Un genio trashumante del Caribe.
Sólo se hunden para siempre al morir , en la soledad y en el silencio,
aquellos que de su paso por el mundo no dejaron más huella que una
sombra. Porque para los héroes, pensadores, poetas, artistas, para
cuantos en fin cruzaron el mundo dando luz, morir no es acabar,
sino cambiar de vida. (*)
En 1781 llegó a París Giovanni Battista Viotti (1755-1824), alumno de Paganini, quien sería uno de los iniciadores del movimiento violinístico de mayor importancia hasta su época y quien propiciaría la consolidación de la escuela francesa de violín durante la primera mitad del siglo XIX, escuela que se convirtió en el centro del desarrollo y el punto en el que confluyeron instrumentistas de todas las latitudes.
Cuba no escapó a aquel influjo. Silvano Boudet (1828-1863) y José Domingo Bousquet (1823-1875) estuvieron entre los primeros músicos caribeños que llegaron a París en busca de la maestría técnica e interpretativa de aquella escuela.
Boudet, de regreso a su patria ocupó el cargo de Maestro de Capilla en la Catedral de Santiago de Cuba; Bousquet, después de concluir sus estudios en París inició una extensa gira por Europa y los Estados Unidos y finalmente se estableció en La Habana. Fue principalmente a través de ellos, y del belga José Vander Gutch, residente en La Habana, que llegó a Cuba la escuela francesa de violín.
En 1852, entre templos y jolgorios, tabernas, monasterios y caminos, el violín, ya había cumplido más de 300 años de zancajear por toda Europa. Hacía un siglo que en la Siempre Fiel Isla de Cuba negros y blancos, criollos y españoles domaban cuatro cuerdas con un arco de pernambuco y cerdas; y en eso, el 4 de agosto, en la calle Águila, en la casa que llevaba el número 168, en La Habana, nació Claudio José Domingo Brindis de Salas, quien sería poco tiempo después El Paganini Negro.
Fue en su propio hogar donde Brindis inhaló los mágicos vapores que encienden el genio musical, fue su padre quien le mostró la puerta por la que entran los grandes. La familia, de la raza negra, siempre disfrutó de una posición social relativamente cómoda, muy lejos del barracón, el cepo y el látigo que sufrieron sus ancestros. Por varias generaciones las dos familias, la materna y la paterna, estuvieron involucradas con los cuerpos castrenses de la metrópoli lo cual garantizaba ciertas ventajas, sobre todo, y la más importante: el acceso a la cultura y los medios culturales de la época. Así, guiado por la mano maestra de su padre, el niño Claudio José Domingo pasó por las clases del criollo José Redondo y luego por las del belga Vander Gutch y estos estudios le servirían de base para que, en fecha tan temprana como el año 1869, a los diecisiete años de edad, fuera recibido en el Conservatorio de París donde ya para entonces brillaba lo mejor de la violinística mundial.
Camilo Ernesto Sivori (1815-1894), quien fuera alumno de Nicolo Paganini, eminente violinista y gran exponente del virtuosismo romántico de la primera mitad del siglo, fue, en el Conservatorio de París, quien guió al artista de ébano. Todo parece indicar que fue en su clase en la que Brindis perfeccionó el infinito arsenal técnico con el cual asombraría a las audiencias del mundo entero. En París, también tomó clases con el belga Hubert Leonard (1819-1890) y completó sus estudios con el también violinista y pedagogo Charles Dancla (1817-1907). En 1871, al culminar sus estudios, Brindis de Salas obtuvo el Primer Premio del Conservatorio de París, galardón que ya habían recibido Henri Wieniawski, Jaques Thibaud y George Enescu.
