Por
Roberto Sotolongo[1]
Donde nace una flor,
nace el gusano; donde nace el entusiasmo, nace la censura; en cuanto se levanta
un asta por el aire, ya están los hombres por todas partes buscando el hacha,
pero en este combate quiere la naturaleza que las malas pasiones se cansen
antes que la virtud, y que el hombre desdeñoso triunfe[2].
Monumento a José Martí en Cienfuegos, Cuba. ©ags |
Así habló
el más puro de los cubanos y tal parece como si predijera su destino iluminado.
Nació flor y el gusano de la envidia mutiladora y la maldad enfermiza pretendió
ensañarse con sus pétalos. El entusiasmo marcó su nacimiento y su vida toda, y
la censura enervante quiso acallar su voz de profeta. En cuanto se erigió su
espíritu como asta redentora, el hacha terrible de los hombres grises intentó
partir en dos el corazón alumbrador de astas. Sin embargo, las malas pasiones
agotaron sus recursos en el combate inútil en pro de la muerte. La virtud no
conoció del cansancio y el hombre que despreció la inercia y la dictadura de la
razón prepotente y aplastante triunfó por toda la vida y más allá de la muerte
efímera.
Y como
fue un espíritu iluminado genuino tuvo tendencia natural a la bondad y a la
cultura, y en presencia de lo alto se alzó, y en la de lo limpio se limpió. Por
eso en la búsqueda de sí mismo se confundió con el espíritu universal sin dejar
de ser el grano fecundante que reposa inquieto en esta tierra tantos
nacimientos y muertes.
Evocarle
entraña más que una acción mimética un deber santo y una responsabilidad
incondicional. Adentrarnos en su esencia para aquilatar su grandeza, penetrar
su corazón para descubrir al hombre, atender a su palabra para aprender la
lección: ese es el camino y no el de la repetición agotadora y vacía de sus más
populares versos o de sus aforismos fuera de contexto o de fragmentos de sus
más encendidos discursos. Quien fue desdeñoso y rebelde por excelencia no
merece que lo abordemos con falsa devoción o que lo miremos como si fuera un Dios.
No son los tiempos del politeísmo romano. Salvadores hay muchos, además de
Jesús, y como salvador debemos tener a nuestro José: salvador de la bondad, de
la verdad, de la nación nuestra, de Nuestra América, de la libertad, sagrada
como la misma existencia, salvador del hombre y protector exquisito de la
naturaleza, de esa misma de la que expresó en 1884:
… la naturaleza no
es más que un inmenso laboratorio en el cual nada se pierde, en donde los
cuerpos se descomponen, y libres sus elementos vuelven a mezclarse, confundirse
y componerse, pudiendo, en el transcurso de los siglos -que son instantes en la
vida del mundo- volver a su antiguo ser, a colmar los vacíos que el hombre haya
causado, por otra parte, imperceptibles en los inconmensurables depósitos del
globo[3].
Hace 163
años emanó de la naturaleza con fuerza telúrica inusitada, le aportó su
espíritu excepcional, transitó raudo y hondo por las entrañas hasta quedar
confundido con el espíritu universal. Y así lo tenemos -a 120 años de su
partida física- al alcance del corazón, cálido y humano, redivivo en cada
instante, entrañable siempre, jamás desaparecido. Evoquémosle como flor nunca
mustia, haciéndole la guerra a los gusanos, a los despreciables censores que
aún hoy y aquí quieren ocultar las verdades que no les convienen; enterremos el
hacha siniestra y levantemos el asta, persuadidos de que la naturaleza hará que
las malas pasiones se agoten antes que la virtud, y que el hombre desdeñoso continúe
triunfando.
Roberto Sotolongo (1957) ©ags |
[1] Roberto
Sotolongo (Aguada de Pasajeros 1956) Es Licenciado en Filosofía por la
Universidad Lomonósov de Moscú. Narrador, poeta e investigador. Miembro de la
Sociedad Cultural «José Martí». En 1976 Obtuvo el Premio Nacional de Narrativa.
En 1987 obtuvo Primer Premio en el Concurso Provincial «Raúl Aparicio». Ha
publicado cuentos, poemas y artículos en Conceptos,
Creación, Revista cultural Ariel y en el
Boletín Literario Mercedes Matamoros.
[2] José Martí: «Otros fragmentos»
(Fragmento 128), en Obras completas, t. 22, Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana, 1975, p. 77.
[3] José
Martí / Obras Completas, t. 8, p 448.
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