en una butaca cerca de la puerta y al terminar el ensayo se iba corriendo. Ese día, como el tiempo estaba a su favor, después que se acabó todo, guardé mi instrumento y nos fuimos al restaurante Maniquí, que está justo detrás del teatro, y allí nos sentamos a “conversar” unas cervezas y a cenar.

“Fíjate bien –me dijo a quemarropa después de ordenarle al mozo que nos trajera dos Presidente... pequeñas y heladas-, ¿vez aquella foto?, es una mujer bella ¿verdad? ¿Quién la recordaría hoy si esa imagen no estuviera ahí, colgada en la pared, justo a la entrada del baño de las damas, como para recordarle a todas cuan bella puede ser una mujer? Nadie, absolutamente nadie en el mundo recordaría el nombre, la obra y la belleza de María Montez, nuestra Sara Bernhard, si nosotros no la hacemos perdurar... en el tiempo... se esfumaría como... la pobre música nuestra de cada día, hace tiempo que ella comenzó a vivir tan sólo el momento, a existir nada más que en el efímero presente, dejó de tener quien la eternice, quien le dé carta de presentación ante la posteridad...

Yo, como siempre, trataba de ir atando los cabos que Baldomero dejaba sueltos en su conversación. Él podía traer temas de otros encuentros, ideas que quizás debatió, conmigo o con otros amigos, hacía muchos días... o mucho tiempo... y colocarlos en medio del diálogo como si nada, él podía unir en un solo párrafo elementos inconexos, podía ser muy surrealista, mencionar temas y dejarlos a su libre albedrío, sin la menor explicación y... que entienda quien pueda. Otras veces era muy explícito, claro, preciso, y redundante, pero este día de octubre, en las vísperas del quinto centenario, mi amigo era todo un lío, iba de las parrafadas más ininteligibles hasta el más pedagógico y didáctico modo de hablar, y yo trataba de comprender.

“Desde que los periódicos comenzaron a eliminar a los críticos musicales de su nómina, la música aquí se pierde con la brisa. De lo que suena nada quedará para después, nadie sabrá mañana lo que hicieron hoy, nadie sabrá absolutamente nada, y quedarán en el olvido más hermético todos los que pusieron su empeño en tocar esas obras, todos serán olvidados. No se salvarán tampoco ni mecenas, ni ministros, y cuando pasen veinte, cincuenta o cien años, no habrá manera de demostrar que en Santo Domingo, durante la última década del siglo XX, se hacía música de calidad... nadie sabrá si era bueno o malo lo que aquí sonaba, nadie sabrá si hubo buenos o malos músicos, si la orquesta sinfónica sonaba bien o mal, si fueron buenos o malos los directores, no se les recordará porque nada quedará registrado, no habrá en el futuro críticas ni fonogramas fidedignos, esta será una época silenciosa para nuestros nietos y tataranietos, nadie recordará siquiera a los mecenas que con tanta pompa aparecen cada día en las páginas de “sociales”. De nada valdrá que se conserven por ahí cientos de imágenes, cientos de discursos, y programas de mano, no servirán de referencia las alabanzas oficiales, o la crónica de farándula. Esta época en el arte musical de Santo Domingo está condenada al olvido... Todo lo que se escuchó, si no se grabó en discos o relató debidamente, será silencio. Mientras no se recojan los sonidos de algún modo, ellos desaparecerán en el tiempo. Un concierto es como un arco iris después del temporal, y desparece como polvo en el viento... se pudre bajo las hormigas, como diría tu compatriota Emilio Ballagas... se muere si no hay quien relate debidamente su existencia.

Baldomero terminó así uno de los monólogos más largos que le había escuchado hasta entonces, pidió otra Presidente, y el mozo se llevó con los platos el recuerdo de una cena exquisita.

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