“No se fundan pueblos mi general, como se comanda un regimiento”, así le escribió José Martí en carta a Máximo Gómez en 1895, después de haber tenido con él una acalorada discusión en Montecristi. Una discusión que Gómez reseña en su diario con muy malas pulgas y ningún asomo de tolerancia o comprensión. Una afirmación que quizás algún día nos ayude a explicar las extrañas circunstancias de la muerte en combate de José Martí.
Si hubiéramos entendido en estas palabras del Apóstol cubano la incapacidad de los militares para tomar decisiones democráticas en la vida civil y fundar pueblos libres, no tendríamos hoy en América tantas sociedades castradas. El militar está hecho para una profesión muy especial y honorable, pero que tiene en su esencia la represión violenta. Para algo son sus armas.
Cuando los militares asumen el poder de un gobierno, no se quitan con el uniforme la idiosincrasia, la vocación y la psicología castrense, como tampoco los militares autodidactas, popularmente conocidos como guerrilleros, hacen desaparecer junto con sus barbas las ideologías “revolucionarias”, ni se olvidan jamás de que “la lucha armada” es para ellos la única vía hacia los cambios necesarios.
El desafuero de Chávez en la recién concluida Cumbre es más que elocuente. Su muestra de intolerancia, su incapacidad de escuchar, su lenguaje violento, ofensivo, propio de barracas y barricadas, construido con la intención de provocar en sus adeptos violencias físicas, es la prueba más reveladora de la certeza de la afirmación martiana. Chávez es un militar, pero por demás, incapaz de controlar sus iras en la vida civil, desconocedor de las tolerancias democráticas, incapaz de fundar pueblos, dispuesto a arrasarlo todo para construir el supuesto socialismo del siglo XXI, y como su modelo de La Habana, capaz de no dejar piedra sobre piedra en el intento de ostentar el poder total y de por vida.
Así como Castro estigmatizó a sus rivales y juró y perjuró durante casi medio siglo que en Cuba no hay ni opositores ni presos políticos sino “mercenarios” y “contrarrevolucionarios”, Chávez ha descalificado toda oposición con variados epítetos, y el 10 de noviembre, en la XVII Cumbre Iberoamericana, en Santiago de Chile, subió la parada al acusar a José María Aznar de fascista.
Quizás el comandante pensó que así se bañaría en protagonismo y que Zapatero, jugando a la politiquería, se haría eco de sus maledicencias, por aquello de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Pero Chávez se cogió el culo con la puerta, porque el Presidente de España dio una prueba de civismo inigualablemente martiana, y le cortó el paso justamente argumentando que en democracia son inadmisibles las descalificaciones e injurias entre adversarios políticos y exigió respeto.
Fue tal el desafuero de Chávez, quien interrumpía constantemente la exposición de Zapatero, que sacó de sus casillas al mismísimo Rey don Juan Carlos, quien ofendido y manoteando le espetó textualmente: ¿¡Por qué no te callas!? Pero Chávez no tiene capacidad para admitir que en democracia se escucha y se tolera la diversidad ideológica, que los opuestos no son guerreros en campaña. El comandante está sicológicamente entrenado para ver a desestabilizadores o magnicidas donde sólo hay opositores, y por su idiosincrasia trocará una y mil veces las palabras ciudadano por soldado y lanzará los tanques a las calles si así lo entendiera necesario. Chávez no admitirá jamás que en una democracia los militares pundonorosos se dedican a comandar sus regimientos, y ni los reyes tienen que mandarlos a callar.
Si hubiéramos entendido en estas palabras del Apóstol cubano la incapacidad de los militares para tomar decisiones democráticas en la vida civil y fundar pueblos libres, no tendríamos hoy en América tantas sociedades castradas. El militar está hecho para una profesión muy especial y honorable, pero que tiene en su esencia la represión violenta. Para algo son sus armas.
Cuando los militares asumen el poder de un gobierno, no se quitan con el uniforme la idiosincrasia, la vocación y la psicología castrense, como tampoco los militares autodidactas, popularmente conocidos como guerrilleros, hacen desaparecer junto con sus barbas las ideologías “revolucionarias”, ni se olvidan jamás de que “la lucha armada” es para ellos la única vía hacia los cambios necesarios.
El desafuero de Chávez en la recién concluida Cumbre es más que elocuente. Su muestra de intolerancia, su incapacidad de escuchar, su lenguaje violento, ofensivo, propio de barracas y barricadas, construido con la intención de provocar en sus adeptos violencias físicas, es la prueba más reveladora de la certeza de la afirmación martiana. Chávez es un militar, pero por demás, incapaz de controlar sus iras en la vida civil, desconocedor de las tolerancias democráticas, incapaz de fundar pueblos, dispuesto a arrasarlo todo para construir el supuesto socialismo del siglo XXI, y como su modelo de La Habana, capaz de no dejar piedra sobre piedra en el intento de ostentar el poder total y de por vida.
Así como Castro estigmatizó a sus rivales y juró y perjuró durante casi medio siglo que en Cuba no hay ni opositores ni presos políticos sino “mercenarios” y “contrarrevolucionarios”, Chávez ha descalificado toda oposición con variados epítetos, y el 10 de noviembre, en la XVII Cumbre Iberoamericana, en Santiago de Chile, subió la parada al acusar a José María Aznar de fascista.
Quizás el comandante pensó que así se bañaría en protagonismo y que Zapatero, jugando a la politiquería, se haría eco de sus maledicencias, por aquello de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Pero Chávez se cogió el culo con la puerta, porque el Presidente de España dio una prueba de civismo inigualablemente martiana, y le cortó el paso justamente argumentando que en democracia son inadmisibles las descalificaciones e injurias entre adversarios políticos y exigió respeto.
Fue tal el desafuero de Chávez, quien interrumpía constantemente la exposición de Zapatero, que sacó de sus casillas al mismísimo Rey don Juan Carlos, quien ofendido y manoteando le espetó textualmente: ¿¡Por qué no te callas!? Pero Chávez no tiene capacidad para admitir que en democracia se escucha y se tolera la diversidad ideológica, que los opuestos no son guerreros en campaña. El comandante está sicológicamente entrenado para ver a desestabilizadores o magnicidas donde sólo hay opositores, y por su idiosincrasia trocará una y mil veces las palabras ciudadano por soldado y lanzará los tanques a las calles si así lo entendiera necesario. Chávez no admitirá jamás que en una democracia los militares pundonorosos se dedican a comandar sus regimientos, y ni los reyes tienen que mandarlos a callar.
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