Con este premio el joven Brindis inició una veloz y brillante carrera como concertista. Sus aplaudidas virtudes lo llevaron a partir de entonces a los principales centros culturales del mundo y la crítica de la época se rindió ante su exquisito arte. Después de su debut en París, Oscar Commentant, reseñó que era “...un artista de gran talento”; en Florencia, el Courriere Italiano, refirió que “el joven negro maravilló y llenó de entusiasmo al auditorio”; en Milán, La Gaceta del Teatro, registró que Brindis arrancaba al violín dulcísimos sonidos y acentos apasionados.
Siete años duró aquella, su primera gira europea, y a finales del año 1875 regresó a América, venía con el título de Director del Conservatorio de Haití, cargo que nunca ejerció, y recorrió Centro América en un desenfrenado paso por las más importantes salas de concierto. En 1876 Brindis estuvo en Venezuela, donde se presentó en conciertos junto a grandes personalidades del arte musical, y no sería hasta 1877 que su patria lo volviera a ver. En Cuba, luego de presentarse y ser extensamente ovacionado en los teatros Payret y Tacón se fue con su música por todo el país y así le siguió México y otra vez Europa.
En ese vertiginoso ir y venir, el 6 de noviembre de 1895, a bordo del vapor Julia y procedente de San Juan, Puerto Rico, llegó a Santo Domingo el genial Claudio José Domingo Brindis de Salas y Garrido, o Chevalier Brindis de Salas, o Caballero de Brindis, Barón de Salas, o el Rey de las Octavas, o el Paganini Negro, que por todos estos nombres se le conocía. Llegó precedido por lauros y fama, y en el momento en que sus virtudes de artista estaban en el punto más alto de su carrera, ya para entonces su vida y obra andaban de boca a oído.
El siglo XIX iba llegando a su fin, había sido la centuria de la exaltación del ego a través de los alardes del virtuosismo. La época Romántica había elevado al rango de divinos a aquellos que conseguían de sus instrumentos los más inusitados efectos. Artistas como Lizt, Chopin, Sarasate o Paganini habían sido adorados. Los artistas concertantes, con sus malabares, locas gimnasias y desgarradoras melodías hacían del público una presa lacrimógena.
Cuando El Paganini Negro, así llamado por los italianos, llegó a la capital dominicana, ya era amo y señor de las cortes de Europa, y los públicos de Berlín, San Petersburgo, Londres y Madrid caían extasiados ante su genio. Ya en Francia había sido merecedor de la Legión de Honor. Era también, como muchos de su estirpe, un genio trashumante, hedonista, y apasionado, todo lo cual se trasmitía sin dudas a su estilo interpretativo, un estilo desbordado, sin limites en las partituras que enfrentaba. Brindis era un espectáculo irrepetible en cada concierto.
La noche del domingo 10 de noviembre de 1895, enfundado en negro frac y ostentando las condecoraciones ganadas en los cuatro puntos cardinales, debutó el Barón de Salas ante el público dominicano, había llegado con su Guarnerius a embrujarlos a todos.
Aquella noche el teatro La Republicana –hoy Panteón Nacional- registró un lleno completo. La señorita Claudina Amparo Vázquez, artista muy joven entonces, fue quien le acompañó al piano. El instrumento de gran cola, pertenecía a la familia de don José Martín Leiva y cuentan que para esa primera noche, el Barón de Brindis no quiso hacer un riguroso ensayo. En la residencia de los Vásquez, en la calle Mercedes esquina Hostos, el Guarnerius no se dejó escuchar como manda un ensayo antes de un debut, fue la señorita Claudina quien debió tomar al vuelo lo que el Maestro tocaría. De todos modos, el éxito fue tan grande que el público pidió a voz en cuello otra jornada, y luego otra y otra.
El jueves 14 y el domingo 17 volvió Brindis a disponer a su antojo de los aplausos del público. Dicen que el delirio les llegó cuando se estrenó la Serenata de los Ángeles, de Braga, en la que actuó, junto a Brindis y Claudina, el cantante Juanito Vásquez, hermano de la joven pianista. Fue tan resonante su paso por Santo Domingo que el 11 de noviembre la crónica que publicó el periódico Listín Diario afirmó que: “El violín de Brindis de Salas no es un violín (...); es un ser humano, un ser que solloza, que gime, que llora, que ríe, que ama, que ruge, que palpita de amores infinitos (...), que vive allá en las regiones que no han de tomar jamás cuerpo en este mundo”.
Concluidas sus presentaciones en Santo Domingo, Brindis fue a derramar su genio por otras ciudades de la isla. El 30 de noviembre, el entonces director del periódico Listín Diario, don Arturo Pellerano Alfau, organizó una excursión al poblado de Azua en la que participaron jóvenes capitaleños y que partió por mar a bordo del vapor Júpiter. En aquel festivo viaje estuvo enrolado también el violinista cubano Brindis de Salas.
Aunque sólo duró una noche la travesía, la marejada batió con tanta fuerza al pequeño navío que al amanecer, cuando llegaron al puerto de Tortuguero, todos eran una calamidad. Desembarcaron bajo la lluvia y para trasladarse hasta Azua, las damas y el artista, dispusieron de coches, pero el resto debió cabalgar. Sin embargo, nada impidió el tremendo recibimiento.
Después de su presentación en Azua Brindis iría a Baní, San Pedro de Macorís, Santiago de los Caballeros, Moca -donde el 11 de enero de 1896 el artista se hizo acompañar al piano por Dionisia del Orbe, hermana de Gabriel otro de los grandes violinistas de estas tierras caribeñas-, y Puerto Plata, donde el día 4 de febrero, Brindis dio su primer concierto a beneficio de la guerra de independencia que se libraba en Cuba.
El paso del violinista de ébano por Dominicana llegó a su fin en los últimos días del mes de febrero de 1896 y fue la ciudad de Monte Cristi, lugar de íntima ligazón con las luchas libertarias cubanas, la tierra que le dio el adiós. De aquella gira se conservan dos importantes documentos: Una copia del programa del concierto realizado en Moca y una copia de La abuelita, pieza original para piano de Gustav Lange, en trascripción para violín y piano hecha por Brindis (**) para lucirse con acrobacias y malabares en dobles cuerdas, con pasajes escabrosos, y que el violinista de ébano incluía a menudo en sus conciertos.
El astro, iba a continuar su camino de triunfos y fama, iba a continuar su trashumancia hasta el final de sus días. Continuó tocando por el camino de su vida hasta el fin, hasta que la esbeltez de su figura de ébano quedó consumida por la tisis.
Y fue en América donde Brindis expiró. ¿Fue quizás el capricho de un ser voluble? ¿Fue el postrer deseo de quien se siente enfermo y no está dispuesto a dejar sus huesos tan lejos de la tierra que le vio nacer? El hecho es que El Rey de las Octavas, nacido en Cuba, naturalizado alemán, con familia germánica y aupado en toda Europa, volvió a América con la intención de establecerse por segunda vez en Buenos Aires.
Ya en 1889 la ciudad rioplatense le había servido de varadero. Llegó a ella pobre y con el recuerdo de sus glorias. Sus riquezas diluidas y nubladas por una personalidad que vivía a manos llenas. Que se bebía el mundo en una copa. Y la sociedad porteña lo vio triunfar y él volvió a verse en las alturas, aplaudido y con riquezas. Dos años duró su gira por Argentina entonces, y triunfó en todas las ciudades que visitó.
Llena la bolsa y restablecido el ego volvió a Berlín. Probablemente, Brindis quiso intentar nuevamente la fórmula que antes le dio tan buenos resultados. Llegó a Buenos Aires, por segunda y última vez, a bordo del vapor Patricio de Saratrústegui a fines del mes de mayo de 1911. Venía de España donde había dado su último concierto en el teatro Espinal, en Ronda. El genial Claudio José Domingo Brindis de Salas y Garrido, apodado por los italianos El Paganini Negro llegó a la ciudad sudamericana después de veinte años de ausencia, llegó solo, deshecho y enfermo. Se hospedó en una pobre posada de la calle Sarmiento en el número 357 y a nadie dijo su nombre; estuvo allí por dos días y, errante hasta el fin, se mudó después a otra tan pobre como la primera, era la posada Aire dei vini, en el Paseo de Julio 294. De ella salió en coma el 31 de mayo rumbo a la Asistencia Pública. Para atenderle, tuvieron que quitarle los harapos que vestía, y debajo, como última prenda de orgullo, encontraron un corsé mugriento. En los bolsillos había un pasaporte y un programa de concierto. El pasaporte decía: “Caballero de Brindis, Barón de Salas”. El potador murió en la madrugada del 2 de junio de 1911.
Sus restos fueron depositados en una fosa de pobres en el Cementerio del Oeste gracias a la generosidad de algunas personas que se sintieron en el deber de honrar los lauros de tan magnífico artista. Pero su alma peregrina no se iba a detener aun. Su nombre volvería a la palestra seis años después. La Dirección de la necrópolis que había acogido sus restos anunció que, ajustándose a las normas, se vería en la necesidad de arrojar los despojos de El Paganini Negro al osario común.
La prensa y las fuerzas vivas de Buenos Aires reaccionaron de inmediato. El día 11 de junio de 1917, el diario bonaerense La Razón, bajo el título de: “Brindis de Salas al osario común”, publicó: “Es muy triste cosa que la posteridad no sepa dónde descansan los restos mortales de uno de los más excelsos artistas, de los más privilegiados temperamentos musicales y es triste cosa que lo hayamos abandonado así”.
Estos pronunciamientos de la opinión pública argentina originaron todo un movimiento que consiguió que los restos descansaran en el mismo sitio hasta que el gobierno de la República de Cuba se hiciera cargo de ellos. El 2 de junio de 1918, en el aniversario de su muerte, distinguidas personalidades de la vida política y cultural bonaerense, así como la colonia cubana residente en la ciudad, homenajearon al artista y sus despojos fueron cubiertos de flores. Su vida y obra fueron vueltas a elogiar.
Doce años después en La Habana, el 26 de mayo de 1930, era bajada del vapor Sub-cubano la urna conteniendo las cenizas del gran violinista. Luis Perlotti, el famoso escultor, modeló la pieza que luego fue fundida en bronce en el Arsenal de la Guerra de Buenos Aires. El mismo día 26 la Academia Nacional de Artes y Letras de Cuba se reunió en sesión solemne para honrar a Brindis de Salas y a la mañana siguiente fue depositada la urna cineraria en le Panteón de la Sociedad de Músicos Cubanos. Sin embargo, no sería aquella su última escala en el viaje sin fin del gran violinista. Años después, fue trasladada a la antigua Iglesia de Paula, en La Habana Vieja, donde por mucho tiempo permaneció empotrada, tras un cristal, en una de sus voluminosas paredes. A finales del siglo XX el monumento entró en restauración y la urna con los restos se trasladó temporalmente al Museo de la Música donde permanecieron hasta que dicha iglesia fue reacondicionada como sala de conciertos, un auditorio que lleva por nombre Brindis de Salas y donde, definitivamente, reposan los restos del legendario artista. ¿Definitivamente?
(*) De las palabras que el Dr. Néstor Carbonell, entonces Ministro de Cuba en la República del Plata, dijera en la sesión solemne celebrada por los Amigos del Arte, de Buenos Aires, la tarde del 12 de abril de 1930, fecha en la que culminaron los actos de entrega y repatriación de las cenizas de Brindis de Salas.
(**) Bajo la custodia del Profesor Pedro A. Martínez Percia.
Santo Domingo. Cariforum, VII-2004 / Revisado para El Tren de Yaguarmas 2da. época.